El desobediente. Henry David Thoreau y la desobediencia civil


Por Pedro Paunero
Una tarde de julio de 1846, cuando, tras más de un año de vivir en una cabaña, situada en el bosque que rodea al lago Walden, en Concord, Massachusetts, donde pretende vivir de manera independiente, alejado de la sociedad y apegado a la naturaleza y de lo que la naturaleza pudiera ofrecerle, Henry David Thoreau, filósofo, poeta y ensayista, sale con dirección al pueblo. Brota de entre los árboles y sigue por el rústico camino, mientras va pensando:

La mayoría de los lujos, y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no sólo son innecesarios, sino también constituyen auténticos obstáculos para la elevación del género humano… Los antiguos filósofos, chinos, hindúes, persas y griegos, eran una clase de gente nunca igualada en pobreza externa ni en riqueza interna.

Lleva en la mano un zapato estropeado y continúa caminando, ensimismado, cuando se cruza con un conocido.

-¡David Henry Thoreau! –exclama el hombre- ¿Dónde has estado todo este tiempo?
-¡Sam Staples! Por favor, llámame Henry David… he decidido tomar ese nombre, como hacen los indios, que toman el nombre que quieren y no el que otros deciden por ellos. He estado viviendo en el bosque, sembrando habas y escribiendo un diario, alejado de la explotación de las fábricas y de Mammón, el Dios del Mercado que amenaza a todos los demás, mientras se endeudan y se les va la vida en ello.
Sam Staples se ríe un poco.
-¿Y a qué has salido del bosque, pues?
-Voy a visitar al zapatero –Henry David le muestra el zapato-, para que lo repare. Por lo menos la profesión de zapatero aún es digna en su labor ya que está alejada de la mecanización que todo lo vacía de alma.
-Todo está bien –le dice Sam-, tú puedes regresar a cultivar tus habas y a escribir tu diario, pero he de recordarte que no has pagado impuestos en cuatro años y yo trabajo para el gobierno en dicho rubro… Mi querido Henry, mira, si no tienes dinero yo puedo prestártelo, pero no puedes seguir evadiendo los impuestos que el gobierno…
-Mi querido Sam –replica Thoreau-, agradezco mucho tu gesto, pero no pago impuestos simplemente porque no es mi deseo hacerlo.
Sam se escandaliza.
-¿Qué?… ¡Ya! Ahora recuerdo, tú formas parte de esos que se denominan trascendentalistas ¿verdad? Esos chalados que ven a Dios en todas las cosas animadas y caminan ociosamente por el bosque.
-Si un hombre pasea por el bosque por placer todos los días, corre el riesgo de que le tomen por un haragán, pero si dedica el día entero a especular cortando bosques y dejando la tierra árida antes de tiempo, se le estima por ser un ciudadano trabajador y emprendedor. ¡Como si una ciudad no tuviera más interés en sus bosques que el de talarlos! –responde Thoreau-. Además no pagaré impuestos a un gobierno esclavista, que invade y le hace la guerra a México, para anexarse territorios, sólo para sostener a un sistema económico basado en la esclavitud humana.

Sam se pone nervioso, baja la mirada, mira hacia un árbol, voltea a ver a Henry David.
-Bueno… quizá tengas razón en algo, pero… ¿yo qué puedo hacer?
-¡Renunciar! ¡Debes renunciar a la profesión publicana!

Sam mira el zapato estropeado de Henry David. Le pone una mano sobre el hombro y le dice, más bien le invita en un susurro, a acompañarlo:
-Ven conmigo, por favor.
-¿A dónde? –pregunta Thoreau.
-A la cárcel. Tendré que encerrarte por evasión fiscal. Por evadir tus obligaciones.
Thoreau mira a Sam sin parpadear.

-La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo… La ley nunca hizo a los hombres más justos y, debido al respeto que les infunde, incluso los bienintencionados se convierten a diario en agentes de la injusticia. Por supuesto que te acompaño.

Sam está sorprendido. Va todo el tiempo caminando a un lado de Thoreau, que va tranquilo y que en su mano sostiene el zapato estropeado. La tarde va oscureciéndose, mientras tanto continúan en silencio. Tras unos minutos entran en la ciudad.

