Por Irma Gallo
Las leyes de la frontera es una historia de juventud, de amor, de traiciones, con la España franquista de telón de fondo. Javier Cercas (Cáceres, 1962), también autor de Soldados de Salamina, se refiere así a su novela:
«Creo que es verdad, finalmente esta es, sobre todo, una larga, compleja historia de amor que se desarrolla a lo largo de muchos años, de 30, quizá más de 20 años: desde el año 78 hasta prácticamente hoy. Eso no estaba en al guión. No estaba en lo que yo había previsto, y eso es algo bastante normal: uno empieza a escribir y va avanzando por un territorio que no conoce muy bien y se encuentra con sorpresas. Y mi principal sorpresa fue esa, que acabó convirtiéndose en una historia de amor”.

Hay coincidencias entre la biografía del autor y uno de los personajes de Las leyes de la frontera, el Gafitas. Y aunque Cercas advierte que no se trata de una novela autobiográfica, la nostalgia no deja de salírsele por los ojos, de brotarle en la sonrisa leve.
«Bueno, esta es la historia de un adolescente, de los años 70, que tiene la misma edad que yo, y que vive donde yo vivía, va al colegio donde yo iba, y por lo tanto tiene al menos muchas cosas que superficialmente son mías. Un adolescente que un día, empujado por el miedo, pero también por el descubrimiento del sexo, del amor, cruza la frontera física de la sociedad, marcada por un río y se une a una banda de delincuentes juveniles como los que en aquel momento pululaban por España. Y su vida cambia. Cambia para siempre. Él descubre que la frontera física de la ciudad no es sólo una frontera física, sino también una frontera simbólica, una frontera moral, una frontera entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia».
Una de las virtudes de la novela es, precisamente ésta: cómo se transforman los escenarios de estos paisajes oscuros de los setenta, de estas estas ciudades que están, como dice el título en la frontera. Esta frontera que divide, de un lado a las casas de clase media y del otro lado a una ciudad oscura donde viven estos jóvenes delincuentes, para finalmente llegar a esta España de aparente prosperidad unos años después.
«Sí. La España que se describe en la primeras parte es una España tercermundista, una España del Tercer Mundo que sale de una dictadura muy larga, muy oscura, muy cruel. Y que es un país pobre, miserable. Y la segunda parte, en cambio, que es la parte que transcurre en el siglo XXI, es una España, claro ya europeizada, próspera, y como dice un personaje: «ridículamente satisfecha de sí misma”. Entonces la novela habla de eso. Habla también de como el pasado persiste en el presente. Habla de los espejismos en los que vivimos, quiero decir, tenemos una visión de nosotros mismos que no siempre corresponde a la realidad, de las ilusiones que nos hacemos de nosotros mismos, de cómo los mitos se sobreviven, si es que se sobreviven a sí mismos”, dice el autor de La velocidad de la luz.
Hablábamos al principio del desencanto de esta España que en la segunda época de la novela parecía ser una España en plenitud económica, donde nunca iba a pasar nada malo, le decimos a Cercas, que nos mira con atención detrás de sus gafas un tanto empañadas. Había terminado el franquismo y parecía que todo lo malo había quedado atrás. El Gafitas es ahora es un abogado pero que está aburrido de su vida, está en un momento en que no le encuentra sentido a su existencia, y el Zarco, al contrario de aquel héroe juvenil, idealizado, es un tipo ya de mediana edad, gordo, con arrugas. ¿Tenías de alguna manera la intención de comparar a España con estos personajes?
“No”, se apresura a responder.»No era mi propósito, pero inevitablemente en la vida de estos personajes se refleja la historia de mi país, eso es inevitable. Mis primeros libros son libros donde la historia no desempeña un papel importante, y donde la política tampoco desempeña un papel importante. Eso ocurre, sobre todo, a partir de Soldados de Salamina, que es un libro que me hizo un escritor profesional y conocido, pero es un libro que escribí ya cuando era mayor. Tenía 39 años».
Después de una breve pausa en la que parece estar reflexionando bien lo que dirá a continuación, el autor de El impostor, advierte: «Ninguno de mis libros son novelas históricas. No me gusta esa definición; no me gusta ese género. Son novelas que hablan de ese presente un poco ensanchado, de ese presente más amplio, de ese presente dilatado, que tiene en cuenta el pasado. De esa relación entre el pasado y el presente».
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