Por Gabriela Pérez
Decían en mi casa, que la hora del cocido es el tiempo del silencio. ¿Por qué? Hombre, pues porque apenas entra la cuchara a la boca no hay nada más que tú quieras tener en ella… ¿Y si quieres cantar o contar un chiste o estás triste o quieres aliento o consuelo? Pues para eso es el cocido —que por supuesto tiene que estar a la temperatura justa, para que la calidez que comienza en la lengua y la garganta, invada tan profundamente el pecho, que termine saliendo por las yemas de los dedos— mientras el caldo, los garbanzos y la carne acarician por dentro tu boca antes de que los tragues, pues las penas e incluso las alegrías, bajan unos decibeles y se forman para acompañar el siguiente platillo.
Ustedes saben que yo, mucho; mucho no hablo, pero lo que sí me pasa es que después de un buen cocido como éste, pues regresan los recuerdos y envidiosos del placer que comenzó a entrar por la boca. Quieren empaparse también ellos y salir un poco por ahí. ¿Pero eso nos pasa siempre, no? ¿Se acuerdan cuando Luis nos llevó a conocer a su nana-bruja Rosa? ¡Sí, la del manrrubio! -¿Qué es eso?- Estábamos en un viaje por Michoacán, y antes de subir al Paricutín, Luis nos llevó a casa de Rosa a comer unas deliciosas quesadillas y un té de manrrubio preparado por ella. Nos sentamos muchos en el suelo, porque había solo tres sillas y había que ayudar poniendo la masa con queso en el comal sobre la mini fogata en la choza. Mientras observamos la preparación del té, la infusión de las hierbas en agua hirviendo parecía igual a cualquier otra, el aroma era totalmente distinto. Luis nos contó que es costumbre que los brujos y chamanes de la zona usen el manrrubio para comenzar la ‘cura’ de lo que uno trae atorado, porque hace que quien lo tome, saque su esencia. La diversión con la que nos mirábamos aumentó cuando la nana Rosa puso a cada jarrito con el té, un chorro –generoso– de alcohol del 96, agitó y luego prendió con un cerillo las bocas del jarrito. Su organización era perfecta, la llama sobre cada jarro duraba apenas unos segundos pues ella lo apagaba poniendo la mano encima y, mientras se lo daba a uno diciendo que debía beberse caliente había ya otro encendido.
Chela preguntó dónde estaba el baño, y cuando le dijeron: por aquí derecho, comenzó la risa. Ni ella ni nadie podía ir “derecho” a ningún lado. Sé que suena increíble, pero ya con media tasa de té, estábamos todos ebrios. Luego de llorar un poco adoloridos por los espasmos de la risa violenta que nos atacó, y de entender qué Chela prefiriera seguir acompañada de Morfeo esperándonos abajo, subimos todos al Paricutín contando entre saltos de una roca a otra, historias y chistes sobre la iglesia que quedó en pie tras la erupción. Uno hablaba, pero todo el tiempo todos reíamos. Se supone que debíamos llorar, pero nadie nos aclaró que no contaba llorar de risa.
Así como en la antigua Grecia Erato vagaba en trance por efecto de la bebida y del consumo de carne humana, los chamanes eran inspirados por las fieras, los sacerdotes por los hombres inmolados y los aedos por las musas, nosotros tuvimos bruja y un té de manrrubio como bebida. Nuestro canto seducía, inmovilizaba y permitía matar en el momento del terror paralizante. El terror paralizante hace cantar la tibia. Hay lazos que mantiene la música con el sufrir sonoro.
Cuando se suicidó mi hija, un psiquiatra quiso ver a la familia. Ella estaba enferma, dijo, y no es culpa de ninguno de ustedes que haya preferido morir que seguir aquí. Déjenla ir entonces. Desháganse de las cenizas que tienen, porque son recuerdos y ganas de que ella vuelva lo que encierran en esa urna. Y señora, deshágase también de su esposo, ¿hace cuánto que murió señora Mari? Siete años –le dije-, y la verdad tenía razón. Cuando recién llegaron las cenizas a la casa yo por las noches le ponía los boleros que fuimos a bailar, y platicaba mucho con él, poco a poco la costumbre fue cambiando pero justo después de que habló con nosotros este chico, las cenizas eran un problema. A mi hija se la llevó mi nieto y las tiró desde un parapente, pero por no sé qué cosas del peso no se llevó a su abuelo. Unos días después, la muchacha que me ayuda en casa me dijo,¡ ay señora, el señor quiere salir! ¿Qué señor? Pues el suyo, cuál va a ser si no hay nadie más en esta casa. No sé por qué razón la urna de madera que yo había conseguido se había hinchado y había salido un poco de la ceniza. Me cansé entonces y llamé a Flower…
—¿Llamaste a quién?
—Se llama Florencio, pero trabaja con ella desde hace mucho y de cariño le dice Flower.
