Por Pedro Paunero
(Parodia greco-mexicana sobre la obra
“Alejandro, o el falso profeta” de Luciano de Samosata[1])
Frente al mar, Luciano de Samosata escribe sobre un papiro augústico[2], apoyándose en una tabla lisa sobre las rodillas, sentado sobre una roca, recordando. Sus memorias le traen oleadas de enojo y amargura pero también algunos momentos divertidos; sumerge el cálamo en el recipiente de la tinta y el olor vinoso[3] que desprende, al humedecer el papiro, se mezcla con el aroma del mar, reconfortándolo por momentos breves durante los que levanta la mirada y ve alguna barca perderse a lo lejos, sólo para volver a la tarea que se ha impuesto de inmediato.
“Mi querido Celso, como tú bien sabes, odio a los impostores, embusteros y soberbios y a toda la raza de los malvados, sean “popolíticos” o religiosos, por lo cual atenderé a tu pedido de dar por escrito la historia de Alejandro de Abonótico[4] y la relación de sus invenciones, fraudes e imposturas para edificación futura. Te la dedicaré a ti, que conoces de primera mano lo pernicioso que pueden ser los fanatismos religiosos, ya que tú mismo has desenmascarado a los cristianos[5] que tratan de acabar con el mundo clásico y se hacen ejecutar fácilmente en la Arena, en medio de ataques histriónicos e histéricos[6]; y esto me recuerda a ese otro impostor, Peregrino Proteo[7], quien primero vivió entre ellos, pasando por cristiano y luego por filósofo cínico para ser echado por los unos y los otros, pues no buscaba otra cosa sino la conveniencia y las riquezas. Ese cerdo parricida, puso delicada y amorosamente los dedos alrededor del cuello de su padre, hasta que el viejo le enseñó la lengua desdeñosa, pero ya era demasiado tarde para desdenes; luego, el tal Peregrino donó su fortuna a su pueblo sólo por ganarse a sus habitantes y se hizo expulsar de Roma, atacando sus ciertos excesos sólo por cobrar celebridad y anunció que se inmolaría en una pira durante los Juegos Olímpicos para volverse infame. Así lo hizo. Doy fe de ello, pues yo estaba ahí cuando subió voluntariamente a la pira (debemos reconocer que los tenía bien puestos) y se quemó vivo… Provocando que el estadio y las gradas apestaran con sus fofas carnes quemadas hasta bien entrada la noche, el muy truhan.
Luciano levantó la cara y arrugó la nariz, olisqueando el aire como un perro, luego hizo un gesto de asco. Un acre olor a excrementos humanos le inundó la nariz. “¡Malditos turistas!” -exclamó-, “¡Y eso que es una playa privada!” Se levantó, caminó varios pasos y se sentó sobre otra roca antes de continuar.
“La vida de Peregrino y Alejandro no carecen de puntos en común y sólo se debe recordarlos para injuriarlos como lo que fueron: dos inmundos charlatanes. Haciendo a un lado las inmensas cantidades de mierda que dejó este hombre me avergüenzo por ti, que me pides tal tarea, y de mí que a esta me entrego, pues esta criatura cenagosa bien debería olvidarse o ser recordada tras haber sido expuesta en un escenario teatral dónde monas y zorros lo despedazasen ante el gentío.
-Señor Zorro, pase usted.
-De ninguna manera, Señora Mona, sus uñas son más largas.
-Es que no quiero dañármelas con la carne putrefacta de ese mentiroso.
-Ni yo enmierdarme los colmillos…
-¡Oh que la…! ¿Entonces para qué estamos aquí?
-Está bien, ambos a la una… a las dos… a las…
“Y que dieran cuenta de este hasta no dejar sino jirones de su carne pestífera a colmillazo y desgarre limpio. Te diré que Alejandro, físicamente, no carecía de belleza; era alto, de piel muy blanca, llevaba una peluca que bien disimulaba sus ralos cabellos, usaba barba cerrada y elegante, estilo hipster condechi, ojos brillantes con destellos sobrehumanos (yo tengo para mí que solía tragarse alguna pastillita de esas que hacen ver lucecitas o se metía algo líquido y blanquito directo a la vena y por eso se les veían los ojos así). En fin, el sujeto este, con lo deleznable, era toda una figura pop.
“Te hablaré de su juventud. No es que me crea yo de chismes ¿eh? Sino que he acudido a las fuentes más confiables y, he aquí que Alejandro, cuando chavito, sacaba provecho de su belleza yéndose con el primero que bien le pagara. ¡Neta, no es cuento! Uno de esos días en que andaba sin un óbolo en las alforjas lo ve un tipo que era médico pero también embaucador, pues dizque hacia pócimas de amor, pero tan sólo era diestro en sonsacar herencias y en engañar ancianos, haciéndoles creer que podía resucitar pájaros muertos. En todo caso lo tomó como discípulo, sirviente y amante. El amo de Alejandro era originario de Tiana, la tierra de ese otro que muchos han llamado mentiroso, y que es Apolonio[8]. Cuando el maestro y dueño se le hubo muerto, Alejandro, de quien el de Tiana se había llevado la juventud de tanta usarla, se encontró jodido y sin un quinto. Pronto se asoció a un tal Coconas, practicando supuestos actos de magia y adivinación y yendo por lo ancho del mundo conocido hasta que dieron con una mujer de Macedonia, rica pero sola, es decir toda una solterona, o sea una quedada, como dicen por ahí. A esta mujer, necesitada de amores, ambos la hicieron feliz… por algún tiempo. Le sacaron toda la lana que pudieron mientras le duró, la abandonaron luego y se echaron a andar como perros callejeros. Se percataron de una de las costumbres a que se daban las mujeres macedónicas, que consiste en jugar con serpientes. ¿Recuerdas lo que se dice de la reina Olimpia, madre de Alejandro Magno?[9] Bien, pues todas ellas son herederas de su culto y pisan, manosean y hasta dan en amamantar a sus serpientes de una teta mientras de la otra maman sus hijos, sin que las culebras las muerdan. A tal grado han domesticado a esos bichos en su país. Tenemos pues que nuestros grandes chapuceros compraron por unos pocos óbolos una de esas culebras, grande y muy lustrosa. Todo un ejemplar digno de ser incautado por la Profepa.
