Por Irma Gallo
Tengo prejuicios. Muchos más de los que quisiera admitir. Y por si fuera poco, cada año de vida que cumplo se acumulan más: prejuicios contra quienes eligen una pareja exclusivamente en función del beneficio económico y la comodidad que esa relación les pueda aportar; prejuicios en contra de las mujeres jóvenes (y ya no tanto) que se burlan del feminismo y hasta escriben un libro que lleva la palabra “feminazi” en su título. Prejuicios también contra los hombres que contratan a otros hombres antes que a mujeres, así estén igual de calificadas para ese trabajo en particular. Prejuicios también contra quienes se burlan (o minimizan o desprecian) de quienes hemos decidido ser mamás el día de la madre, así sea en su patético muro de Facebook.
Entre mis grandes prejuicios estaba uno que, afortunadamente, se acaba de fracturar: pensé que nadie que no hubiera sido madre podría saber lo cabrón (en todos los sentidos, positivo sí, pero también negativo) que es el lazo que se establece, de una vez e irremediablemente, con el ser al que has parido.
¿Cómo puede entenderlo alguien que no lo ha experimentado en carne propia? (Y aquí sí que no estoy hablando metafóricamente).
Hoy, Pedro Almodóvar me demostró que sí se puede.
Pero hoy me decidí a ver Julieta. Un poco quizá porque mi hermana, que es una cinéfila empedernida (como mi mamá, y ella, a su vez, como su mamá, mi abuelita Lucy) me la recomendó. Pero también porque tenía mucho tiempo sin ir al cine. Sí, trabajo mucho y en mis escasos tiempos libres sólo quiero dormir como un oso en invierno, pero también porque mi hija preadolescente y yo nada más no coincidimos en gustos cinematográficos. (¡Santo Almodóvar, sálvame de éstas y otras!)
Hoy terminé de trabajar cerca de las 2 de la tarde. Mi hija está en casa de su papá, así que mi futuro inmediato pintaba para encerrarme en mi casa, meterme a las sábanas con mi perrito Chancho, y dormir hasta mañana, cuando forzosamente tendría que levantarme, sí, adivinaron: para ir a trabajar.
Pero una caminata por las zonas verdes del Centro Nacional de las Artes activó algo en mí (aparte de la circulación, quiero decir) y después de consultar los horarios de la película más reciente del director de Todo sobre mi madre, corrí al cine que me quedaba más cercano en distancia y en horario de función.
Parecía que todo estaba puesto para que viera esta película: se frustró la vocecita amargada que me habla todo el tiempo y que me dijo que si no había boleto nos iríamos de inmediato a casa. Sí, adivinaron de nuevo: a dormir.
Pero encontré lugar en el estacionamiento caótico del cine que elegí, y además, cuando llegué a la taquilla, a pesar de la fila que me pareció inmensa, también encontré boleto. (¡Benditas Finding Dory y The Legend of Tarzan, que se llevaron toda la taquilla de ese cine).
Me senté, pues, en la sala oscura. Después de minutos y minutos de comerciales y trailers, empezó la película de Almódovar. Me costó trabajo entender al personaje principal, interpretado por Emma Suárez en la edad madura. Incluso al principio me chocó un poco. Me pareció melodramática, y eso que sólo había llegado a la escena en que se encuentra con Bea (amiga de su hija Antía cuando eran adolescentes) en la calle. Pero todo empezó a cambiar, y con esto quiero decir que el personaje ganó en profundidad para mí, cuando le dijo a su novio (Lorenzo) que no se iría a vivir con él a Portugal y regresó a rentar un departamento al edificio en donde vivió muchos años antes con esa hija, que después de mucho tiempo, vuelve a aparecérsele como una posibilidad. “Soy una adicta irremediable a ti”, le escribirá Julieta apenas unos días después. Y yo agrego que de esa adicción no se salva nadie, aunque se sufra en distintos grados.
Es sobre esa adicción sobre la que Pedro Almodóvar (también guionista) construye el eje de su película. Pero no quiero adelantarme a esto todavía.
Hasta aquí hemos visto sólo a una Julieta atribulada y llorosa, pero en cuanto empieza a escribirle a Antía (y a esta altura todavía no sabemos la causa de su ausencia), Pedro Almodóvar cambia de actriz para interpretar a la Julieta joven. Es entonces que Adriana Ugarte se convierte en una Julieta fuerte, divertida, profesionista, que se ha vuelto madre pero sigue valorando (y defendiendo) su profesión como maestra de literatura (a pesar de las advertencias de la vieja Marian, ama de llaves de su esposo Xoan, que le dice: “si usted se sale, va a volver a pasar lo mismo»), insinuando que su marido mantiene una relación sexual con una amiga de la adolescencia, la ceramista Ava.
Es justo en ese momento, cuando la Julieta joven le reclama a su esposo la supuesta infidelidad (él confiesa: «nos conocemos desde los 15 años y a veces follamos; no sabía cómo decírtelo») y le dice que saldrá a dar un paseo para preparar sus clases, que se desata la tormenta -literal y metafórica- que desencadena la razón de ser de esta película.
Sin estar aderezada con ingredientes trágicos, ya de por sí la relación entre una madre y su hija es complicada; es una suerte de estira y afloja, de amor-odio, de competencia, de dependencia, de simbiosis y de una necesidad impostergable de alejamiento. En la mayoría de los casos no es necesario que ocurra una tragedia para que una hija decida que es momento de separarse -cada quien elige la distancia que pone de por medio y el lapso durante el cual lo hará- de su madre, aunque le rompa el corazón. “Soy una adicta irremediable a ti”.
Pero Almodóvar sabe que sólo otra tragedia podría ser el detonador para el reordenamiento del universo. ¿Será posible, a estas alturas de la vida de Julieta y de Antía?
Lo más interesante es, quizá, esa interrogante abierta. En la escena que plantea la posibilidad de un reencuentro entre las dos mujeres el cineasta manchego rinde homenaje a quien fuera su gran amiga: Chavela Vargas. La voz rasposa de la mujer del poncho llena la sala del cine mientras se ven los créditos de salida. No estamos seguros de qué va a pasar.
Yo sólo se que Pedro Almodóvar derribó uno de mis prejuicios. Y estoy agradecida por ello.
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