«Las palabras constituyen la droga más potente que haya inventado la humanidad.»
Rudyard Kipling
Por Magdalena Carreño
Como las cenizas del cigarro que se consume, como aquello que el viento esparce por la tierra, así te sientes. Sentado en las escaleras de servicio, fumas y contemplas la gris pared frente a ti.
Escuchas pasos de tacón sobre la estructura de metal, ¿cómo será aquella mujer?
A tus espaldas, resuena la sirena de una patrulla. La ciudad en movimiento, fuera de ese cubo de cemento. El reflejo de un cielo azul extendiéndose, un rayo de luz que entra por un pequeño círculo que alcanzas a ver en el techo lejano.
Y tus pensamientos comienzan a jugar, como cuando niño decías que la tierra era una célula dentro de otra, en un inmenso fractal. Todos unidos formando parte del TODO. Esas reflexiones filosóficas de bolsillo que no apuntan para ser un libro de Calasso, pero mientras el cigarro se consume y el cronómetro de la vida sigue su marcha, te aseguras que podrías tú ser parte de un cuadro pintado por alguien más o bien, el personaje de una novela de un tal James Joyce.
El sonido de un elevador te distrae. ¡Ding, ding!
Vuelves a calar tu cigarro. Ahora tu mirada se centra en el suelo, series de grecas que una gran máquina trazó… ¿tendrán alguna utilidad? Trazos exactos. De niño llenabas planas con ellos cuando apenas comenzabas con el ejercicio de escribir. Hacer fuerte la mano antes de llegar al ABC.
¿Cuál habrá sido la primera palabra que escribiste? Tal vez fue mamá y luego papá… escribir-hablar… Entonces, comienzas a pensar en las palabras más frecuentes de tu vocabulario, recordar es una de ellas.
Recordar canciones, recordar ideas, recordar momentos, recordar la vida… y qué tal si, en este instante, eres el recuerdo de alguien… una calcomanía que vio pegada en la calle, eres un dibujo trazado en tiza borrándose bajo la lluvia, un pensamiento de lo que hubiera sido si el cigarro no se consumiera porque mientras se va apagando, con él se apaga mi imaginación.
