Gracias a la Brigada para Leer en Libertad les presentamos un adelanto del libro Un dólar al día, del italiano Giovanni Porzio, que se presenta el Viernes 14 de octubre a las 18:00 hrs. en el Foro Bertolt Brecht de la Feria Internacional del Libro del Zócalo, con la presencia del autor y de Federico Mastrogiovanni.
Destinos cruzados
Tal vez los hayan visto en la televisión. De paso, por unos momentos, entre las declaraciones del primer ministro de turno y una noticia sobre la moda. Comentario hosco y material de archivo, no demasiado crudo ni demasiado de cerca, para no herir la sensibilidad de las familias.
Pero la tv es aséptica.
En los talk shows no llega el olor de la orina y del vómito, el olor del líquido fecal, la podredumbre de la tierra húmeda de las fosas.
No se escuchan los gemidos, las invocaciones, las lamentaciones ahogadas, el zumbido de las moscas, el hedor de la muerte. La sangre coagulada que se aferra a los zapatos.
En vivo, de los vivos, es otra cosa. El estómago se contrae y la saliva se reseca: su sabor es amargo. Te quedas en silencio, petrificado, inútil, impotente. Te rescatan las glándulas suprarrenales con una sobredosis de adrenalina: llegan descargas en oleadas, hormigueando en las venas.
He visto cientos de ellos. Muertos por hambre, guerras, enfermedades. Bebés, jóvenes, viejos. Niños palestinos y niños israelíes, iraquíes e iraníes, afganos y pakistaníes, indios, indonesios, nigerianos, somalíes, sudaneses, ruandeses, congoleses, colombianos, haitianos, libaneses, etíopes, eritreos, liberianos, sudafricanos, argelinos, libios, chechenos, serbios, albaneses… Una masacre. Una masacre sin fin.
¿Pero a quién le importa? No los mencionan ni siquiera los periódicos, cansados de noticias funestas. Y la gente prefiere no saber: reina la indiferencia.
Sin embargo deberíamos saber que en un mundo globalizado nuestros destinos se cruzan. Que las economías de Asia, Europa y las Américas son interdependientes. Que las variaciones del curso del euro, del petróleo y de las materias primas afectan a nuestro estilo de vida. Que los flujos migratorios causados por los conflictos, el hambre y el desarrollo desigual están transformando la sociedad en la que vivimos. Los indicadores macroeconómicos son alarmantes.
Los países pobres (2.4 billones de personas) son exportadores de sólo el 2.4 por ciento de los productos globales, mientras que el 0.13 por ciento de la población del planeta controla una cuarta parte de los recursos financieros mundiales. El veinte por ciento absorbe el 76 por ciento del consumo privado y produce el 75 por ciento del ingreso mundial. La brecha entre el norte y el sur del mundo sigue ampliándose, alimentada por el aumento de los costos de energía y del precio de los alimentos, por la crisis financiera internacional y el crecimiento desequilibrado de los sistemas de producción. El consumo de petróleo, materias primas y recursos naturales de un europeo o un estadounidense promedio es 32 veces mayor que el de un ciudadano de Kenia o de Bangladesh.
Un billón de personas no sabe leer y escribir. Mil quinientos millones de habitantes de la Tierra, según el cálculo del Banco Mundial, vive con un dólar al día.
Más de tres billones —casi la mitad de la humanidad— con menos de 2.5 dólares.
Pero las estadísticas no dicen nada. O al menos no lo suficiente.
El concepto de one-dollar-a-day —escribe el antropólogo Albert Salza en Nada— es engañoso: las matemáticas de los pobres funcionan para conjuntos difusos, según la lógica interna de sistemas complejos… El enfoque cuenta-dinero que usa el Banco Mundial para determinar la línea de pobreza no puede incorporar las dimensiones claves de mínimo de vida digna, como la expectativa de vida, la capacidad de leer y escribir, la comunicación con los demás, los bienes públicos, la seguridad personal y familiar, la libertad.
La pobreza, la marginación y la violencia son parámetros fluidos. Varían en relación con el entorno cultural, con las latitudes, con la percepción social. La indigencia en un contexto urbano es a menudo más degradante que la miseria rural. La relativa seguridad de un campamento de refugiados no compensa la pérdida de la dignidad y de las raíces.
Es sobre la base de estas consideraciones que el economista paquistaní Mahbub ul-Haq y el filósofo indio y Premio Nobel de Economía Amartya Sen han concebido el índice de desarrollo humano (IDH), utilizado desde 1990 por el PNUD para formular los informes anuales de desarrollo humano (HDR): los parámetros evaluados no se limitan al ingreso per cápita sino también toman en cuenta la esperanza de vida al nacer y el acceso a la educación. Sen, en particular, ve el desarrollo como un proceso de expansión de las oportunidades reales de cada individuo a vivir la vida según sus propias expectativas y en libertad.
