Por Gabriela Pérez
No necesitas argumentar. Son los hechos concatenados quienes dicen que no sabes ver ni escuchar. Es quizá la impaciencia o la insensatez quien te toma de la mano y te lleva a escribir. Dime, ¿has odiado alguna vez a alguien?
Miguel me cuestionaba así. Era un hombre enérgico, no recuerdo de dónde, sólo uno que otro rasgo de su fisonomía recordaba su origen. Y yo los olvidé, así que no sé nada.
Para odiar se requieren razones poderosas, y mantener permanentemente la intención de ese sentimiento, y las ganas de no sentir nada más. Un día, en un descuido, esa fuerza se va, y te das cuenta del desgaste, de la forma absurda en la que un fragmento de tu vida ha sido desperdiciado. Con el amor pasa lo mismo y lo contrario. No se necesitan razones para amar, y de igual manera basta sólo un descuido para caer en él. Es mi alimento por naturaleza. Sin el pan del amor, sin la dulce caricia, sin la posibilidad del brillo jubiloso en el agua, sin la suave brisa que queda tras las miradas profundas, sin los abrazos ardientes que se me introducen profundamente en la garganta, desfallezco, basta sólo un paso para caer en las tinieblas.
En cuanto a Miguel, sí mantengo en mi mente la imagen de una cabeza admirablemente organizada. ¿Quien haya vivido en el centro del torbellino puede evitar sus estragos? Las hogueras para existir necesitan que constantemente se les alimente. A cambio del calor y la luz, exigen una esclavitud injusta. Una vez presa, rara vez quiero escapar. Por fortuna, e imagino que por instinto de sobrevivencia, la libertad agazapada espera a que las llamas del contrincante mengüen, y me atormenta entonces con recuerdos de tranquilidad y sosiego. De ese silencio en el que no existía hechizo. De ese momento en el que ignoraba a la serpiente, en el que tornaba en agua el vino.
Recuerda —me pidió Miguel un día—, que vives en esa insensata embriaguez de la creencia de que cuando dos desnudeces se entrelazan pueden cambiar el rumbo del mundo; opacar con la luz recién formada, los brillos de una ciudad entera, e incluso la delirante y concupiscente luz de la Luna. Sabemos ambos que ilusa y romántica sí eres, pero, aunque te empeñes en serlo, no logras todavía ser idiota. Es verdad que al entrelazarte con alguien el mundo se transforma, pero tienes claro que pasa sólo con tu diminuto e inmenso panorama. Que el fulgor dura apenas unos instantes, que al vestirte y salir, nada cambia. Sabes que los dos están ahora fuera de tono y lugar, que no encuentran nuevamente la forma de ajustarse porque esa realidad que crearon, fuera de ustedes, no existe. Aparta entonces el velo fantasioso que se te ha caído. Quita de mi camino el pavoneo de las dudas disueltas y apaga el furor de esas ilusiones que encendiste de la nada. El exterior sigue siendo exactamente el mismo, no puedes extinguir tus ganas de amar. Caminas de nuevo con las apuestas en mano, siempre tantas, importantes todas y hasta ahora perdidas y desvencijadas cada una de ellas. No entiendo por qué las sigues teniendo como necesarias. Utiliza el tiempo productivamente. Trabaja, escribe o duerme incluso un poco.
Me acosté, siguiendo una sana costumbre tomé un libro para traer a mis ojos el fugitivo sueño. En el montón confuso y desarreglado de libros de todo género siempre a mi lado izquierdo, mi mano tomó al azar uno. Lo abrí, y mis ojos se detuvieron en la cita que decía así: «¿Qué canción cantaban las sirenas? ¿Qué nombre tomó Aquiles cuando se ocultó entre las mujeres?
—Mira qué cita tan curiosa. No entiendo la duda. Me parece que quien pregunta no sabe que no puede escucharse el canto de una sirena. Que son personajes mitológicos y que por lo tanto no existen. Ni siquiera volteó a verme. Tomó el libro silenciosamente, leyó la cita, sonrió y volvió a su lectura. Yo continué leyendo, era un estilo tan enérgicamente bello y sencillo me empezaba a absorber, cuando fijé la vista en Miguel. Él ya no leía; el libro permanecía abierto sobre sus rodillas, pero su mirada vagamente fija, revelaba un pensamiento tenaz y arraigado.
Estos éxtasis eran familiares en él, y yo intentaba respetarlos siempre. Por fin, sin variar de postura, sin mover un solo rasgo de su fisonomía, murmuró levemente estas palabras, que parecían desprenderse de su idea: «¡el canto de la sirena!, tiene razón… ¿por qué no? Voluntad, perseverancia: ¡he ahí las armas; el tiempo, he ahí el combate; la verdad, ¡el triunfo!» —¿en qué piensas? ¿Crees posible tal fantasía?
Posible ¿dices? —respondió instantáneamente—; probable.
—Pero ¿es posible, que te ocupes de semejante pequeñez? Toma a Platón, que es la verdad y deja a ese ensueño, poético si quieres, pero ensueño al fin.
—Es un error, Gabriela, es un error; en el fondo de toda leyenda, de toda tradición, hay siempre una base invariable de verdad. La leyenda es como la madre tierra; quita las capas de arcilla, greda y aun calcárea y encontrarás la base granítica. El espíritu humano, que vive del universo, no puede crear más de lo que existe. Los pintores representan en todo a la naturaleza y lo que es posible ver, por lo menos en principio; el poeta, ese pintor aéreo, no puede encontrar en un algo que no existe en él, las inspiraciones de su obra.
