Por Irma Gallo
(Foto de portada: Irma Gallo)
¿Quién se iba a imaginar que un niño, el más «prieto» e inhibido de sus hermanos, como se describe a sí mismo, que nació en Jiquilpan de Juárez, pueblo mágico de Michoacán, se iba a convertir en el actor mexicano más cotizado en la actualidad?
«Quiero ser un gran actor cuando tenga 80 años. No quiero ser un actor famoso; famosos hay un chingo y grandes actores muy poquitos. Quiero ser un gran actor», dijo Damián Alcázar alguna vez.
Seguro que ni él mismo. Criado en Guadalajara, en donde vio sus primeras películas en una parroquia acondicionada como cine, cuando el joven aspirante a actor llegó a la Ciudad de México a estudiar en la Escuela de Arte Teatral del INBA y fue rechazado por Emilio Carballido por no tener la preparatoria, seguramente no pensaba que llegaría a actuar en Hollywood en Las crónicas de Narnia. El príncipe Caspian (y luego confesó que el salario que le pagaron sirvió para cubrir la colegiatura de su hijo), que recibiría más de una veintena de premios nacionales e internacionales por su trabajo, y que a los 61 años de edad su filmografía ya rebasaría las 70 películas, además de casi cuatro decenas de series de televisión.

No cabe duda que ni él mismo se lo imaginaba, porque además, la fama no es algo que haya buscado. Con la sencillez que lo caracteriza, este hombre que aún hoy mantiene los pies sobre la tierra, le dijo a Óscar Uriel, en entrevista para el programa Taller de actores profesionales de Canal 11, que a él «esas cosas del glamour, de la fama y del snobismo, que hay mucho en el medio, me parecen una cosa muy extraña».
Al adolescente que no quiso estudiar como una respuesta rebelde a la matanza de estudiantes en el sombrío Tlatelolco de 1968, sus padres lo pusieron a trabajar de obrero. «Me sirvió de mucho: ver cómo viven, qué comen los obreros», comentó alguna vez.
Después de haber sido rechazado dos veces de la escuela del INBA, el joven persistente se inscribió al mismo tiempo para cursar la educación media superior y la carrera que amaba. Carballido ya no pudo decirle que no.
Con una sólida formación en el teatro, de donde reconoce a Raúl Zermeño, Luis de Tavira y Ludwik Margules como sus mentores, y ya con breve experiencia en la televisión, Damián debutó en el cine en 1985, en el medio metraje El centro del laberinto de Manuel López Monroy. Aunque no fue sino hasta 1989, con La ciudad al desnudo de Gabriel Retes, cuando ocurre lo que él considera su verdadera entrada al mundo de la cinematografía. Y lo hizo, además, en una época en la que, como él mismo ha dicho, «en México se hacían tres películas al año». A partir de ahí el cine se convirtió en su medio de expresión favorito, para el cual más ha trabajado y el que lo ha convertido en un actor casi de culto.
Damián Alcázar puede trabajar la comedia costumbrista como en Dos crímenes de Roberto Schneider; puede recrear el mundo interior de Damian, el artista mexicoamericano de Bajocalifornia: el límite del tiempo de Carlos Bolado; puede proclamar la teología de la liberación con la voz del padre Natalio Pérez, tan obsesionado por la justicia como él mismo, en El crimen del padre Amaro de Carlos Carrera. Siempre sabe darle a sus personajes la sutileza, la fuerza; en resumen, los matices que los vuelven creíbles, que provocan que el público se identifique con ellos.
Con esa rebeldía que lo acompañaba desde adolescente y que no lo ha abandonado hasta hoy, Alcázar ha apoyado con energía, a pesar del poco tiempo libre que tiene, las causas en las que cree; por ejemplo, las protestas contra el monopolio de las televisoras o la reforma energética, y siempre ha visto en el cine un vehículo para decir lo que otros no están en posibilidad de hacerlo. Esto ha tenido mucho que ver con la elección de sus personajes, y quizá no ha sido casual que una parte significativa de su carrera cinematográfica se haya desarrollado de la mano de Luis Estrada, realizador que se ha destacado como un crítico sin contemplaciones de la realidad nacional.

Aunque ya habían trabajado juntos en Bandidos, de 1991, y Ámbar, de 1994, en la mancuerna Estrada-Alcázar se volvió profética la frase de «La tercera es la vencida». En La ley de Herodes, Luis Estrada eligió a Damián Alcázar para el papel de Juan Vargas, un político de medio pelo, ex encargado de un basurero y convertido, por arte y gracia del Partido (con P mayúscula) en el Presidente Municipal más corrupto de la historia del pueblo de San Pedro de los Saguaros. Cuando la cinta «no llegó» al Festival de Cine Francés de Acapulco en donde se suponía que sería su estreno mundial, Alcazar leyó en público una carta en la que protestaba contra la censura que amenazaba con boicotearla. La crítica sin cortapisas contra el PRI, que entonces llevaba 70 años en el poder en México, provocó, sí, más actos de censura, pero al mismo tiempo la película se convirtió en un éxito de la crítica, y por supuesto, de taquilla.
Pasaron siete años para que se estrenara la siguiente cinta de Luis Estrada protagonizada por Damián Alcázar, Un mundo maravilloso. Si el tema de La ley de Herodes había sido la corrupción, ya con el PAN en la presidencia de la República Estrada eligió el tema de la pobreza y la desigualdad. Damián dio vida a Juan Pérez, un hombre miserable, como la mayoría en ese país de «ficción», en esta crítica terrible al neoliberalismo.

Todavía en un sexenio panista, pero esta vez en el de Felipe Calderón, Luis Estrada, con Damián a la cabeza del reparto, siguió criticando al poder en El infierno. Esta vez el tema fue la violencia sin control que provocó decenas de miles de muertos y desaparecidos por todo el país, como consecuencia de la guerra que el presidente declaró al narco en diciembre de 2006. La pareja de sicarios formada por el Beny y el Cochiloco, interpretados por Damián Alcázar y Joaquín Cosío, va dejando una estela de muertos mientras, paradójicamente, el público estalla en carcajadas como sucede con las comedias fársicas de Luis Estrada.
A pesar de que la película se quedó sin distribuidora en un primer momento, cuando Videocine, empresa de Televisa, se retiró del acuerdo de distribución, el 14 de octubre de este año se estrena en mil salas del país, La dictadura perfecta, cuyo título se basa en la famosa frase con la que el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa describió a México bajo los regímenes del PRI en un programa conducido por Octavio Paz, nuestro propio Nobel, y trasmitido por Televisa.

Y qué mejor frase para titular una cinta en la que la crítica del cineasta se centra en el poder que tiene una televisora en particular, que en la película se llama Televisión Mexicana, para manipular al público y hasta poner un presidente de la República.
Carmelo Vargas, interpretado por Damián, es el oscuro, corrupto y violento gobernador de un estado del norte del país, que después de ser sorprendido (en video, como sucede todo en el mundo del predominio de la imagen y de lo inmediato) recibiendo dinero de un capo del narco (en una escena que recuerda el escándalo de René Bejarano) acude a la televisora más importante del país, y paradójicamente la misma que trasmitió en cadena nacional su acto vergonzoso, a pedir ayuda para limpiar su imagen. Una vez ahí, el CEO de la empresa y el Gober Vargas llegan al acuerdo de que, tras un pago de millones de dólares provenientes de las arcas del estado, por supuesto, la ayuda irá más allá, hasta allanar su camino a la silla presidencial.
Ojalá Damián Alcazar, a quien Luis Estrada llama su «actor fetiche», siga haciendo mucho cine.
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