¿Flower, tú me acompañarías? ¿A dónde señora? dijo, pues a Chapultepec, ahí creo que puedo encontrar un lugar bonito para mi marido. Obvio no puede ser en el pasto donde la gente vaya a comer la tortilla o la torta, ni en ningún lado donde nos vean porque no ha de ser legal, pero seguro encontramos un espacio lindo. Flower y yo caminamos y caminamos hasta que encontramos una fuente que hizo este esposo de Frida Kahlo que no me acuerdo cómo se llama pero que hacía cosas bonitas.
—Diego Rivera, y es la fuente de la serpiente, bueno, hay una serpiente ahí.
Pues ahí puso a mi marido Flower, yo mientras echaba aguas para que nadie nos viera. ¿Y van a creer que me sentí más libre después de ese día, ya sin mi marido encerrado en casa? Esa noche puse de nuevo los boleros, pero esta vez sí baile, solita claro, pero acordándome de él.
Terror y música. Mousiké y pavor. Estas palabras están indefectiblemente ligadas.
Pues cuando murió mi padre, me tocaba a mí la guardia en el hospital. Yo llegué tranquilo, pues como el doctor que llevaba el caso se apellidaba Curiel, las enfermeras y todos pensaban al leer el nombre de mi padre: Luis Curiel, que era pariente de su jefe. Llegué a su cuarto y no estaba, ¡ah caray!, ¿pues qué habrá pasado?
—¿Y qué había pasado Luis?
Nada, de repente lo veo, caminando, por el pasillo y sonriendo. Papá, ¿qué pasó, cómo estás? La noche anterior se había quedado mi primo, los últimos días los doctores habían estado, literalmente, con mucho esfuerzo, manteniendo a mi padre con vida. Entonces, verlo caminando y sonriendo, no manches, sí me sacó de onda. Llegamos a su cuarto, y ya sentado, con la misma sonrisa me dijo, muy bien hijo, anoche vinieron a verme tu tía, tu hermano y tu madre, y acordándonos de todo, se me pasó rápido la noche entre risas.
Los tres ya estaban muertos desde hace mucho, pero hacía tanto que no veía y escuchaba reír a mi padre, que dejé que me contara de todo lo que platicó con ellos y nos reímos juntos. Lo dieron de alta ese día, en el reporte médico dice que, inexplicablemente, el paciente se había recuperado.
Íbamos ya en el coche a la casa y en el camino me dijo; -no, no, espérate, quiero ir a casa de mi compadre Pablo. Me enteré que hoy juegan las Chivas, y cómo van a ganar, pues quiero ver con él y sus hijos este partido.
Todos súper contentos claro. El compadre llamó a mi familia y comimos todos con ellos. Luego del primer gol, mi papá me pidió un tequila. No, le dije, está bien que te sientas mejor, pero acabas de salir del hospital y… –cállate, me dijo con la mano levantada y viéndome fijamente, hijo, me voy a tomar dos tequilas, va a acabar el partido, y nos vamos. Llegando a la casa me acuesto-.
Le serví el tequila, y al terminar el partido, que como él había dicho, ganaron las Chivas, le dio él último trago al segundo. –Ora sí, ya vámonos. Despedidas, abrazos, felicitaciones y todo para salir a la casa. Se durmió diciéndome que me quería mucho, que le había dado mucho gusto salir del hospital para ver a toda la familia, ver ganar a su equipo, tomarse unos tragos y platicar con su hijo. Ya no despertó, mi papá murió esa noche, feliz y en su cama. ¡Qué bueno que le di esos tequilas!
Mientras me pasas la morcilla hija, cuéntales del amigo Leopolvo de Concha.
Es una historia muy bonita, Leopoldo era un chavo al que le encantaba viajar, y murió en un accidente. La fe milita y los amigos decidieron que como “último viaje” se repartirían en capsulitas las cenizas del, desde entonces, Leopolvo, para que cuando uno viajara se las llevara y las esparciera en esa parte del mundo donde estuviese. Y cada quien tenía su ritual particular, o decía unas palabras, o lloraba o cantaba. Y el de este amigo que nos contó Concha, te mata de la risa, porque él estaba en un barquito en algún lago de Europa. Había decidido dejar ahí la partecita que llevaba de Leopolvo. Destapó la capsulita, y, justo cuando la había inclinado para tirar las cenizas al agua, llegó un viento furioso y terminó tragándose lo que llevaba de su amigo. Le pareció mal educado vomitarlo, así que dejó correr el natural proceso y se convirtió el portador de la mejor anécdota del desligue de Leopolvo.
Para el postre, seguimos claro sentados, contándonos cómo secamos viejas lágrimas. Es nuestra particular forma de de decir: reímos, lloramos, recordamos y escuchamos música.
Es posible que escuchar música consista menos en desviar la mente del sufrimiento sonoro que en refundar la alerta animal. La armonía resucita la curiosidad sonora, extinta desde que el lenguaje articulado y semántico se propaga en nosotros. Sólo la música es desgarradora. ¿Bailamos?
¡Buen provecho y hasta la siguiente semana!

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