Hecho, el sueño había desaparecido; estaba desvelado, sufriendo la influencia de un magnetismo de la superioridad incontestable.
¡Extrañas teorías para un discípulo de Platón! —contesté—. Observa que una teoría, para ser buena, necesita sufrir con éxito el análisis de todas sus consecuencias. En la suya sería cierto que la voz de Dios vibró sobre el Sinaí, y que las aguas del mar Rojo se abrieron ante la vara de Moisés. —Son las adulteraciones, Gabriela, la leyenda, la tradición a que me refería—. ¿Por qué Moisés, en uno de esos entusiasmos febriles que produce la excitación de la fe, no puede haber confundido la soberbia voz de la tempestad, que hablaba a su alma estremecida, con la palabra divina? ¿Por qué se ha de haber visto exento de la preocupación del milagro, impotente para darse cuenta de un fenómeno natural? No; el germen de todo existe, y en la elaboración infinita de los siglos, bajo la influencia fatal de las fuerzas de la naturaleza, la materia va cambiando y el espíritu girando sobre sí mismo, ya opaco, ya brillante. Un imbécil de Platón sería un talento del Gallo tal vez, y la sandalia de Diógenes puede ser una blanca perla que hoy adorna el cuello de una hermosa dama.
Nunca lo había escuchado hablar así. Encontró, lo sé, un encanto indescriptible en la audacia admirable de ese hombre al que conocimos sólo por sus letras, para lanzarse a un estudio profundo, a una observación. ¿Querría intentar traducir a notas el canto de la sirena? ¡Cómo! ¿No le parecía fuera de toda ley natural esa existencia híbrida, mitad pez, mitad mujer?
Nada hay que predisponga a la creación poética como la soledad de los mares en las noches de calma; los marinos de entonces habrían sentido en su espíritu la fuerte impresión de la armonía de la naturaleza, y en la imposibilidad de darse cuenta de ese fenómeno admirable han dado cuerpo al ensueño, vida a ese atributo armónico de lo creado y formado esas deliciosas voces que salen del medio de las ondas espumantes para atraerlos a las grutas misteriosas de los senos del océano. —¿Y quién te dice que en otras épocas, tan lejos de la historia del mundo, que el pensamiento no las alcanza, no hayan existido peces dotados por la naturaleza de cuerdas vocales? ¿No tienes hoy el pescado que vuela? ¿Por qué negar en absoluto la existencia del pez, ave o lo que sea que canta? ¿Cuál sería el encanto de su voz, cuando las imaginaciones juveniles como los rayos del sol en los primeros días de su formación, han confundido una criatura natural con la diosa de los mares? ¡Oh, el canto de la sirena!
Callé, me causaba espanto. ¡Me parecía que la razón de aquel hombre, aun siendo tan poderosa, era muy débil para contener el empuje de esa volcánica imaginación y de esa salvaje energía!

Seguí el torrente de la noche, y el nombre de Miguel (que no era Asín Palacios sino Cané, porque es de buena educación cambiar de amigo imaginario) quedó en mi memoria, iluminado por el cariño de mi corazón y el remanso de paz en mi pecho. Dormí, y en sueños viajaba por Alemania, con esa observación serena que caracteriza la edad madura y que sólo tengo en sueños. Alemania es tierra de poetas, me han dicho que Italia es una de las patrias de los artistas. La poesía siempre es íntima y subjetiva: vive en el fondo del alma, y los hombres que tienen ese huésped sublime viven lejos del mundo, bebiendo las inspiraciones en las sensaciones misteriosas de su ser interno. En teoría los italianos abren su alma, como las flores su cáliz, al calor del ardiente sol.
En Italia, el infinito es una forma; en Francia muta a sensación, en Alemania es una idea… Hoy desperté con ganas de transitar aquellas escaleras de Chambord. Yo soy la forma, mis ideas arraigadas se asen de los dos sentidos en la doble espiral. Unas bajan y otras suben, pero ni aún ese preciso punto en el que están a la misma altura se encuentran, pueden mirar a través de los cristales, y caer en cuenta de que están en una misma.
No sé si fue mi izquierda o mi derecha quien lo oyó primero, pero oímos el eco lánguido de un violonchelo. Me estremecí, porque una idea, una sensación y una de esas misteriosas adivinaciones del alma, habían venido a sorprenderme. El que toca con tanta dulzura el violonchelo -me dijo una de esas que soy yo misma- es el maniático más poético que habrás conocido. Hay en sus palabras, frescura juvenil. Ha buscado durante toda su vida la solución de un problema curiosísimo: ¡cuál habrá sido el canto de las sirenas!
La música seguía, tristísima y suave, como una de esas melodías que se creen oír durante los sueños. Era rara; no había nada análogo. Tenía algo de la balada de los pueblos primitivos y al mismo tiempo era el murmullo del silencio de la naturaleza. ¡Era mi pobre amigo el que tocaba! Miguel, nívea la larga cabellera, vaga la mirada, abrazaba su instrumento como la barca en que bogara en el delicioso mar del infinito. Me acerqué en silencio, él levantó su límpida mirada hacia mí, y casi sin mover los labios, sin conocerme, sin alterarse en lo mínimo, murmuró misteriosamente, haciendo un signo de silencio.
—¡Calla, escucha, no te muevas, respira lenta y profundamente!
¡Es el canto de tu sirena!

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