“Este par de bribones habían comprendido que dos son los factores que tiranizan las vidas de los hombres: el miedo y la esperanza y que media entre estos el ansia por anticiparse al futuro. Se acordaron del oráculo de Apolo en Delfos y lo rico que era y cómo, los que desean saber el porvenir, son capaces de entregar hasta ladrillos de oro a la pitonisa en afán de obtener un augurio favorable. Alejandro le propuso ir a Paflagonia pues tenía por estúpidos y crédulos a sus compatriotas, de quienes decía que ven a un vendedor ambulante del Metro con un mono que toca el tamborcito y dice adivinanzas y toman por profeta al mono, mientras todos se quedan con la boca abierta como idiotas. Partieron primero a Calcedonia donde enterraron unas láminas de bronce al pie del templo de Apolo, en las que se anunciaba la pronta llegada de Esculapio a la casa de su padre, es decir, al templo en construcción en Abonótico. Pues bien, algún imbécil crédulo de esos dio con las láminas y el resto de los pobladores se lo tragó todo y ahí los tienes, levantando un templo más rápido que a un centro comercial. Mientras tanto, el otro embaucador se había quedado en Calcedonia, dando oráculos falsos y rodeado de serpientes, supuestamente sagradas, hasta que uno de los engañados por él trató de matarlo por mentiroso, al haberle dado un oráculo incumplido pero, al llegar al sitio dónde Coconas decía sus embustes, lo encontró muerto. En una ironía, el Coconas este había fallecido por la mordedura de una de las serpientes que lo rodeaban y que le habían proporcionado ganancias para bien vivir.
“Llegó, pues, Alejandro, con los cabellos rizados (era una peluca como ya te dije), y con una túnica purpúrea rayada de blanco, con una manta blanca sobre los hombros y una espada curva como la del héroe Perseo. Los pafaglonios lo miraban boquiabiertos y aquél les soltó sin miramientos:
Descendiente de Perseo, al querido Apolo,
Yo, retoño de Poladiro, como divino Alejandro,
Me presento.
“Muchas, de entre las vecinas, lo reconocieron y empezaron a darse codazos y a murmurar entre ellas:
-Oiga comadre ¿qué no es el hijo de la tipa aquella que cobraba medio óbolo por cabeza?
-¡Sí, de esa que dejó preñada el tal Poladiro que vino aquí sólo por la fama que tenía de revuelca sábanas!
-Pues mírelo nomás ¿quién iba a decir que iba a llegar tan lejos el chamaco?
“Alejandro se llevaba la mano a una taleguita que traía oculta y sacaba pedacitos de raíz de membrillo –o una pastillita anti ácido-, que se metía en la boca, muy discretamente y se ponía a masticar, lo que provocaba que echara espumarajos por la boca mientras soltaba sandez y media que todos tomaban por augurios y predicciones.
-¡Muy pronto un dios nacerá de entre ustedes, oh, dichosos paflagonios!
-¡Chale, chale! ¿Neta, Señor Alejandro? Mire que ya estamos hartos de políticos mentirosos y profetas, que para el caso viene a ser lo mismo.
-¡Ohhh, tú cállate y espera!
“Alejandro se fue a su casa, donde preparó la segunda parte de su asqueroso plan. Confeccionaba todas las tardes una cabeza de serpiente, hecha de tela, con pelo humano y cerdas de caballo, con lengua bífida y rostro humano a la par que mimaba y alimentaba con cuidado a la serpiente macedónica real. Fue al mercado y compró huevos de ganso. La gente que lo reconoció lo señalaba pero no se atrevían a acercársele. Llegó a casa y vació uno de los huevos. Después, se sentó a esperar, viendo cómo pasaban las lluvias, desesperado por no encontrar el momento idóneo para aparecer en escena con toda su parafernalia.
“Por fin, una noche bajó a los cimientos abiertos del santuario, que estaban anegados, y este animal metió ahí las patas, hasta las rodillas, depositó en un hueco lodoso al huevo, en el que había metido una culebra recién nacida, y al que le había tapado el agujero con cera y albayalde. Cuando amaneció, cubierto tan solo con un cinturón bordado de oro, que apenas le cubría como un taparrabos el trasero y muy poco por delante, con la peluca desgreñada y esgrimiendo la espada, subió a una especie de altar y se puso a felicitar al pueblo, dando gritos:
-¡Oh, pueblo, oh, gente, dichosos sean ustedes a quienes ya había anunciado que les nacería un dios, pues hoy es el día señalado!
