Por Gabriela Pérez
Juan del Oso ata sólidamente la soga bajo sus brazos. Baja al fondo del pozo. El agujero se hunde verticalmente en la tierra; él no percibe el fondo. Las paredes son viscosas y algunos murciélagos huyen sigilosamente en la oscuridad.
El descenso dura tres días.
Al cabo del tercer día, su báculo topa el fondo de la tierra. Se libera de la soga. Da algunos pasos en la inmensa caverna donde acaba de llegar.
Una gran pila de huesos cubre el suelo. Camina en medio de los cráneos.
Entra en un castillo en medio de la gruta. Camina, pero sus pasos ya no suenan..
Juan arroja su cayado en el suelo de mármol: el ruido es de una pluma de pájaro que cae en la nieve. Comprende enseguida que este castillo es la morada donde los sonidos no pueden nacer. Alza la mirada hacia un gato gigantesco tallado en calcita, en vidrio luminoso, en cristal. En la frente del gato un carbunclo resplandece en la oscuridad.
Por doquier hay árboles cargados de manzanas de oro que rodean una fuente muda: el agua brota y cae sin que nadie la escuche. Sentada en el borde de la fuente, una joven, bella como la aurora, peina su cabellera con un creciente de luna. Juan del Oso se aproxima, pero ella no lo ve. Los ojos de la joven siguen irresistiblemente clavados en los fuegos del carbunclo que hechiza el lugar.
Juan quiere hablarle: plantea su pregunta. Pero su pregunta no se escucha.
“La mujer está embrujada –piensa Juan del Oso – y voy a enloquecer en este silencio de muerte.”
Entonces Juan alza su cayado de cuarenta quintales, lo blande y asesta un fuerte golpe en la cabeza del gran gato de cristal. Todas las estalactitas se quiebran y emiten el canto más bello del mundo. La fuente murmura. Las losas resuenan. Las hojas susurran en los ramajes de los árboles. Las voces hablan.
Hay quien duda de la audición sombría. Hay quien cree que las quimeras de un mundo ensordecido a eso que llamamos realidad, son un litigio. Solemos todos tener la sensación de recordarlos. Pero la remembranza es una narración, como la experiencia que trae el sueño. Sólo somos un conflicto de relatos.
¿Qué pesa más, el nuestro, el que nos conviene, o el que vivieron todos los demás?
Hace miles de años los hombres, con sus antorchas elaboradas a partir de la grasa de las presas muertas, y desolladas antes de curtir sus pieles, penetraban espacios como el de Juan, completamente entenebrecidos. Ellos, valiéndose de la luz de esas antorchas, decoraron esos rincones condenados hasta entonces a la noche perpetua.
¿Será que el arte visual presenta un vínculo con los sueños, que también son visiones oscuras? ¿Vive en aquellas primeras imágenes con muerte de presas, la música? ¿Cantaban aquellos hombres al pintar?
Esas cavernas no son santuarios de imágenes. Esas grutas -estoy segura- son instrumentos de música cuyas paredes fueron decoradas. Son resonadores nocturnos fueron pintados de un modo nada usual en lo invisible. Son cámaras de eco, y el eco determinó la elección de las paredes decoradas y la ubicación de las decoraciones. El eco es el lugar del doble sonoro. Las pinturas rupestres empiezan donde se ve el color negro. El eco es el guía en la oscuridad muda donde penetran y se buscan imágenes. El eco es la voz de lo invisible. Durante el día no veo a ese amor muerto, a ese hombre que admiré y amé tanto al mirar la silueta que dibujé con mi antorcha hecha de la grasa de mis presas. Pero lo veo en la noche, en mis sueños.
En el eco el Emisor es inhallable. Lo visible y lo audible juegan a las escondidas.
He estudiado que las visiones nocturnas son más suaves si se siguen las propiedades acústicas de algunas paredes. Todo espacio de ecos es un templo.
Los alientos de los muertos sobreviven difícilmente, dormidos, terrosos, cubiertos de plumas, tan desdichados como los «pájaros nocturnos que habitan las cavernas». Cuando los ojos no ven los ojos desean. La voz que llama a los muertos no logra hacerse oír por ellos, sólo los nombra. Sólo puede llamar al dolor a aquellos que están privados del que amaron. Todo Dios sangra en la sombra. Sólo sangra en la audición y en la noche. Fuera de la noche o de las grutas, resplandece.
De niña, cantaba. Luego mi Voz se quebró. Pero sobrevivió, sofocada y perdida. Me sumergí apasionadamente en la mi música, la que sólo yo escucho completa y ergo sólo entiendo yo. Muero a la infancia y renazco mudada en mujer-animal, en cazadora pero tristemente también en presa. Todo en una sola metamorfosis.
¿Qué es un héroe? No es el que vive ni el muerto. Es el que penetra en otro mundo y regresa. Es quien vuelve a salir de la caverna, del hocico animal que engulle, despedaza, hiende y regurgita en la luz solar. La muerte tiene hambre. Pero la muerte es ciega. Cuando es de noche los muertos sólo pueden reconocer por la voz. En la noche la detección es acústica. Mi noche avanza, y su oído se agudiza.

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