Por Celia Gómez Ramos
Entre aquellas historias a gajos que encontré en las páginas de aquel cuaderno abandonado, se leía:
Resultó que el Presidente de un lejano país compró una cadena de supermercados, como el mejor de los empresarios. No era solo cuestión de privilegio para influir o adquirir ni corrupción a mansalva, es más, pocos sabían de esa adquisición, pues la transparencia y la legalidad, en aquél sitio no operaban.
La cuestión era mayor. Habiendo ya despojado de la industria hacía años a esa nación, y también de las riquezas y seguridad internas…, de prodigar un panorama desolador. Aún en aquellas circunstancias, la situación demudó en salvaje…
No lo pensaron, no se necesitaron ni inyecciones ni cuestiones químicas que afectaran a los individuos; ni bombas ni secuestros ni desapariciones forzosas. Ya no. Los alimentos, cada uno y todos ellos, fueron envenenados.
Sólo una apuesta de porcentajes. Para saber a cuántos, cantidad de población en números, llegaban sus alimentos, y así medir su poder frente a las demás cadenas.

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