“El tipejo este se hace bajar por dos hombres, que lo ayudaron entre fascinados y temerosos, al agua estancada, mientras el cinturón se le movía de lado y enseñaba impúdicamente todo, al público atontado. Pide una copa pero, por supuesto, nadie lleva alguna, así que alguien corre a su casa y se la lleva. El charlatán mete la copa en el agua y saca el huevo de su agujero.
-¡Oh, dios, ven, ven a favorecer a esta ciudad! ¡Oh, barbar, bar Apolo, barbar Esculapio, bar, bar, bar![10]
-¿Qué dice?
-No sé, esto debe ser cosa de dioses, lo único que entiendo es que Esculapio y Apolo van juntos al bar o algo así…
-¡Barbarbarbarbar!… ¡He aquí a Esculapio!
“La gente no se lo puede creer, es decir, no puede creer que haya sacado un huevo del agua y que, encima, es decir, adentro, lleve a Esculapio. Así que se quedan de a seis, como se dice vulgarmente. Alejandro rompe el huevo y todos observan claramente la culebrilla esa, y cómo se le enrosca entre los dedos.
-Pues yo vendo gansos en la plaza… y ese me parece un huevo de gansa. Es más, me parece que vi a este güey comprando huevos la vez pasada.
-¡Tú cállate! ¿No te das cuenta que no siempre pasan estas cosas en el pueblo? Es probable que con este dios aumente el turismo. Cosa que a ti y a mí nos conviene.
“Y prorrumpen en gritos y vivas y algunos, histéricos, lloran y aclaman a ambos –a Alejandro y a la culebrilla-, y se les acercan y empujan y quieren tocarlos, y les piden ser ricos o guapos, y las golfillas de siempre tener más amantes, y los rabo verdes poder gozar de ellas porque aún no se inventaba el Viagra.
-Vayan por toda la Tierra a dar la buena nueva del dios que ha nacido –les dice-, los esperaré en mi casa, que convertiré en santuario, dentro de siete días.
“Y allá va toda esa bola de estúpidos a esparcir la noticia. La ciudad, que no era precisamente turística, tuvo ocupación hotelera a full, como bien comprenderás, querido Celso, con todo y reventa de boletos y oportunistas que vendían aguas frescas afuera de la casa del falso profeta. Por fin, llega el día esperado, los sirvientes abren las puertas de la casa de Alejandro y este recibe a los cientos de peregrinos esperanzados y atónitos, en una cámara oscura en medio de la cual yacía, sentado, con una túnica larga que ocultaba la también larga serpiente macedónica enroscada en su cuerpo, y cuya cabeza tenía metida en el sobaco mientras por debajo, cerca del ombligo, le sobresalía la cola. La cola de la serpiente, quiero decir… El tipejo tenía muy bien preparado su teatrito; había colocado la cabeza de tela del culebrón, saliéndole por el lado derecho del cuello, y tirando de las cerdas de caballo, la cabeza abría la boca y enseñaba la lengua bífida.
“Los asistentes se preguntan cómo es posible que la culebrita haya mutado tan pronto en culebrota. La cámara llegó a estar tan atestada que se sentía un calor que ni Hades conoce, algunos se desmayan y a otros se les permite tocar, de manera fugaz, la cola de la serpiente, antes de ser despachados precipitadamente por la salida del lado opuesto por donde entraran.
-¡Soy Glicón, nieto de Zeus, luz del Hombre! –exclama Alejandro y su dios falso ya tuvo nombre.
Andaba yo ese día en Abonótico y se me ocurre entrar a presenciar en persona toda la farsa. Una mujer, delante de mí, temblaba sin parar.
-¿Qué es lo que le pasa, buena mujer? –le pregunto.
-Que jamás he estado en presencia de un dios vivo… ¡y tengo miedo!
-Para mí que aquí hay gato encerrado… o, mejor dicho, culebra –le dije.
-¡Oh, no blasfeme, no blasfeme!
“Cuando llego ante Alejandro no puedo dejar de notar la cabecita de serpiente falsa, a la que se le notaba a leguas que estaba hecha de tela pintada.
-¡Oh, divino Glicón, serpiente con peluca, yo deseo saber…! –Comencé, fingiendo que le hacía reverencias pero el embaucador no me permitió terminar.
-¡Luego, hijo, luego, los dioses también sufrimos el cansancio! En siete días habrán de traerme sus preguntas escritas en láminas enrolladas que sellarán con hilo encerado, yo me encargaré de bajar las láminas al templo y, por un procedimiento misterioso que sólo Glicón conoce, sin abrir los rollos, encontrarán las respuestas escritas debajo de sus preguntas.

“El sujeto nos hace salir entonces de su casa y yo, que me quedo con un palmo de narices, me pregunto qué va a hacer en seguida, aunque para alguien entendido en ardides no es difícil averiguar los métodos que usaba para quitar los sellos de cera, desenrollando las preguntas, volviendo a poner los sellos y ofreciendo respuestas inventadas. Todas estas técnicas te las puede confesar, en secreto, cualquier mago profesional que se precie y, reconozcámosle que como su conocimiento de las hierbas medicinales era legítimo, recetaba tal o cuál ungüento o brebaje, en ocasiones con buenos resultados, o aconsejaba sobre herencias y viajes, a veces sensatamente. Y todo por la módica suma de un dracma y dos óbolos que, al término de un año, le redituaba la fabulosa cantidad de ochenta mil dracmas, aunque te sea difícil creerlo.
“No faltaron los que medraron a costillas del falso profeta. Fuera de su casa se instalaron tenderetes de comida rápida y vendedores ambulantes de playeras con estampados fosforescentes del dios culebra con peluca.
