Fantasma en el corredor (Escenas de la vida de Emily Dickinson)


 

Por Pedro Paunero

Su presencia se deslizaba furtiva, en blanco inmaculado, diríase un fantasma, al cruzar el corredor, camino de su habitación que mantenía cerrada.

Gustaba de trabajar arrodillada sobre la tierra del jardín y a los vecinos les enviaba raíces de sus plantas perennes, de las cuales sabía sus nombres científicos en griego y latín. Y los nombres eran música antigua en su voz y en sus oídos. También les obsequiaba con tortas para el té. Aquellas horas previas a ese ceremonial de Nueva Inglaterra, el té y la charla, la charla y el té, eran la única ocasión que las mujeres tenían para reunirse todas, bajo la estricta observancia puritana, en una cierta soltura y hasta cierto punto libres. Se dejaban el resto de las tareas del hogar por cumplirse o se dejaban ya cumplidas. Y se charlaba. Las otras mujeres no paraban de hablar. Ella escuchaba, se apartaba y miraba. Preparaba las tortas en silencio: Ahí, entre las demás mujeres pero también en otro lugar, en medio de otras voces más sonoras y que susurraban en versos.

Los vecinos siempre agradecían los presentes porque sabían de la especial naturaleza de su encantadora como huidiza vecina.

También solía pasarle cartas y apasionados poemas de amor a su cuñada, Susan, su confidente (¿su amor secreto?), a través del alambrado que separaba su casa de la de su hermano Austin, en ese pueblo al que consideraba como la definición de Dios, según la frase que escribió una vez, detrás de una receta de cocina.

Y la gente del pueblo tenía varias definiciones para ella. La llamaron la poeta reclusa, la monja de Amherst, la bella, la mujer de blanco. El mito.

Jamás saldré de casa, pensaba, pues no puedo tenerte a mi lado… Tú, que me enseñaste lo que es la inmortalidad.

Emily Dickinson
Emily Dickinson

Y, aunque la historia hubo guardado en secreto, por mucho tiempo[1], los dos nombres de aquellos a quienes amó más que a su propia libertad, estos le fueron arrebatados por la muerte, potencia mayor que la que ella podía manejar y esculpir en palabras.

Si vivo, iré a Amherst a verte; si muero, ciertamente lo haré; es lo que había escrito él, antes de morir de tuberculosis, en una carta que le dolía y también le enfermaba de solo leerla. Desde entonces se le veía a escondidas, entre el corredor y la habitación; y él fue una presencia que impregnaba sus versos y se tendía entre las plantas y las hortalizas y se removía en la tierra fértil a la que se dedicó febrilmente.

Se fue haciendo pequeña a medida que su celebridad aumentaba en su calle, en su pueblo, en su localidad que era un universo pequeñito pero vasto y doliente. Ella se fue confundiendo con las sombras del corredor y hablaba con los espíritus elementales entre las telarañas y el polvo de los rincones.

Pero estaban el jardín, el calor del sol y el verano como una salida y la compañía feliz de Carlo, su perro.

Saboreo un licor como nunca lo hicieron:

En los jarros con perlas es servido.

Ni con todas las tinas del Rin podrá lograrse

Alcohol parecido.

 

Estoy ebria de aire,

Bebida de rocío, y voy con pie inseguro,

En estos largos días del verano

Por posadas de azul fundido y puro.

 

Cuando los dueños echen la abeja que a la puerta

De alguna digital parece adormecida,

Cuando las mariposas a su licor renuncien,

Yo querré más bebida.

 

Hasta que agiten ángeles sus sombreros de nieve

Y los santos acudan corriendo a la ventana,

Para ver, pequeñita, a la beoda

Que en los rayos del Sol se está apoyada[2].

En aquel tiempo decir que cultivaba, vehemente, versos y plantas no podría haber sido cursi y hoy no podemos atrevernos a decirlo sin que se nos acuse de sentimentales. Seremos sentimentales pues, ya que eso fue lo que ella hizo precisamente: Cultivar versos y flores y llenarse así la vida no sólo de dolorosos recuerdos.

El segundo de aquellos seres que entraron en su corazón y de quienes sabemos ahora el nombre le encontró, una vez, a las puertas de su misma casa[3]. Ahí llegó.

-¿Por qué no me ha avisado que venía, a fin de prepararme para su visita? -. Le preguntó ella.

-Es que yo mismo no lo sabía. Bajé del púlpito y me metí en el tren.

-¿Y cuánto ha tardado?

-Veinte años-. Murmuró. Dos años después su sombra había pasado a formar parte de la corte de fantasmas del corredor.