-Traigo a un nuevo huésped –le dice Sam al carcelero, que saluda a Thoreau con la cabeza.
En la puerta los presos, descamisados, charlan alegremente y observan a Thoreau. Los saluda y lo saludan.

-¡Vamos, muchachos, es hora de cerrar! –anuncia el carcelero, los presos se alejan de la puerta.
-Henry David –dice Sam-, no la pasarás tan mal aquí. En cuanto paguen lo que debes podrás salir. Espero que no tarden mucho. Aquí te dejo, me voy a hacer el papeleo.

Sam se aleja. Los presos vuelven dentro, sus pasos resuenan; Thoreau entra, el carcelero lo lleva hasta su celda.

-Su compañero es un individuo inteligente y de buen natural –le indica el carcelero.
-Gracias –le responde Thoreau.

Su compañero de celda lo saluda.
-Puede colgar su sombrero de ese clavo en la pared –le indica, con un gesto de la cabeza-. Encalamos las celdas una vez al mes. Sepa usted que esta podría ser la “habitación” más blanca y mejor amueblada de Concord –el hombre ríe-. ¿De dónde es usted y qué lo trajo aquí?
-He nacido aquí y me acusan de no pagar impuestos. Cosa que es cierta. Me abstuve y no reconocí la autoridad del Estado, el cual compra y vende hombres, mujeres y niños en la puerta de su Senado, como si se tratara de ganado. ¿Y usted, qué supuesto delito ha cometido? Doy por un hecho, sabiendo cómo va el mundo en estos días, que es usted inocente.
-Me acusan de incendiar un granero, pero no lo hice.
-¿Qué fue lo que sucedió entonces?
-Me subí al pajar a dormir la borrachera y supongo que la ceniza de mi pipa de maíz hizo el resto. Llevo tres meses esperando el juicio, creo que tendré que esperar otros tres… Pero me dan de comer y tratan bien, mientras tanto. Mire, esta ventana será la suya, yo miro por la otra, no se puede hacer mucho más aquí dentro.

Thoreau se pone el zapato bajo la axila y hojea la serie de panfletos políticos que están sobre una mesa, luego da con varias hojas garabateadas con versos.

-¿Alguien escribe poesía en la cárcel?
-Un ocupante anterior de la celda dejó unos poemas y los que vinieron después los copiaron y rescribieron. Échele un vistazo a estos –el hombre busca entre los papeles, encuentra varias hojas y se las tiende a Thoreau, diciéndole, mientras lee-: Los escribieron unos jóvenes a quienes se les sorprendió mientras aserraban ese barrote –señala la ventana-. No pudieron huir, su historia se cuenta cada vez que alguien cae aquí y se recitan sus versos… como una forma de venganza ¿sabe?

Henry David lee en voz alta:
-No está entre mis sueños, adornar un verso; no puedo estar tan cerca de Dios y del Cielo que si vivo hermanado a Walden. Yo soy de pedregosa costa, y la brisa que pasa sobre ella; en la palma de mi mano están sus aguas y arenas, y su más recóndito refugio se halla encumbrado en mi pensamiento… Sí –susurra, mirando a través de la ventana-: el paisaje que desde aquí se alcanza a ver. Yo también conozco Walden –y se pone a improvisar unos versos-: ¡El tren, ese diabólico Caballo de Hierro cuyo atronador relincho se escucha por todo el pueblo ha enlodado con sus pezuñas el Manantial Hirviente, y es él quien ha ramoneado todos los bosques de la rivera de Walden, ese caballo de Troya, con un millar de hombres en sus entrañas, introducido por griegos mercenarios!

El hombre escucha en un silencio reverencial y es testigo de aquél instante de transfiguración en la cara arrobada de Thoreau. Cuando se queda callado, y le sonríe, el preso parece despertar de un sueño que lo ha llevado muy lejos. Lo único que atina a decirle es:
-¡Ah, esta es su cama! –y tras unos segundos-: Ahora apagaré la lámpara.