“Alejandro se volvió tan rico que pagaba por lo que valía, a cada uno, a un ejército de escribas, confidentes, espías, redactores, archiveros de oráculos, escritores, fabricantes de sellos e intérpretes y un grupo numeroso de emisarios que partían a diario a otros países a extender la fama del supuesto dios. Los emisarios llegaban a las plazas públicas y anunciaban el evangelio: “Glicón ayudará a todo aquél que a él acuda, a encontrar tesoros, localizar esclavos fugitivos, sanar enfermos y resucitar muertos; identificará maridos cornudos y esposas casquivanas.” Ante tales promesas ¿quién podía negarse? Así, bastante rápido, las arcas del maldito mentiroso empezaron a rebosar con oro y plata.
“No era yo el único enemigo que Alejandro tenía, los seguidores de Epicuro comenzaron a darle mucha lata, descubriendo varios engaños, convenciendo con tan buenos argumentos a los seguidores de Glicón que hubo personas que ya no le creyeron. Ante tales opositores lanzó varias maldiciones:
El Ponto está lleno de ateos y cristianos que blasfeman espantosamente contra mí. Quien desee tener favorables profecías, dispérselos a pedradas.
“Los pitagóricos, los platónicos y, obviamente, los estoicos, enemigos de los seguidores del gran Epicuro, que son quienes buscan la serenidad de espíritu y evitan las bajas pasiones que mueven a los buscadores de oráculos, convivieron en paz con Alejandro. Para sacarle más lana a los ricos, les hacía lo que dio en llamar “oráculos autófonos”, y que fueron resultado de otra más elaborada triquiñuela: hizo atar traqueoarterias de grulla a la cabeza de trapo y uno de sus secuaces, escondido, hablaba a través de dicho aparato y parecía que, en realidad, lo hacía la culebra.
“Te contaré ahora la manera en que fue engañado Severiano el Galo, a quien dio este oráculo, ante su pregunta si debía o no invadir Armenia:
Al claro Tíber, a la augusta Roma,
Diadema y lauros a la sien ciñendo,
Con armenios y partos domeñados
Por tu lanza cruel volverás pronto.
“A estas alturas todos sabemos que el ingenuo Severiano fue hecho barbacoa con todo y ejército en Armenia. Por supuesto, para que no se encontrara evidencia en su contra, Alejandro hizo destruir el oráculo de su archivo y lo sustituyó con este otro:
No ataques a la Armenia: algún guerrero
De traje mujeril, con flecha triste,
Puede la luz quitarte y la existencia.
“Igual hizo con todos los vaticinios equivocados que diera a sus víctimas, muchas de las cuales murieron o sufrieron algún tipo de mutilación o terminaron enloquecidas, y cuyos oráculos errados cambió por este:
No busques ya remedio a tu dolencia,
Está el hado inflexible en tu presencia.
“Cuando la fama de Alejandro alcanzó a la misma Roma, Rutiliano, ciudadano ejemplar y detentador de dignos cargos pero supersticioso a más no poder, al grado de que se hubiera arrodillado ante un condón usado si le hubieran dicho que le daría buena suerte, envió emisario tras emisario, esclavo tras esclavo, a cual más bruto que el anterior, hasta Alejandro. Estos sirvientes, queriendo adular al amo, adornaban y exageraban lo que supuestamente habían presenciado ante Glicón, al grado que una muchedumbre de romanos crédulos pasó a dejar su dinero y a engrosar las, ya de por sí, gordas arcas de Alejandro. El inocentísimo Rutiliano le preguntó qué clase de maestro tenía que tomar para su hijo, a lo cual el embaucador respondió:
Dale por preceptor al Gran Pitágoras
Y al cantor inmortal de los combates.
“Poco después el hijo de Rutiliano falleció y, Alejandro, metiendo la cabeza debajo de su silla para escapar de lo que, pensaba, sería la furia del padre se encontró con que el crédulo este caía de rodillas alabándolo porque había interpretado el oráculo de manera favorable, y les había comunicado a todos:
-El gran dios Glicón se ha expresado por boca de Alejandro y ha tenido a bien comunicarme que mi hijo sería discípulo de Pitágoras y Homero en el Hades… ¡Oh, qué grande es el dios que está entre nosotros!
“¿Quién podría culpar a Alejandro por haberle escogido semejantes maestrillos al hijo de Rutiliano? He aquí que envía otro emisario y pregunta a Alejandro con quién se casaría, a sus sesenta años, a lo cual el mentiroso contesta:
Con la hija de Alejandro y de la luna.
“Debo recordarte, Celso querido, que este asqueroso y engañoso sujeto había hecho circular un rumor; mismo que decía que su hija se la había engendrado a la luna porque esta, una noche, se había enamorado de él por aquello de que la luna se enamora de los bellos durmientes. Así que, ni tardo ni perezoso, Rutiliano hace llevar ante él a la muchacha, la desposa y Alejandro se deshace de ella (ya no tiene que mantenerla), pero queda emparentado con una persona poderosa. Rutiliano, por su parte, celebra la boda con hecatombes y ceremonias y desde entonces se asume un semidiós y se cree inmortal.
