Por Pedro Paunero
Debido al reconocimiento obtenido por su libro The Mind of the South[1], que había sido publicado en febrero de 1941, Wilbur J. Cash se había hecho acreedor a la beca Guggenheim. Decidió entonces atravesar la frontera, partir a México, para escribir una novela sobre las condiciones de vida de los trabajadores en las fábricas de tejidos de algodón. Trataría la historia de toda una familia y abarcaría un considerable período de tiempo, desde el viejo esplendor sureño hasta el arribo del Siglo XX.
Pero Cash no sólo llevaba el éxito a cuestas y el deseo insatisfecho de escribir. La excitación, la agitación, la conmoción que le había causado el triunfo del libro le trastornó los nervios. Paranoico, la enfermedad tocaba tierra en su cabeza agotada. Se hundía.
Mi mente se ha cansado ya de trabajar sobre la mente… sobre la mentalidad de otros siendo la mía la más débil, pensó.
Era consciente de su estado así como de la guerra que atravesaba Europa y amenazaba a América. Sólo era cuestión de tiempo para que el continente se viera envuelto en el conflicto. Allá, fuera del hotel, más allá de la ciudad y de México, al otro lado del mar, la otra mitad del mundo estallaba en pedazos y sus llamas atravesarían el océano de un momento a otro.
Como a muchos otros extranjeros la altura de la Ciudad de México le afectó. Lamentó tener que soportar por seis meses el aire enrarecido, la respiración entrecortada y un miedo que aumentaba, durante el periodo que la Secretaría de Gobernación le había concedido.
Su estómago, tan delicado como su cerebro, no soportó lo que para él era un tipo de cocina exótica, cruelmente aderezada. Se iba a la cama, tras vomitar durante todo el día y, en los breves períodos en que salía a deambular por el hotel, no podía evitar mirar de soslayo a los otros huéspedes. Buscaba rostros, estudiaba los ademanes y los acentos e inflexiones en el idioma, en la manera de hablar de los demás extranjeros. Le parecía que susurraban, que hablaban por lo bajo, que le miraban y le señalaban.
Fue localizando uno a uno a todos los alemanes hospedados en el lujosísimo Hotel Reforma. Primero los evitaba, después los buscaba a propósito, provocaba encontrárselos en los pasillos o en la escalinata, sólo para saber dónde se encontraban y qué hacían. Tenía la idea de que, manteniéndolos a la vista, no podrían conspirar contra él y su mujer.
Despertaba sudando y gritando o pasaba la noche en vela, dando vueltas en la cama. Así sólo pudo escribir un artículo sobre México, Report from México, que no vería la luz de su publicación sino hasta varias décadas más tarde[2].
¿Cómo podré escribir, en estas condiciones, mi obra maestra? Se lamentó. Los artistas necesitan libertad para crear, saberse seguros, ajenos a las preocupaciones de los demás.
La paranoia rondaba su habitación como presencia indefinida. Acaso esas sombras de pies calzados debajo de la puerta, recortadas sobre la luz del pasillo, eran los de un espía pronto a derribarla y entrar. Los nazis se acercaban. Ya estaban ahí. Europa volaba en pedazos. Escuchaba pasos en los pasillos. Y era muy probable que aquellos que provocaran esos pasos lo estarían escuchando a él.
¿Y si llegaban hasta su cama? ¿Pero en realidad qué conspiración podía alcanzarle ahí, en ese hotel en México?
Los días anteriores, andando por las calles, los estridentes silbatazos de los policías mexicanos, que producían los sonidos más escalofriantes desde tiempos aztecas, se le clavaban en sus sienes.
Escuchaba aleteos en las ventanas de su habitación y, cuando se atrevía a acercarse y mirar, podía ver las sombrías nubes colgando sobre Chapultepec.
