El cuervo levantó el vuelo


Esa noche se dijo que ya era suficiente. Que ya no aguantaba. Habían pasado casi 400 días (un año y un poco más de un mes) sin probar una sola gota. Que le hacía falta sentirse viva de nuevo, no como una sombra.

Había tenido buenos momentos: volver a caminar por el pasto sin zapatos, pero no porque los había perdido en la fiesta, como tantas veces, y sentir cómo el pasto acariciaba y picaba al mismo tiempo sus plantas cansadas.

También había vuelto a sentir el sabor del helado de chocolate deteniéndose un momento en la lengua, hasta que lo hacía resbalar por la garganta y explotaba en el estómago como un abrazo.

Había sentido el sol en la cara, el viento jugando con su vestido, subiendo por entre sus piernas, el pelo cayéndole hasta el final de la espalda, la lengua rasposa de su perro en la barbilla, saludándola por la mañana.

Pero nada de eso era suficiente.

Por eso llenó la bañera con agua caliente. Por eso se puso el vestido negro que le costó un mes de su sueldo. Por eso se tomó dos aspirinas y se metió al agua con el vestido puesto, que al contacto con el líquido perfectamente transparente se volvió más negro, como un ala de cuervo.

Por eso cortó las muñecas de manera vertical, siguiendo la línea de las venas, no perpendicular, como hacen en las películas y siempre fallan.

Con las aspirinas su sangre se había hecho más delgada; correría más rápido. Ahora sólo había que esperar.

Como un sueño, así le habían dicho que sería. Y sí. Empezó a sentirse cansada. Se recordó nadando hace muchos años. Sólo vio el azul.

Sangrante, el cuervo levantó el vuelo.

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