“Cuando la peste hizo mella por todo el imperio, el charlatán hizo que se escribiera el verso de uno de sus oráculos en todas las puertas de las casas:
La peste ahuyenta el bien peinado Apolo
“¿Me creerías, Celso, si te digo que la mortandad fue mayor en las casas en donde se había escrito el dichoso verso? No estoy levantando un falso testimonio. Supongo que los incautos, aquellos que colocaron esas palabras sobre los dinteles de sus hogares, bajaron las defensas, tomaron menos precauciones con la enfermedad y, creyendo en el poder de esas palabras, le abrieron las puertas a la plaga, es decir, a otros enfermos que, a su vez, los contagiaron. En cuanto a los ricos y poderosos, el muy ojete tenía tantos espías, orejas y chismosos y otros sujetos que le llevaban la contabilidad de las preguntas, al grado que les tenía bien tomada la medida. A cualquier acto en contra suya, solía chantajear a cualquiera y estas víctimas, asombradas de que les supieran hasta el color de sus calzones, le colmaban de presentes y regalos caros.
“Se le ocurrió después realizar procesiones nocturnas con antorchas, celebrando el nacimiento de Apolo y de su hijo Esculapio. Estas ceremonias duraban tres días. El primer día hacía una proclama:
-¡El ateo, el epicúreo, el cristiano, que haya venido a espiar los misterios, que salga! ¡Los que creen en el dios, iníciense de manera feliz!
“Se representaba en seguida el parto de Latona[11], el nacimiento de Apolo, sus bodas con Coronis[12], y la venida al mundo de Esculapio[13]. El segundo día estaba dedicado al advenimiento de Glicón. El tercero estaba consagrado a las bodas de Podaliro con la madre de Alejandro y se encendían antorchas. Por último se escenificaban los amores de la luna con Alejandro y el nacimiento de la mujer de Rutiliano. Alejando aparecía con una antorcha, se tendía en medio del campo y hacía como que dormía, mientras del techo hacían descender a su amante Rutilia, esposa de un intendente del césar. Este par de granujas se entregaban a los besos y caricias más lascivas ante los ojos del propio y cornudo marido de ella quien, ante la vista de cientos de asistentes, cada uno con antorchas, fascinado por los “misterios” y que su esposa hubiera sido la elegida, les dejaba hacer toda clase de impudicias.
“Alejandro gritaba: ¡Ío, Glicón! y la muchedumbre, en éxtasis, respondía: ¡Ío, Alejandro!, a la manera de las bacantes en la orgía dionisíaca. En su andar, de vez en cuando dejaba ver un muslo a través de sus ropas de sacerdote, cubierto por una película de oro o simple papel dorado del que usan para los trajes de astronautas en las pelis chafas. Este detalle fue el que provocó que dos idiotas filósofos se embarcaran en una discusión medieval (y eso que todavía estamos a siglos de que comience la Edad Media) sobre la naturaleza del alma de Alejandro:
-¡Te digo que es la reencarnación de Pitágoras!
-¡Que es la de un dios!
“Y el par de tarados se daban por la cabeza con lo que llevaran en las manos: tijeras, teléfonos celulares, el plato del perro… Hasta que el dizque profeta los llamó y aclaró sus dudas:
-El alma de Pitágoras muere y resucita cada vez, la mía proviene directamente de Zeus y a él regresará entre rayos luminosos.
“Este sujeto también fue pederasta, y eso que no usaba sotana, pues cada ciudad del Ponto y Paflagonia le enviaba muchachitos para que lo alabaran. Se encerraba con ellos varios días en su cámara. Ya te imaginarás qué haría rodeado de tanto púbero… A los menores de dieciocho años los besaba en la boca y a los demás les permitía que le besaran la mano. Para entonces la ceguera de sus seguidores era tal que podías ir a la casa de alguno de esos, y un marido orgulloso, y todo sonrisas, salía a atenderte y te presentaba a su mujer, señalándola con la mano abierta y diciéndote:
-Mi esposa ha sido “divinizada” por el gran Alejandro. Lleva un mes acostándose con él.
“En cualquier otra casa lo mismo, sólo que detrás de la mujer aparecía un ejército de chavitos, que se formaba en fila india, mientras el cornudo marido anunciaba:
-He sido bendecido con estos hijos de Alejandro.
“En cierta ocasión pude leer una serie de preguntas escritas en oro en casa de un sacerdote de la ciudad de Tío. Verás cómo era ingenioso el sujeto este para zafarse de lo que no podía explicar:
-¡Oh, Señor Glicón, dime quién eres! –decía la inscripción.
-Soy Esculapio, el joven.
-¿Entonces existe un Esculapio viejo?
“Me imagino a Alejandro aclarándose la garganta:
-¡Ejem, ejem, ejem!… ¡Eso no te es lícito saberlo! – era la respuesta en la inscripción.
-¿Cuántos años permanecerás profetizando entre nosotros? –decía la siguiente pregunta.
-Mil y tres -. Decía la respuesta.
-¿A dónde irás después?
-A Bactriana, pues los bárbaros también tienen derecho a gozar de mis peregrinaciones por el mundo.
-Los otros oráculos, como el de Delfos, ¿realmente son inspirados por tu abuelo Apolo o los mantienen meros embaucadores?
-¡Ejem, ejem, ejem!… ¡Tampoco eso te es lícito saberlo! –decía la respuesta.
-¡Oh, divino Glicón! ¿Qué seré yo después de esta vida?
