Por Celia Gómez Ramos
Eran las 7:30 de la mañana y Alicia caminaba.
No solía ayudar a cruzar la calle a nadie. No, porque no quisiera, sino por pensar demasiado en las reacciones del otro. Sin embargo, esta ocasión encontró a una mujer anciana vestida de blanco -pantalón y saco-, muy delgada, con un gorrito gris.
Pensó que atravesaría al lado contrario de donde ella se dirigía, si es que ella se dirigía a algún lado, pero cuando el semáforo marcó el alto, ella no intentó cruzar. La mujer la volteó a ver y le dijo: -Hace mucho frío.
Alicia esperaba el verde del semáforo, así que compartieron dos o tres frases más y la acompañó a cruzar la calle.
Inés, la mujer mayor, tenía 90 años y caminaba solita por la banqueta de la avenida, para llegar al supermercado y comprar lo que necesitaba para preparar la comida, pues vendrían dos de sus cinco hijos, de San Diego, California. Esos hijos habían pedido a su madre, les preparara una crema, milanesas y puré de papa… De ninguna manera, contó ella a Alicia, les iba a decir que se cansaba.
Inés le platicó también que ella iba al salón de belleza de doña Tencha y que la misma doña preparaba unos tamalitos muy buenos y baratos. Aunque lo fundamental era que ahí se arreglaba las uñas. Y sí, a diferencia de Alicia, tenía unas uñas largas, bien arregladas y pintadas de rojo, muy coquetas.
Noventa años, y sus hijos venían a verla. Alicia no supo si Inés vivía sola, tampoco por qué esos hijos no invitaban mejor a comer a Inés, y porqué la tenían qué poner a trabajar. Seguro ni siquiera pensaban, lejanos, que su madre tenía ya 90 años.
Caminaban despacito, una y otra se acompañaban.

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