Por Alberto Chimal
Ideas raras que se encuentran en los libros:
Reinos desaparecidos. La historia olvidada de Europa es un tratado histórico. Esto puede sonar aburrido; sin embargo, además de que la Historia no tiene por qué ser aburrida –ese es un prejuicio de nuestra época, que ensalza la tontería en todas sus formas–, el autor del libro, el historiador inglés Norman Davies, cuenta muy sabroso. Y su tema es espectacular: sus 15 capítulos cuentan las historias de otras tantas naciones que ya no existen pero existieron alguna vez en el territorio que hoy llamamos Europa. Algunas de ellas, como Burgundia, duraron más de mil años; otras no alcanzaron el siglo, como la Unión Soviética, y una –el reino de Rutenia– existió durante un solo día, el 15 de marzo de 1939. Davies ofrece información sobre sus orígenes, los pueblos que las formaron, los acontecimientos de su historia y el por qué de su desaparición.
Estos no son nada más relatos apasionantes sobre conquistas, intrigas políticas y culturas extrañas; además, el observar el pasado de aquellos lugares –incluyendo los muchos mapas que el libro contiene, todos con divisiones políticas y nombres que no son los de hoy– hace pensar en lo transitorias que son las fronteras, las delimitaciones entre un país y otro, la noción misma de un país en relación con los otros.
En cierto momento del siglo XII, digamos, un habitante de la ciudad que hoy llamamos Estambul no habría pensado en aquel lugar como parte de Turquía, porque el estado turco como lo conocemos hoy no existía. Tampoco, de hecho, habría usado el nombre de Estambul; en cambio, habría dicho vivir en Constantinopla, y se habría visto como compatriota de los habitantes de Catanzaro, de Tesalónica, de Nicosia, de Trebisonda, de Jersón y de Trípoli –a los que hoy llamaríamos italianos, griegos, chipriotas, turcos, ucranianos, libios–, porque todos estos lugares pertenecían a una misma nación: el Imperio Bizantino, que sólo hasta después se contrajo, dejando partes de su territorio a otras naciones a lo largo de 400 años y cayendo, por fin, ante los turcos.
Podemos ver esto de otro modo: entre los años 330 y 1453 –el principio y el final de Bizancio–, millones de personas que vivieron en la Tierra pensaron en sí mismos como bizantinos; tuvieron antepasados bizantinos hasta donde les alcanzaba la memoria y no pensaron nunca que sus hijos y nietos pudieran ser otra cosa que bizantinos. Su identidad era una que ya no existe y ninguno sospechó que eso iba a suceder. Y lo mismo pasó con los borussianos, los sabaudianos, los soviéticos, los galitzios, los súbditos del misterioso Reino de la Roca (de los que no se conserva ni el nombre que ellos mismos se daban)…
Leer a Davies nos puede llevar a una pregunta sobre nosotros mismos: ¿seremos siempre de aquí, nuestro aquí existirá para siempre como lo entendemos?

La respuesta es no, desde luego. Las fronteras cambian siempre, y probablemente a mayor velocidad de lo que deseamos reconocer. Hace un par de semanas tuvimos el primer atisbo del que será, probablemente, el ejemplo más espectacular de nuestro tiempo, cuando los habitantes del Reino Unido votaron en su mayoría por separarse de la Unión Europea…, pero no todos al parejo: Inglaterra y Gales se quieren ir pero Escocia e Irlanda del Norte no. Esas cuatro naciones componen el Reino Unido desde hace unos 300 años y tal vez en poco tiempo lo desintegren. De la misma manera, la propia Unión Europea se ve amenazada por movimientos de ultraderecha en varios de sus países miembros, que se quejan contra los abusos del régimen neoliberal dictado por la Unión pero a la vez defienden políticas de discriminación y odio.
Y cosas así, claro, pueden ocurrir más allá de Europa. En el siglo XIX, un habitante de la ciudad de México, de Mérida o de Monterrey podría haber sido compatriota de los de Los Ángeles, Managua, El Paso y Chimaltenango, pero ya no. Más todavía: ¿hace cuánto que la identidad nacional –de la que depende la unidad del territorio– está amenazada, cuestionada, fragmentada? Desde que yo recuerdo, el fervor patrio es entendido por muchísima gente como una ingenuidad. Décadas de regímenes corruptos, incluyendo las catástrofes de nuestros propios gobiernos neoliberales, nos han enseñado a ser cínicos y creer que el concepto de lo “patrio” es una excusa para engañar incautos. Aparte, en tiempos recientes –tras los desastres adicionales de la “guerra” contra el narcotráfico iniciada por Felipe Calderón– nos hemos acostumbrado a escuchar que el Estado “podría haber perdido el control” de tal o cual región. ¿Cómo sería un mapa sincero de México en 2016? ¿Qué partes serían, en realidad, de caciques o de capos? ¿Qué otros nombres tendrían?
En Reinos desaparecidos, Davies nos puede hacer pensar también en lo frágil de esta nación, de la idea que habitamos hoy.
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Una nota aparte sobre los males del neoliberalismo. La traducción de Reinos desaparecidos, hecha por Joan Fontcuberta y Joan Ferrarons y publicada por Galaxia Gutenberg, es descuidada y tiene muchos errores. Todos se pueden corregir con algo de paciencia durante la lectura, pero es una pena: tan fácil que era tener más cuidado, y ahora –que nadie tendrá incentivos económicos ni permisos suficientes– a lo mejor Europa (o México) saltarán en pedazos antes de que se publique una mejor edición.

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