-En escala ascendente –decía la respuesta-: político mexicano, luego microbio o virus, después mapache, posteriormente camello y entonces caballo, ya para unos mil años después filósofo, aunque te mueras de hambre y podrás, por fin, encarnar en profeta no inferior a mí. Por cierto –y me lo imagino mirando a un lado y otro, teniendo buen cuidado que nadie lo escuchara-, ten cuidado con tu amigo Lépido, le aguarda un destino trágico… y dile que venga a verme porque me debe mil óbolos de la consulta pasada.
“Como mencioné (me parece), los epicúreos eran enemigos acérrimos de Alejandro. En cierta ocasión subió uno de ellos hasta su santuario y, de alguna forma, los guaruras lo dejaron pasar. Se plantó delante del mentiroso y le soltó de golpe:
-¿No eres tú Alejandro, el embaucador, que hizo que alguien, cuyo nombre me reservo porque está bien parado en el gobierno, enviara al gobernador de Galogrecia a unos esclavos suyos para ser ejecutados, dizque porque habían asesinado a un hijo que tenía estudiando en Alejandría?
“¡Ay, querido Celso! Alejandro no supo qué contestar. Y el epicúreo prosiguió:
-Pues el joven está vivito y coleando… mientras los esclavos que tú acusaste fueron echados vivos a las fieras y ya fueron hasta digeridos y lo que sigue. Y todo porque uno de tus falsos oráculos los acusó. El chaval, como corresponde a alguien de su edad, se había ido de viaje a la India y sus pobres esclavos lo creyeron muerto o ahogado y eso fue lo que tontejamente reportaron…
“Ahí tienes que Alejandro se enciende de ira, rodeado por tanto seguidor que ha escuchado la historia, y ordena que echen al epicúreo a pedradas. El filósofo sale a la calle y le caen las primeras piedras encima cuando pasa por ahí un tal Demóstrato, hombre de importancia en el Ponto y lo salva, deteniendo a los verdugos. Yo te digo, Celso, que en verdad merecía la muerte este buen epicúreo pues ¿quién lo mandaba a ser sensato en medio de tanto insensato?
“Te he de contar algunos otros de sus criminales actos. Si entre los consultantes se encontraba alguno de los que ponían en entredicho los poderes de la serpiente con peluca, en el momento mismo que el heraldo se dirigía a Alejandro con su consabido: ¿Quieres contestar? Alejando, fingiendo que caía en trance, respondía: ¡A los cuervos! Y el así maldecido no tenía más remedio que auto exiliarse de la ciudad y alrededores, de otra forma se habría encontrado con que todas las puertas se le cerraban y que era echado a patadas de los lugares públicos. A ese grado llegó el poder de este timador y chantajista.
“Fíjate: cierta vez que atravesaba un puente, escuché sollozos y me asomé debajo. Encontré a un hombre… ¡qué digo un hombre, un esqueleto viviente! Con una barba rala y cubierto de úlceras, algunos pelos en la cabeza, tiñoso, tembloroso, legañoso, cubierto sólo por un taparrabos y que tenía una aguja hipodérmica metida en la vena.
-¿Qué te sucede, hermano? –le dije, tapándome las narices por la peste que despedía.
-¡Oh, por favor, dame un óbolo para comprar ajos! –me contestó- Desde hace una semana que no como.
-¿Pero cómo es que tienes para eso? –señalé la aguja.
-Es que me vendo pero ya no hay parafílicos tales que me quieran comprar.
-¡En la máuser! –exclamé- ¿Y cómo es que llegaste a esta condición?
“El hombre se quebró en sollozos profundos y amargos, cayó de rodillas, con la cara cubierta por las manos.
-¡Soy uno de los expulsado por el profeta Alejandro!
“Así las cosas, querido Celso. Un día se le ocurrió quemar los libros de Epicuro en una plaza pública, en una hoguera de leña de higuera, y luego arrojó las cenizas al mar, diciendo:
-¡Del anciano ciego los libros quema! –el muy desgraciado.
“¡Ah, pero he de decirte que no daba paso sin huarache! ¿Para qué había hecho casar a su hija con Rutiliano sino para tener entrada libre en la corte? Así fue que envió un oráculo al gran Marco Aurelio[14], cuando este se disponía a entrar en guerra contra marcomanos y cuados[15]. En este, ordenaba arrojar dos leones vivos a las aguas del Danubio, con flores y hierbas aromáticas traídas desde la India, para propiciar la victoria. Y ahí tienes a los soldados llevando a las fieras esas dentro de una jaula, sobre un carro tirado por caballos. Los soldados inclinaron el carro hacia las aguas mientras abrían la jaula y los bichos caían al agua. Pero ¡Oh, mi buen amigo! ¿Qué crees que sucedió? Pues que los leones nadaron a la otra orilla, donde esperaba el enemigo en su campamento, y debiendo creer que eran perros o lobos o algún político perdido los mataron a palos. Después… bueno, después ya sabes lo que pasó a continuación: perdimos veinte mil hombres en la guerra. ¿Cuál fue la disculpa del baboso de Alejandro? ¡Pues que él había vaticinado la victoria, pero no había aclarado si la de los romanos o la de los enemigos!
“Llegó un momento en que eran ya tantos los consultantes, que el pillo este inventó los oráculos nocturnos. Se acostaba sobre las hojas metálicas selladas –supongo que intentaba hacer creer a la gente que adivinaría por ósmosis las respuestas a las preguntas, o algo así-, pero si se le dificultaba abrir los sellos sus respuestas eran vagas o muy generales, como las de los horóscopos de los periódicos. La segunda vez que lo vi fue para hacerle caer en otra trampa. En una hoja escribí: “¿Es calvo el hijueputa de Alejandro?” La sellé muy bien a la vista de todos a lo que el engaña bobos me respondió: “Malac Sabardalacu es otro que Atis”.
