Por Celia Gómez Ramos
-Me voy a cortar las venas, escuché desde el otro lado del auricular, con voz desesperada y libreto realista.
Me angustié, pero al percatarse de la conversación, de inmediato mis amigos se hicieron cargo. Comunícamela, me pidió E, y ella le habló, insistiendo que lo pensara mejor y, no sé qué tanto… Cortaron.
Platicamos del asunto unos minutos –los tres que departíamos-, aunque nuestra fiesta continuó con un gran vino, elegido por el Sommelier Poncelis, luego de su explicación a detalle sobre los taninos. Olvidamos el asunto de las venas.
Nuestra cita acabó en exceso, como solía suceder. Después del restaurant, el bar del hotel… Y yo, siempre bien librada, gracias a ellos. Me protegían y de alguna manera salía ilesa, aunque nunca pude cuidarlos.
Después, evadí a esta mujer que se quería cortar las venas y no sabía por qué me había elegido a mí, para intentar arrastrarme a su desdicha por el simple hecho de haberla escuchado alguna vez… Es tan cabrona la soledad y tan egoísta.
Desde luego, mis amigos me tranquilizaron y argumentaron que ella no se mataría; que quién lo dice, no lo hace; que su búsqueda es someter al otro; que ese no era mi papel de modo alguno. En fin. Y yo sé que de no haber estado ellos en el momento, habría acudido rápidamente.
La vi después, con un suéter largo. Sí se había cortado las muñecas. La habían encontrado a tiempo. Todavía la reuní con mis amigos, temeraria, un día para desayunar. Conversamos como si nada. Nunca más tomé sus llamadas.
Tendría que aprender a hacerme cargo, la suerte se gasta.