Se le podía ver, y la gente que iba por el camino la señalaba discretamente, a lo lejos, paseando de blanco, con los fantasmas colgando del brazo, bajo el cielo de verano en el jardín.

Si no estuviese viva cuando vuelvan

Los petirrojos, al de la encarnada

Corbata, en mi memoria,

Echadle una migaja.

 

Y si las gracias no pudiese daros

Porque profundamente ya me hubiese dormido,

Bien sabréis que lo intento

Con labios de granito.

Pero prefería esconderse entre las sombras de la escalera y hacer comentarios inesperados, ante los cuales, las visitas, se sorprendían por esa voz susurrante y enigmática que brotaba de la oscuridad.

A veces el horror le amenazaba desde la misma negrura, cerraba las ventanas por las noches, escribía cartas que hablaban de algún mal que la acechaba y encendía el alumbrado a gas.

-El cuco –decía-, el cuco viene…

Nadie entendió el alcance de sus palabras. Y ella misma dudó de su obra. No permitió que sus poemas le fueran publicados y, cuando se hizo, no fue con su consentimiento.

Samuel Bowles, el editor del periódico local, anciano y enternecido, se detenía ante la escalera y le gritaba:

-¡Pícara! ¡Tontuela, déjate ver!–pero para entonces ella había decidido ya no tener presencia ni voz.

También era dueña de un humor negro que sacaba de los rincones que prefería visitar. Un día llamó a la puerta una mendiga y ella escribió:

Hoy nadie ha llamado, sólo una pobre señora que buscaba un hogar. Le dije que sabía de un sitio, y le di la dirección del cementerio para ahorrarle la mudanza.

Poco a poco la luz abandonó sus ojos. Se fue quedando quieta. Su hermana siguió rigurosamente sus indicaciones para la ceremonia fúnebre: la vistió de blanco y la pusieron en un ataúd del mismo color, con lilas sobre el pecho, sin mostrar su rostro a nadie. Por último, como ella había pedido, sacaron el ataúd por la puerta de atrás.

Sobre su lápida se escribieron las palabras Called Back[4] las últimas que escribiera en una carta dirigida a sus primas.

Podría estar más sola sin mi soledad, tan habituada estoy a mi destino…

Morir no duele mucho: nos duele más la vida…

El biógrafo George Frisbee Wicher, diría de Emily Dickinson: La poeta lírica más destacada de Estados Unidos vivió y murió en el anonimato.

[1] Se encontró en una carta inédita de Emily, dirigida al reverendo Edward Everett Hale, el nombre de Benjamin Franklin Newton, amigo del religioso, por quien ella pregunta ansiosa a la muerte de este.

[2] La traducción de los poemas es de M. Manent. La poesía inglesa. José Janés, editor. Primera edición. Barcelona, año 1958.

[3] Se trata de Charles Wasdworth, pastor presbiteriano, casado y 17 años mayor que Emily.

[4] “Me llaman de regreso”

Pedro PauneroPEDRO PAUNERO. NOVELISTA, CUENTISTA, ENSAYISTA Y CRÍTICO DE CINE NACIDO EN TUXPAN, VERACRUZ EN 1973. HA PUBLICADO LA NOVELA LABELLUM (MINIMALIA ERÓTICA/EDICIONES DEL ERMITAÑO, MÉXICO, 2008). CUENTOS SUYOS HAN APARECIDO EN LAS REVISTAS AXXÓN Y PRÓXIMA (ARGENTINA), KORAD (CUBA), TIEMPOS OSCUROS Y ALFA ERIDIANI (ESPAÑA), HONTANAR (AUSTRALIA), OJOS, DEL MUSEO DE ARTE ERÓTICO AMERICANO (COLOMBIA), Y EL CAFÉ LATINO (FRANCIA), ASÍ COMO EN DIVERSAS ANTOLOGÍAS (CUENTOS DE BARRIO, LECTÓRUM, 2012). ESCRIBE CRÍTICA DE CINE EN EL PORTAL CORRECAMARA.COM Y LA REVISTA CINE TOMA Y HA PARTICIPADO EN DOS AMANTES FURTIVOS, CINE Y TEATRO MEXICANOS, LIBRO COORDINADO POR HUGO LARA. ALGUNOS DE SUS CUENTOS Y ENSAYOS HAN SIDO TRADUCIDOS AL CATALÁN, AL INGLÉS Y AL FRANCÉS. HA GANADO DOS VECES EL PRIMER LUGAR DEL PREMIO TIRANT LO BLANC DEL ORFEÓ CATALÁ DE LA CIUDAD DE MÉXICO Y EL PREMIO MIGUEL BARNET QUE OTORGA LA FACULTAD DE LETRAS ESPAÑOLAS DE LA UNIVERSIDAD VERACRUZANA.
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