-¿Qué? –le dije- ¡Güey, no mames! ¿Qué es eso de mama la no sé qué…?
“Abrí el sello y mostré a todos la pregunta. Salí de ahí riéndome y le preparé otra trampa; para esto dejé pasar varios días. En dos hojas escribí: “¿Cuál es la patria de Homero?”[16] y se las entregué a dos de mis criados, no sin antes explicarles lo que tenían que hacer, aunque me era difícil porque me ganaba la risa.
-Tú le dirás al estafador ese, que en la lámina está escrita esta pregunta: ¿Qué hago para aliviar el dolor que tengo clavado en el costado? Y tú le dirás que la pregunta en esta otra lámina es: ¿Cuál es la mejor ruta para llegar a Italia, por tierra o por mar?
“Me fui con mis criados y me quedé en un rincón, cubriéndome la boca con la mano, para no reírme. Le toca el turno al primero y le entrega la lámina, el falso profeta la coge entre los dedos y el criado le susurra al oído:
-Mi amo quiere saber qué puede hacer para aliviar el dolor que tiene clavado en el costado.
“El charlatán hace como que cae en trance, con la lámina apretada entre los dedos y le suelta:
-Friccionarte lo mando con baba de nopal y espuma de caballo.
“Yo estaba que me doblaba de la risa pero quería ver qué le iba a decir a mi otro criado y, cuando le tocó en turno pasar, hace como el anterior, le susurra en el oído:
-Mi amo quiere saber cuál es la mejor ruta para llegar a Italia, ¿por tierra o por mar?
“El charlatán aprieta la lámina, entrecierra los ojos y exclama:
-No te embarques, vete a pie.
“No pude más. Me doblé sobre el estómago, muerto de risa y caí sobre el suelo, de rodillas. El embaucador se me queda mirando, muy enojado, rojo de ira y me espeta:
-¿Qué te pasa profano, de qué te ríes?
-¡Es que… -yo seguía riéndome, hasta que me controlé un poco y pude hablar-: es que, no mames, Alejandro! ¿Y Homero qué?
-¿Homero? ¿Qué pasa con Homero?
“Le arrebato las láminas y las abro y les leo a todos los presentes las preguntas escritas y varios se sueltan a reír conmigo. Obviamente Alejandro estaba que trinaba de furia.
-¡Güey, estoy seguro que alguna vez el hombre viajará a la luna y a otros planetas, neta, pero hay quien se cree cualquier cosa y tú te fuiste muy lejos![17]
“Claro que salí por patas de ahí, entre risa y risa y corriendo como maratonista perseguido por cien perros rabiosos. Lo sometí a otras pruebas y trampas pues, como puedes ver, yo era muy enemigo suyo. Cuando supo que el gobernador de Capadocia me había proporcionado dos soldados para que me acompañaran hasta el mar, me invitó de manera muy amable a su casa. Me recibió sonriendo y se inclinó para besarme la mano, como hacía con los invitados de honor pero, cuando yo hice lo mismo para besar la suya, le di un tremendo mordisco que casi le dejo manco. Los presentes estuvieron a punto de echárseme encima y estrangularme, pero él los tranquilizó en estos términos:
-Yo haré que nuestro enemigo Luciano se vuelva nuestro amigo, como he hecho varias veces antes, mediante el poder de Glicón. ¡Ahora, salgan todos de esta sala! –así hicieron y él se dirigió a mí, de nuevo-: Dime, Luciano, ¿por qué te empeñas en ser mi enemigo si yo puedo elevarte a los más altos puestos? ¿Crees que no he sabido que le diste consejos a Rutiliano de que no tomara por esposa a mi hija?
“Me percaté que estaba rodeado por los secuaces de Alejandro, que permanecían escondidos, y que, aún con mis dos soldados acompañándome, no sería suficiente para que saliéramos bien librados del asunto.
-Gran Alejandro, acepto tu amistad por encima de todas las cosas, me retracto del mal trato que te he dedicado. Desde ahora seremos los mejores amigos –abandonó su sitio y me estrechó la mano, aunque con la mano izquierda pues la otra, la que yo le había mordido, todavía le dolía y sangraba.
-Sé que partes al mar y quiero que tu viaje sea venturoso. Te proporcionaré una barca y remeros.
“Debo confesarte que creí en sus palabras pero, una vez ya en medio del mar, observo que el piloto llora y discute con los marineros. El hombre se me acerca y me hace una atroz confesión:
-He convencido a estos hombres de que no te hagan daño, pues tienen órdenes de Alejandro de matarte y echarte al agua. Tengo sesenta años, una vida intachable, así como mujer e hijos y no deseo mancharme las manos con un asesinato.
“Me quedo estupefacto el resto del viaje. El hombre me desembarca en el puerto de Egiales y vuelve al mar. Ahí encuentro a unos embajadores del Bósforo, enviados a Bitinia por el rey Eupator, a pagar el tributo anual. Les refiero toda la historia y me aceptan gustosos en su nave. Pensaba acusar a este timador, asesino y falso profeta, secundado por innumerables personas a quienes había ultrajado de una u otra forma, ante el gobernador del Ponto y la Bitinia pero este me recomienda que lo piense, pues su amistad con Rutiliano estaba antes que cualquier ofensa probada. Es así que desisto, por aquél momento, de combatirle.