Los sueños entrecortados fueron poblándose de siluetas uniformadas. La GESTAPO acechaba entre los árboles de la Alameda, donde el ruido de una maquinaria infernal cedía, por fin, transformado en inocente gritería infantil. Pero ni siquiera los juegos de los niños, el girar de los rehiletes, el vuelo de un globo escapado al cielo, el jugueteo de alegres perros o el despreocupado paseo de las nanas con las carriolas le distraían. El vuelo de las palomas, la sombra aérea de los pichones, amenazaba como los aviones en un raid cuando las aves emprendían el vuelo. Intentaba quitarse de encima sus sombras rápidas y grises y quemantes. Se sacudía las ropas, dando alaridos. Pero la sombra ya había pasado, dejando atrás la frágil geografía de su cuerpo. Se tranquilizaba. Respiraba otra vez. Se iba caminando después, aprisa, aprisa, mirando sobre los hombros, deteniéndose antes de doblar alguna esquina.
Este país simpatiza con los nazis... este país simpatiza con los nazis, este país simpatiza con los nazis, este país simpatiza con los nazis…
El 30 de junio de 1941 la puerta de la habitación pareció aún más frágil. Esa noche abrió los ojos. Supo. La espera llegaba a su fin. Dejó la cama. Se movió en la oscuridad, rozando con los dedos los objetos. Buscó, rebuscó en un cajón. El cuchillo parecía un relámpago cuando cerró los dedos para asirlo, ligero y confortante y así de ardiente. Lo había robado del comedor unas horas antes.
La mujer de Cash despertó, sorprendida, y trató de calmarlo. Cash se dirigió a la puerta y se puso a escuchar. Le dijo a ella, en voz baja y con señas, que no hiciera ruido. Pero tampoco escucharon ningún tipo de ruido detrás de la puerta. Luego se precipitó por el cuarto, buscando detrás de las cortinas y debajo de la cama, blandiendo el cuchillo y murmurando incoherencias.
-No hay nazis -le dijo ella, tratando de que él no percibiera el pánico en su voz-, están al otro lado del mar… Como la guerra misma.
–Tú lo has leído en el periódico… han cogido a 32 espías en Nueva York.
Temblaba cuando ella lo devolvió a la cama y le quitó el cuchillo de las manos y él la dejó hacer. Pero desde la orilla de las sábanas, como al filo de la misma noche, Cash escuchó la llamada.
Ella debía saber… ¡Comunistas y alemanes… les vimos por la calle… México se torna rojo, México también coquetea con los fascistas…! ¡El país es una olla dónde las aguas hierven, se agitan… México no sabe qué camino escoger…!
Al teléfono el médico sonaba distante. Le dio cita para el día siguiente. Luego ella se acostó, mirándolo a su lado, confortándolo, acariciándolo. Él le dio la espalda y recogió las piernas, se quedó así, en posición fetal y ella estuvo mucho tiempo abrazándolo desde atrás. Pudo más el cansancio y la ruptura de la noche y ella se durmió. Así, Wilbur, solo y arrojado a las playas de la realidad, echó mano de lo primero que encontró para solucionar el problema angustioso.
En esa otra orilla jamás le alcanzarían. Escogió con cuidado. La última corbata le pareció resistente. Se tomó tiempo para elegir de entre las otras puertas el dintel de la puerta del baño. Debió escuchar que los agentes secretos forcejeaban con la cerradura, con el picaporte, debió escuchar que ya abrían la puerta de la habitación, esa noche entre dos realidades, cuando su cuerpo fue arrojado a la orilla más lejana. Cuando se dejó caer.
Once días después el ex embajador estadounidense en México, Josephus Daniels, pidió al canciller mexicano la pronta detención de tres ciudadanos alemanes acusados de dirigir una red de espionaje nazi en el país. Las detenciones nunca se llevaron a cabo.
Varios meses después del suicidio de Wilbur J. Cash y con la llegada a la Presidencia de la República de Manuel Ávila Camacho, México declaró la guerra al Eje Berlín-Roma-Tokio, tras el supuesto hundimiento de varios barcos petroleros por parte de submarinos nazis. Era el año 1942.
[1] The Mind of the South es un ensayo sobre los aspectos sociales, históricos y culturales de los estados sureños de la Unión Americana, fue editado por Knopf y escrito por Cash a partir de un artículo de su autoría publicado en American Mercury en 1929.
[2] En 1967.
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