Medir la pobreza únicamente en base a los ingresos presupone que la indigencia equivale a la falta de bienes materiales y que la solución está en estimular la economía de mercado; cuando el aumento de la riqueza material no está necesariamente relacionado con un mayor bienestar.
Las consecuencias de la globalización y del cambio climático, los dos fenómenos que más profundamente marcan el inicio del tercer milenio, involucran a toda la especie humana, pero afectan de manera diferente según las áreas geográficas y el grado de desarrollo económico y social.
Desde Asia hasta América Latina, la liberalización del comercio y la inversión ha creado millones de puestos de trabajo y reducido la tasa general de pobreza: del 42 por ciento de la población mundial en 1990 al 25 por ciento en 2005. En dos décadas los pobres disminuyeron de 1.8 billones a 1.4: un cálculo efectuado actualizando el viejo parámetro del Banco Mundial adoptado por la ONU, el parámetro de un dólar al día, con el estándar más apropiado de un dólar y 25 centavos (¡sic!), que toma en cuenta la evolución de los precios de la canasta básica y las diferencias en poder adquisitivo en 146 países en vías de desarrollo.
En los países asiáticos más globalizados la tasa de pobreza bajó de ochenta por ciento en 1981 al dieciocho por ciento en 2005. Mientras que en el África subsahariana, separada del tren de la economía mundial, se ha mantenido estable en alrededor del cincuenta por ciento. El crecimiento espectacular de China comenzó con la política de “puertas abiertas”, inaugurada en 1978 por Deng Xiaoping. El auge de la India fue estimulado por las reformas que, desde 1991, han aligerado el peso del estado y la burocracia. Y en pocos años el pequeño emirato de Dubai se ha convertido en uno de los principales centros financieros del planeta.
Pero las economías impulsadas por las exportaciones están sujetas a los cambios repentinos del mercado. Y los países emergentes, grandes consumidores de materias primas y energía, sufren las consecuencias de la crisis económica no menos que las naciones industrializadas. Aunque China, la “fábrica del mundo”, ha superado casi indemne el desplome de las bolsas de valores y la recesión de 2008-2009, manteniendo altos niveles de crecimiento, de diez a veinte millones de trabajadores —de un total de 140 millones— han perdido sus empleos y sesenta mil industrias quebraron sólo en la provincia de Guangdong.
En Asia, por lo menos 300 millones de personas se han precipitado al límite de la línea de pobreza.
Los beneficios de la globalización, por otra parte, recaían injustamente y en forma desigual incluso antes de la crisis del mercado. Los precios de los alimentos, el arroz y el trigo, seguían aumentando mientras que los salarios promedio se mantenían firmes o aumentaban en medida insignificante en comparación con el crecimiento del PIB. La riqueza producida se concentraba en pocas manos: las de especuladores de bienes raíces, magnates de la finanza, de las multinacionales de energía y de las materias primas, de los jefes de negocios y del agro-business. En la India, entre 1995 y 2005, según un estudio realizado por el National Council of Applied Economic Research, el índice de desigualdad de ingresos en las zonas urbanas aumentó en un quince por ciento. Y aunque en la India la tasa de pobreza disminuyó en porcentaje, en términos absolutos el número de indigentes pasó de 436 millones en 1990 a 456 en 2005, representando el 42 por ciento de toda la población.
El hecho de que el número de niños desnutridos sigue aumentando incluso en épocas de crecimiento económico y precios relativamente bajos —dice el director general de la FAO, Jacques Diouf— demuestra que el hambre es un problema estructural. Está claro que el crecimiento económico, aunque esencial, no es suficiente para eliminar el hambre dentro de un periodo de tiempo aceptable.
En 2009 en al menos treinta países se desataron violentos disturbios debido a la vertiginosa subida del precio del arroz, la harina y los productos derivados. Los hambrientos del mundo alcanzaron la cifra récord de 1’023,000,000 mil millones, bajando el año siguiente a “sólo” 925 millones.
Según la Unicef, el hambre y las enfermedades relacionadas con la desnutrición matan a más de 26 mil niños al día: uno cada 3.5 segundos.
Las causas de la inflación de los alimentos son múltiples: el crecimiento natural de la población (somos 6,7 billones: seremos nueve mil millones en 2050), el aumento del precio del petróleo, las malas cosechas, la sequía, la insuficiencia del almacenamiento, la falta de inversión en agricultura, la especulación financiera, la creciente demanda de carne en los países en desarrollo y la conversión de grandes extensiones de tierras de cultivo, sobre todo en Brasil y Estados Unidos, para la producción de biocombustibles.