“¿Cuántas bajezas más no habrá cometido? ¿No te parece uno de sus mayores despropósitos, y atrevimientos, el que este charlatán y malnacido haya propuesto a Marco Aurelio cambiar el nombre de la ciudad de Abonótico por Ionópolis, o “Ciudad de la serpiente”, en honor de su falso dios? ¿Y, no te parece el colmo del desvarío el que haya hecho acuñar una moneda con la imagen de Glicón en el anverso y la de él mismo al reverso, con la diadema de su supuesto abuelo Esculapio, llevando, también, la espada de Perseo?
“Bien, acabemos de una vez que aquí desde donde te escribo huele muy mal. El muy ladino había profetizado que viviría ciento cincuenta años, al cabo de los cuales moriría herido por un rayo. No llegó ni a los setenta, este hijo de… Podaliro, pues murió miserablemente, de una llaga gangrenosa que se le extendía desde el pie y le mordía en la ingle. Entonces se descubrió que ya estaba calvo pues, los médicos, al lavarlo, tuvieron que quitarle la peluca ya que no lo hubieran podido hacer de otra manera. Los cómplices en todo este desbarajuste seudo sagrado, eligieron a Rutiliano como árbitro para que nombrara un sucesor del oráculo que ciñera la corona sacerdotal y la diadema profética. Se presentó un tal Peto, médico de buena reputación, ya canoso, quien deseaba encargarse de una cosa así, tan indigna de su profesión y de sus años, pero Rutiliano lo despidió a él y a todos, anunciando que, Alejandro, después de muerto, seguiría siendo el encargado del oráculo.
“Estos son algunos ejemplos de la vida de ese ruin, que he escogido para cumplir tu petición, querido Celso, como persona sensata y de bien que eres y para vengar la memoria de Epicuro, que alcanzó la verdad con su filosofía y liberó la mente de sus discípulos. Creo, también, que esta narración puede servir a cualquier persona que deseé entender el mecanismo de ciertas imposturas y la conducta de algunos impostores, esos que abundaron en el mundo ayer, medran hoy y existirán mañana.
“Yo me despido, Celso, pues ya atardece y las lejanas luces de las plataformas marinas, propiedad del señor Slim, ya se encendieron, la playa se pone peligrosa a estas horas y, la verdad, ya me dio hambre.”
[1] Escritor sirio en lengua griega, nacido y fallecido en Samosata (125-181), considerado uno de los primeros humoristas de la historia.
[2] Tipo de papiro de los más finos que se podían conseguir para material de escritura.
[3] La tinta se hacía con diferentes elementos, Luciano usa un tipo obtenido de las heces del vino.
[4] También conocido como Alejandro de Abonuteico, de Abonuteicos, o de Abonutico. Abonótico (con las variantes en el nombre) fue una ciudad en Pafaglonia, en la actual Tuquía.
[5] Celso (S. II), filósofo neo platónico, se opuso al creciente cristianismo con su obra “Discurso verdadero”, refutada por Orígenes (185-254).
[6] Luciano fue un opositor del fanatismo, ya fuera este pagano o cristiano, mismo que, en su época, no era sino una secta más entre las tantas que surgían en el imperio romano.
[7] Peregrino Proteo (95-165), filósofo cínico originario de Pario, en la actual costa de Turquía, fue ridiculizado por Luciano en su sátira “La muerte de Peregrino”
[8] Apolonio de Tiana (3 a. C.- ca. 97 d. C.), filósofo, matemático y taumaturgo neopitagórico , conocido a través de la biografía que le dedicó Filóstrato, quien, al parecer, atribuyó los supuestos milagros de Pitágoras de Samos a Apolonio, basándose en la obra que el mismo Apolonio le dedicó al filósofo Samio.
[9] Olimpia de Epiro (375 a. C.-315 a. C.), esposa principal de Filipo II de Macedonia y madre de Alejandro Magno. Según Plutarco, en su Vida de Alejandro, mantenía serpientes domesticadas a su alrededor, debido a su consagración a cierto culto a los ofidios de origen tracio.
[10] “Bar, bar,” el habla de todo extranjero sonaba a oídos griegos un galimatías similar a estas sílabas, de las que procede la palabra “bárbaro.”
[11] Nombre latino de Leto, amante de Zeus y madre de Apolo y Artemisa.
[12] Hija de Flegias, rey de los lapitas, amante de Apolo, fue la madre de Asclepio o Esculapio.
[13] Dios de la medicina cuyo atributo es un par de serpientes enrolladas en un bastón.
[14] Marco Aurelio (26 de abril, 121-17 de marzo, 180), emperador romano desde el año 161, denominado “el filósofo” (de la rama estoica). Fue uno de los “Cinco buenos emperadores.”
[15] Pueblos en las actuales Bohemia y Moravia.
[16] Fue una discusión, entre los autores clásicos, determinar cuál había sido la ciudad natal de Homero. Un dístico mencionaba siete posibles ciudades: Esmirna, Quíos, Colofón, Salamina, Íos, Argos y Atenas.
[17] Alusión a la obra “Historia verdadera” del mismo Luciano, que trata de un viaje a la luna pero en tono satírico, burlándose de aquellos que creen en cualquier relato de viajes sin una visión crítica. Muchos han querido ver en esta obra al primer antecedente de la moderna Ciencia Ficción, olvidando que se trata de una sátira muy típica del estilo de la llamada “Novela griega”
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