Por Magdalena Carreño
Las 19:15, creo que voy a tiempo.
Siento el movimiento del vagón, arriba, abajo, arriba, abajo… suave y constante. Manos que se aferran a los tubos más cercanos, a amigos o familiares que quedaron atrapados en un punto casi de vacío, el que debería estar libre para bajar fácilmente.
Observo a mi alrededor, con la fortuna de estar sentado casi cómodamente. La mayoría de los rostros que me rodean parecen descompuestos, muecas como de máscaras africanas. Pienso que a esta hora todos son galletas deshechas, migajas de la mañana. Esa referencia me da hambre. Con suerte algún vendedor subirá y compraré… al menos, unos chicles. Hay que engañar al tiempo de una terminal a otra.
Las miradas también tratan de engañar. Unas se ocultan en un libro, en el vacío, en las curvas de alguna chica de pantalón apretado. Otras simplemente son descaradas, tratando de abarcar aquello que no se ve pero se imagina.
Al fondo, una pareja de gays se besa sin pudor. Su cachondeo molesta a varios hombres que están cerca, más cuando el vagón se detiene por más de 10 minutos. Parece que podrían contagiarse de ese calor que esos dos jóvenes se profesan.
En esa espera, los que tienen la música integrada son los más afortunados. Van reventándose los tímpanos sin importarles el chisme sabroso que traen un par de señoras.
Por un momento, la luz desaparece. Esa breve oscuridad nos sobresalta a todos. Es un instante y continuamos el viaje. Preciosos minutos perdidos, llegaré tarde sin importar que hoy pude salir temprano. Empieza a dolerme la cabeza.
No quiero quedarme dormido, aunque mis ojos comienzan a arder y siento el peso en los párpados. El aire parece agotarse. La punzada en la cabeza se intensifica.
Quién fuera uno de esos que pueden reposar hasta el final. Con la cabeza sobre la ventana o en un hombro cercano. Qué importa conocerlo. De tripas corazón que a casi todos nos ha pasado.
Si tan sólo tuviera un libro, el periódico o, de perdida, El Libro Vaquero. La puertas se abren, una ola humana se dispersa y otra hace su arribo. Un viejo con bastón sube, manos temblorosas… qué ni me mire, voy bastante bien aquí.
Una señora se levanta. –Siéntese, ya voy a bajar.- La edad reposa sobre plástico.
Faltan un par de estaciones más…
Parpadeo, abro los ojos. 21:30. Me quedé dormido y pensé que habían sido unos minutos. Soy un pendejo.
Ni cómo avisarle a Martha, ya debe haberse ido del café donde quedamos de vernos. Tendré que aguantarme sus reclamos. Busco en mis bolsillos, nada. Miro en el suelo y lo único que encuentro, maltratada, sucia y pisada, es una estampa del Sagrado Corazón.
MAGDALENA CARREÑO. PERIODISTA, LECTORA COMPULSIVA, APASIONADA DE LA MÚSICA Y LAS ARTES PLÁSTICAS. CREO QUE LA LITERATURA ES EL MEJOR ESCAPE DE LA REALIDAD Y A LA VEZ, LA MEJOR FORMA DE ACERCARSE A ELLA. @NUITAILE
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