Así lo hace. Thoreau se quita el saco y lo deja sobre una silla, pone los tres zapatos al pie de la cama y se echa bocarriba, pensativo, mientras escucha los ruidos de la calle que penetran a través de las ventanas abiertas y enrejadas. Escucha un mundo conocido, pero nuevo en los detalles y texturas. Pone atención. Atiende. Identifica el reloj del ayuntamiento deshojando las horas, la charla borrosa y las risas de los cocineros, incluyendo el sonido de platos y cacharros de metal, provenientes de la posada contigua y se conmueve. Es como si estuviera en una pecera, en el seno mismo de su ciudad y sociedad, hasta entonces vista pero no experimentada de esa forma tan íntima a la vez que separa de él. Está situado en el centro mismo de un Todo y como un espía, al margen. Oye pasos al pie de la ventana, el relincho de un caballo, el lejano ladrido de un perro, el polvo agitándose en el aire tibio y bajo las estrellas e incluso el goteo de alguna cañería. Cuando abre los ojos mira la forma ovalada de las latas que contienen el desayuno y que pasan a través de una abertura en la puerta. Bebe el chocolate caliente, que remueve con una cuchara de hierro y se come parte de la hogaza del pan moreno que lo acompaña.
-¡Eh, amigo, si le sobra pan debe devolverlo! ¿Eh? –le llega la voz de algún otro preso, desde alguna otra celda.

El carcelero vuelve tras unos minutos y Thoreau y su compañero entregan las latas. Henry David está a punto de darle el pan a medio comer al carcelero cuando oye las risas.
-Es la novatada –le explica su compañero-, guarde el resto del pan para la comida o la cena.

El carcelero abre la puerta.
-Debo ir a trabajar, compañero –le explica a Thoreau-, voy al campo a recoger heno. He de volver al mediodía. No sé si nos volveremos a ver pero le deseo lo mejor en su andadura por la vida.

Thoreau le ofrece la mano y le sonríe tristemente. El hombre sale. Thoreau lo mira alejarse por la calle, a través de la ventana, custodiado por un ayudante del carcelero. Mira a los transeúntes y las carretas y los caballos y los perros. Percibe la estrechez de la celda y siente el aire fresco en la cara. Cierra los ojos. Después se viste, se lava la cara en un aguamanil y se seca con un trapo. Detrás, el carcelero abre la puerta.

-Puede irse –le avisa.
-¿Cómo?
-Una señora mayor pagó sus deudas, creo que se trata de su tía. Afuera alguien lo busca.
Thoreau ve entrar al filósofo y poeta Ralph Waldo Emerson, que se le acerca y le espeta en la cara:
-¡Vaya, Henry David, es cierto! ¿Por qué está usted aquí?
-Porque soy un abolicionista, como lo había venido siendo usted, mi querido amigo y maestro. Me he negado a pagar impuestos que sostendrían esa aborrecible práctica de la esclavitud y que mantendría a nuestras tropas en México, un país que nunca nos ha agredido, y el que ha sido invadido por los nuestros para despojarlo filibusteramente de su territorio.
-¡Me parece que esta acción suya es desconsiderada, ha sido hecha a destiempo y es de muy mal gusto! ¿Por eso es que ha pasado usted una noche entera en la cárcel?
-Si al hombre que es justo lo encarcela un Estado que es injusto, sí, creo que el lugar de un hombre justo y de libre pensamiento debe ser la cárcel… Dígame, querido amigo, ¿usted por qué no está aquí?

Emerson da una patada en el suelo y sale hacia la calle. Thoreau se vuelve hacia el carcelero.
-¿Dónde está mi tía?
-Supongo que en la calle –le responde.
-Ella no debió hacer esto, no debió pagar… -Thoreau coge su sombrero, se lo cala y se pone el saco-. Era preciso que yo continuara encarcelado. Este acto debería de servir de algo.
Sale. Alcanza a ver a Emerson que se pierde al fondo de la calle e ignora a la anciana que grita, detrás de él.
-¡David, David, aguarda hijo, por favor! ¡Me dijeron que te habían encerrado, no pude hacer otra cosa que pagar lo que debías!