La decisión que el Presidente George W. Bush tomó en 2006 de promover la producción de etanol para automóviles tuvo efectos desastrosos: los cultivos de trigo y soya se han desplomado porque los agricultores han preferido sembrar maíz subvencionado para biocombustibles en lugar de granos comestibles. Además, al menos una tercera parte de la cosecha mundial de cereales no se destina al consumo humano sino al ganado, en una cadena alimentaria que —dado el creciente apetito de carne en países como India y China— es un patrón aberrante de despilfarro y de ineficiencia:
para producir un kilo de carne se necesitan diez kilos de cereales y decenas de miles de litros de agua.
El ganado por sí solo es responsable del dieciocho por ciento de las emisiones de dióxido de carbono en el planeta.
Cuando el barril de petróleo aumenta, se alienta a los agricultores a plantar maíz para etanol, empujando hacia arriba el precio del arroz y otros granos en el mercado internacional. En los estados débiles, los efectos son inmediatos. En Senegal, por ejemplo, los trece millones de habitantes consumen en promedio seiscientas mil toneladas de arroz al año: casi todo importado de Asia a precios competitivos en comparación con el arroz local. Cuando en 2008 los precios se dispararon y los países asiáticos bloquearon las exportaciones, Senegal se encontró de repente en la condición de no poder satisfacer la demanda interna.
El debate entre los científicos sobre las causas del cambio climático y la verdadera magnitud del efecto invernadero está todavía abierto, pero nadie puede negar el impacto en el ecosistema terrestre, resumido en el informe anual del PNUMA, el programa del medio ambiente de las Naciones Unidas.
El hielo ártico se ha reducido en más del treinta por ciento desde 1979, fecha de inicio del monitoreo satelital. Desde 2007 el Paso del Noroeste, al norte de Canadá, es sin hielo durante el verano y en el año 2008 se abrió un canal navegable también a lo largo de las costas árticas de Siberia: con toda probabilidad los dos pasos no estaban abiertos simultáneamente desde hace cien mil años, antes de la era de hielo pasada.
El hielo de Groenlandia se está derritiendo a un ritmo de más de cien kilómetros cúbicos por año;
la tasa de disolución del pack de hielo de la Antártida occidental ha crecido un sesenta por ciento entre 1996 y 2006 y la de la Península Antártica de 140 por ciento.
Estimaciones del resultante aumento del nivel de los océanos varían de un mínimo de dieciocho centímetros hasta un máximo de dos metros antes de final del siglo. Un aumento de un metro provocaría el éxodo de las zonas costeras de aproximadamente cien millones asiáticos, catorce millones de europeos, ocho millones de africanos y de latinoamericanos.
El derretimiento, además, multiplica el efecto invernadero y la contaminación ambiental. Al derretrise el hielo, se liberan grandes cantidades de metano, pesticidas, contaminantes orgánicos e inorgánicos. El permafrost siberiano contendría más de quinientos mil millones de toneladas de carbono que, si se libera a la atmósfera, incluso parcialmente, aceleraría significativamente el calentamiento global. Otros peligros son: la erosión de los glaciares de las cadenas de Himalaya y de Hindu Kush, que están en riesgo de comprometer el flujo de agua estacional del que depende la supervivencia de un billón de personas; la disminución dramática de la biomasa marina, diezmado por la pesca industrial intensiva e indiscriminada;
la incesante deforestación, que reduce la capacidad de absorción natural de CO2 y comprime el hábitat del que toma sustento, en parte o en su totalidad, el 90 por ciento de la población pobre en el mundo.
A principios del siglo XX la extensión de manglares de la cuenca del Irrawaddy superaba 240 mil hectáreas: hoy existen 48 mil. Indonesia, en medio siglo, ha perdido veinticinco por ciento de los bosques.
Cada año se corta el seis por ciento de los árboles en la Amazonia y en el mundo desaparecen trece millones de hectáreas de bosques, una superficie equivalente a Gran Bretaña.
La selva amazónica también está amenazada por el cambio climático: el Centro Hadley de Exeter, uno de los más respetados institutos de investigación científica sobre el calentamiento global, ha calculado que un aumento de la temperatura de dos grados causaría la destrucción de cuarenta por ciento de los árboles; y que el porcentaje aumentaría al 75 por ciento con un aumento de tres grados.
En África, donde la deforestación (cuatro millones de hectáreas al año) está avanzando a un ritmo de dos veces el promedio mundial y donde la tasa de crecimiento demográfico es el doble (2.32 por ciento, con un pico de 4,8 por ciento en Liberia: récord del mundo), el efecto de la erosión del suelo, la desertificación, el uso combinado de abonos y fertilizantes químicos y agricultura “tala y quema” ha dañado gravemente el 65 por ciento de tierra cultivable. Y si en 1950 los agricultores africanos podían contar con 13,5 hectáreas per cápita, en el 2005 sólo tenían 3,2 hectáreas, que en 2050 será reducidos a una hectárea y media.
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