Por Celia Gómez Ramos
(Foto de portada hugosadh.com)
Nuestro tránsito debiera al menos, ‘parecer’ inocente; ni eso, estamos cautivos.
La camioneta con hombres uniformados, armados y encapuchados se detuvo en seco a las 6:00 de la mañana. Todavía no clareaba. Descendieron rápidamente del vehículo, portando sus artefactos defensivos y aparatosos. Actuación intimidatoria.
Las alertas se encienden, pues por fortuna, el instinto aún se preserva. Observas, considerando la posibilidad de un operativo, aunque sólo es una, una sola camioneta; eso sí, con gente sin rostro…, con máquinas para matar.
Tú sigues avanzando, porque tienes que transitar por ahí para llegar al sitio que vas y nadie, hasta el momento, te ha impedido el paso. Te sobrecoges. Te recorre un escalofrío. Se bajan del automotor y aunque sigues caminando, te mantienes a la expectativa. Ellos comienzan a charlar.
Intentas seguir mirando la escena de frente… Cuántas veces los has visto en esa extensión suya que les prodiga movimiento, avanzar las calles, con uno en el centro de la caja de la camioneta, con el arma larga apuntando no sé qué. No es un paisaje.
Tienes que darles la espalda, y sigues caminando. Entonces, desearías ser invisible.
De ninguna manera te sientes protegido. Sabes que, por su simple ocurrencia, te podrían fincar cargos por estar ahí en ese momento. Sabes que podrías desaparecer, en el mejor de los casos. Sabes…, y si no, al menos lo sientes, que en ese instante podrías dejar de ser tú, con tu vida, y existir para ti toda una realidad alterna, según sus deseos sembrados, y comenzar el infierno. En eso nos estamos convirtiendo.
La normalidad se transforma día a día, producto de nuestra capacidad de adaptación; comprimiendo así, todo aquello que nos saca fiebre. Vivimos en perfecta huida mental, en una constante…, creyendo que con ello evitamos las consecuencias. ¡Así no será!

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