Thoreau mira a la gente y la gente lo mira a él.
-Es extraño –dice para sí-, me miran como si hubiera llegado después de varios años, de un largo viaje. Eso me parece a mí mismo –se vuelve hacia la anciana-. Tía ¿podrías llevar este zapato al zapatero?

La anciana asiente con la cabeza, sonriendo.
-Nuestros vecinos –le dice-, no son tan nobles como creen, y tratan al ladrón como les ha tratado a ellos; aun así esperan salvar sus almas mediante la observancia de ciertas costumbres y unas cuantas oraciones y caminando de vez en cuando por senderos rectos pero inútiles.

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Réplica de la cabaña en donde vivió Thoreau

Un par de mujeres que se han detenido a escucharlo todo, ponen cara de escándalo, enrojecen y contienen la respiración.
-¡Oh, David! –atina a expresar la tía.
-No me niego a pagar los impuestos por ninguna razón en concreto; simplemente deseo negarle mi lealtad al Estado, retirarme y mantenerme al margen. Aunque pudiera saberlo, no me importaría conocer el destino de mi dinero, hasta que se comprara con él a un hombre o a un mosquetón para matar – el dinero es inocente– pero me interesaría conocer las consecuencias que tendría mi lealtad. A mi modo, en silencio, le declaro la guerra al Estado, aunque todavía haré todo el uso de él y le sacaré todo el provecho que pueda, como suele hacerse en estos casos –grita y todos le escuchan y se detienen, mirándolo-. Si otros, por simpatía con el Estado, pagan los impuestos que yo me niego a pagar, están haciendo lo que antes hicieron por sí mismos, o por mejor decir, están llevando la injusticia más allá todavía de lo que exige el Estado. Si los pagan por un equivocado interés en la persona afectada, para preservar sus bienes o evitar que vaya a la cárcel, es porque no han considerado con sensatez hasta qué punto sus sentimientos personales interfieren con el bien público. Querida tía, te disculpo, pues sé lo mucho que me quieres. Ve ahora donde el zapatero remendón; ayer había quedado yo de acuerdo con unas personas, para llevarlos hoy como guía, a coger bayas por el bosque… Y ya estoy por llegar tarde a la cita.
Thoreau se dirige a un establo, paga la renta de un caballo y sale a galope tendido hacia el campo. Sube una alta colina y alcanza a aquellos con los que ha quedado antes.
-¡Le esperábamos! –dice una muchacha, emparejándosele con el caballo y con el pelo castaño desparramándosele bajo un sombrerito adornado con flores.
-¡Discúlpenme ustedes –dice Thoreau, quitándose el sombrero a modo de saludo-, sufrí un inconveniente en la ciudad! Las bayas están allá delante… a unos tres kilómetros de distancia.
-¿Vamos pues? –dice un joven, cabalgando al lado de la muchacha.
-Vamos. En ese lugar tan tranquilo no tendremos absolutamente nada que ver, ni saber, del Estado moderno y sus vicios.
-¿Cómo ha dicho? –pregunta la muchacha.
-¡Oh, olvídelo, olvídelo! ¿No le parece que aquí el aire es más transparente y huele a miel y flores?

Los jóvenes aspiran el aire.
-Sí, sí –dicen al unísono.
-Luego iremos a mi cabaña –invita Thoreau-, donde recibo pocas visitas. Estoy en medio de un experimento para saber cómo, y mediante cuáles medios, puede un hombre ser autosuficiente, cultivando mis propios alimentos, alejado del ruido y del capitalismo que destruye el cuerpo y el espíritu.
-¿Y qué cultiva usted ahí? –quiere saber la muchacha.
-¡Habas y vendo el excedente de la cosecha! ¿Les interesaría aprender a cultivar habas?
-¡Claro que sí! –responden los jóvenes. Luego se van trotando, mientras charlan alegremente, por la colina, hacia la linde del bosque donde zumban las abejas y el ruido de la calle se amodorra, hasta no ser más que un mal sueño en el horizonte.

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