Por Bibiana Camacho
Dos semanas sin saber de ellos. La gente está contenta. Justo acabo de leer una noticia en un portal de Internet donde un dizque especialista afirma que por fin los mutantes de tlacuache o como quiera que sea su nombre científico han desaparecido por completo. Es una mentira. Pero la gente quiere creerlo. El gobierno ha iniciado una campaña para desarmar a los ciudadanos. Muchos se resisten, a pesar de que los amenazan con la cárcel, donde de todos modos ya no cabe nadie.
Primero todos querían uno, hubo familias que incluso tenían varios. Se descubrió que este mutante hallado por primera vez en el mercado de Sonora, detectaba un olor peculiar que las personas despiden en etapas tempranas de todo tipo de cáncer, diabetes y otras enfermedades silenciosas. Además se reproducían con facilidad y se alimentaban de semillas y guisantes.
Nosotros nunca tuvimos uno, nos parecía cruel. Son más pequeños que un tlacuache, pero sin pelo, sus colmillos son enormes y filosos, viven de noche. Rondan por todos lados y emiten ruidos extraños, como chillidos de bebé. La gente los dejaba libres durante el día porque casi siempre estaban dormidos, pero en la noche los encerraban, a algunos hasta les ponía bozal para evitar escucharlos.
Poco a poco se acostumbraron a los humanos: empezaron a alimentarse de los mismo que nosotros, perdieron la timidez y se acurrucaban en las piernas como si fueran gatitos. Se comercializaban accesorios, corbatitas, gorras y hasta tinte para cambiarles el color de la piel. Ya no eran grises sino rojos, azules, verdes, rosas. A mí me parecía humillante.
Cuando alguien estaba enfermo las criaturas chillaban y rugían todo el tiempo, ese era el aviso. Se salvaron varias vidas gracias a ellos. La gente iba al doctor y recibía el tratamiento adecuado con rapidez.
Un biólogo sugirió que lo mejor era concentrarlos en el zoológico en zonas especiales para que pudieran estar más o menos en su hábitat y que los humanos los visitaran con regularidad y convivieran con ellos para que, de ser el caso, les detectaran alguna enfermedad. Un par de horas era suficiente. Advirtió que no era recomendable que convivieran con nosotros. Nadie le hizo caso, de hecho salió otro especialista a descalificarlo. Hubo una pelea en redes sociales y periódicos. El biólogo nunca explicó las razones por las que los consideraba peligrosos. Dijo que no estaba seguro cómo, pero que habría una catástrofe. Este comentario lo hundió definitivamente, si no presentaba pruebas no había modo de confiar en él. El otro especialista zanjó la discusión diciendo que esta especie extraña de tlacuache era horrible, pero que por lo demás era completamente inofensiva.
Casi todos mis amigos y familiares tenían uno en su casa. Eugenio y yo evitábamos visitarlos, sentíamos que las bestias entendían perfectamente lo que hablábamos y nos miraban con odio. Pero la gente decía que era la falta de costumbre, ellos no notaban nada extraño y convivían con ellos como si fueran mascotas. Poco a poco les dieron más libertad porque bajaron el sonido de sus chillidos, parecían entender que a los humanos no les gustaba y que así ganarían espacios. Tenían razón. Había personas que incluso los paseaban de noche en los parques con correas especiales para que no pudieran escapar. De día era imposible sacarlos porque aullaban, la luz del sol los molestaba.
De pronto empezaron a ocurrir accidentes: una abuela que tropieza y cae de las escaleras, un niño que inexplicablemente encuentra un cuchillo y juega con él, alguien que se resbala en el baño. Aunque los periódicos evitaban dar información adversa sobre los mutantes, en redes sociales la gente contaba sus historias, pero lo atribuían a accidentes o descuidos, aunque las bestias estuvieran siempre cerca del lugar del percance. Nadie tomó precauciones. Hasta que en una sola noche, estos animales acabaron con las mascotas: gatos, perros, pájaros, lo que fuera; todos al mismo tiempo, como si se pudieran comunicar por telepatía. Les hundieron sus filosos colmillos en el cuello. La gente todavía no se reponía de lo ocurrido, estaban confundidos y dolidos. Y justo a la siguiente noche, los que no tuvieron la precaución de encerrarlos, se encontraron con que habían matado a los niños pequeños. Además huyeron, incluso los que estaban bajo llave en una jaula, nadie sabía cómo o a dónde.
Hubo una emergencia nacional, brigadas de cazadores que los buscaban para acabar con ellos. La venta de armas se disparó. Fue el pretexto ideal para que todos portaran arma a cualquier hora del día, aunque los marsupiales sólo salían de noche. Las autoridades se hicieron de la vista gorda.
Si antes habían sido pacíficos y torpes, se convirtieron en criaturas astutas y peligrosas. Nadie quería salir de noche. Las brigadas que los buscaban tenían poco éxito, acaso lograban matar a uno, muy de vez en cuando. Se calculaba que por cada habitante de la ciudad, habría tres de ellos. Y aunque buscaron por todas partes, nadie sabía dónde se escondían. Lo único seguro es que estaban en la ciudad, pues dejaban indicios por todas partes. Ponchaban los neumáticos de los carros, descomponían los semáforos, las instalaciones eléctricas, contaminaban el agua. Y por más que ponían cámaras de seguridad y las brigadas de cazadores eran cada vez más numerosas, nadie los encontraba.
Los asesinatos a mano armada se multiplicaron, como todo el mundo podía portar una arma, las personas incluso pacíficas y que nada tenían que ver con la delincuencia se disparaban por disputas de tránsito, porque los dejaban esperando en la fila del banco, por el mal servicio en los hospitales públicos, porque un maestro habría castigado a sus hijos, razones no faltaban. La ciudad estaba fuera de control y las autoridades generaban más caos en lugar de controlarlo: redactaron una serie de absurdas instrucciones para evitar ser baleado en la calle. ¡Sálvese quien pueda! Nos sentíamos en una jaula de asfalto, amplia y gris, de la que sin embargo no podíamos escapar.
Desde que oscureció, escuchamos ruidos en las tuberías. Por si las dudas, hemos clausurado el baño y la cocina. Estamos encerrados en la habitación, ambos con pistolas cargadas. Llamé a mi familia y a algunos amigos para decirles que tengan cuidado, les he dicho que estén atentos a los ruidos, pero nadie me hizo caso. Los vecinos tampoco se han percatado de nada, la televisión de uno de ellos se escucha hasta acá, creo que están viendo una película de guerra, y no saben que quizá haya otra al acecho, una real y terrorífica, justo dentro de sus casas.
