La carne del Dios. Robert Graves y María Sabina


Por Pedro Paunero

Los peregrinos se pusieron en camino, apenas el sol despuntaba entre unas nubes rosáceas, como si la divina Aurora las hubiera teñido. Salieron de Atenas y se fueron por el Camino del Cerámico, flanqueados por las casas de los alfareros. Iban charlando alegremente.
-¿Sabes por qué se llama “ceramistas” a los alfareros? –un anciano pregunta a su hermosa nieta adolescente.
-Porque todos sabemos, abuelo, que keramos es el nombre de la tierra cocida…
-Sí –dice el abuelo-, pero hay mucho más, Céramo era el hijo que Dionisio le engendró a Ariadna, una vez que ella fue abandonada por Teseo en la playa de la isla de Naxos… hasta ahí llegó, a través del mar, el dios, sobre su carro tirado por panteras que cabalgaban las olas encrespadas.
Una luz se hace en la mente de la muchacha.
-La musa habla por ti abuelo, y comprendo, esto que me dices es una más de las enseñanzas secretas que debo saber antes de que lleguemos a la fragante Eleusis.
Llegan a la Puerta Sacra, está ahí, con el río Céfiso bajo el arco y después la Vía Sagrada. El sol los ilumina en un abanico luminoso en cuanto trasponen el arco, después suben las cuestas boscosas entre las tumbas antiquísimas. Algunos descansan a la sombra, entre los laureles consagrados a Apolo. Van alegres, agitando las bakchoi, las ramas del culto y apenas sienten el cansancio cuando ven el puente y a la mujer al lado del río que grita obscenidades a los que lo atraviesan.
La muchedumbre se aglomera y empuja a la procesión que lleva sobre los hombros la estatua del dios Yaco-Dionisio, apenas pisan el estrecho puente, deseosos de atravesarlo.
-¡Baubo! –la joven mira a su abuelo y este le explica- La actriz este año interpreta a la vieja que con sus gracias hizo reír a la diosa Deméter cuando vagaba infeliz en busca de su hija Core, ignorante que Hades la había raptado y llevado al inframundo.
-¿Y el otro año interpretará a Yambe, y recitará sus obscenos versos yámbicos?
-El otro año será, quizá, otra actriz más joven, quien la interprete… Escucha… escucha cómo ella se sabe todos y cada uno de los chismes de Atenas.
Baubo se para con los brazos en jarras al lado del puentecito. Una pareja se acerca. La mujer monta un asno, el hombre lleva las bridas.
-¡Eh! ¿A quién tenemos aquí? –grita y señala con la mano a la pareja- A un hombre que no puede retener a su mujer en la cama porque ella, por las noches, se ocupa de atender a los versos de Safo: Héspero, traes todo aquello que Aurora luciente sacara: traes a la oveja, traes a la cabra; de su madre a la hija la apartas.
La muchedumbre se echa a reír, la pareja siente ardor en la cara, se sonrojan pero soportan el paso a través del puente. Es una prueba, después de todo.
-¿A qué obedece si no a eso (el ir tras otros hombres), el montar en un asno, emblema de la lujuria? –añade Baubo. La pareja pasa, por fin, pero aún se ríen de ellos y los señalan con el dedo.
Allá, delante, se ve marchar la procesión que lleva sobre los hombros al dios y que está pronta a atravesar las murallas de la ciudad para, después, arribar al santuario, cuando ya les aclaman con júbilo. Bajo la muralla las mujeres se entregan a una danza que representa el ir y venir de las estaciones.
El abuelo y su nieta llegan a Eleusis. Atraviesan las puertas en la muralla. Alcanzan el templo. El hierofante aparece, entre clamores, a la entrada del Telestérion, el fastuoso templo de los misterios con su gran sala hipóstila. El hierofante levanta las manos, impone silencio a la multitud clamorosa.
-¿Hay alguien cuyas manos no estén limpias –pregunta-, alguien cuya voz no pueda ser comprendida, alguien culpable de asesinato o sacrilegio o practicante de la magia negra? ¡Que se retire!
Varios sacerdotes y sacerdotisas caminan entre el gentío, seguidos de jóvenes que llevan canastos. Una de las sacerdotisas se detiene ante el abuelo.
-Yo conozco la espiga –dice, en clave, el anciano-, pero he traído a mi nieta a conocerla.

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El rapto de Perséfone

La sacerdotisa asiente con la cabeza.
-¿Qué le darás al barquero a cambio –pregunta-, para que tu nieta vea el rapto de la reina del Inframundo y renazca como ella, con las flores del campo en la fragante llanura de Eleusis?
-Esto –dice el viejo, extrayendo una taleguita de cuero con monedas.
-¡Bienvenidos sean! –la sacerdotisa coge la taleguita y la echa en el canasto.
-Ven, hija mía –dice el abuelo-, acamparemos ahí –señala delante, al lugar donde otros peregrinos han levantado una tienda-. ¿Hay lugar para un abuelo y su nieta que aspiran a conocer la naturaleza del dios y la triple diosa? –pregunta.
-¡Lo hay, vengan aquí, tenemos mantas para el frío y comida! –se les hace un sitio ante una mesa y charlan, mientras los sacerdotes recogen los honorarios de los peregrinos recién llegados.
Por la noche atestiguan la procesión de las antorchas.
-Las almas descienden al mundo de los muertos, mira, mira –le dice el abuelo a su nieta. Ella respira el aroma a brea y el perfume de las flores bajo el rocío nocturno-. Siente la solemnidad en los hombros y observa, sé testigo en silencio, sin perder ningún detalle- él le señala con el dedo la procesión y el fuego.
Algunas muchachas llevan ramos de flores atados con zarcillos de vides, van y vienen entre los oscuros olivos. El aire sopla con tranquilidad. Una bellísima joven, apenas vestida, danza entre los asfódelos, a su lado un hombre mayor, caracterizado como el sátiro Sileno, tañe la flauta pánica. Como de la oscuridad brotan más danzantes apenas cubiertas. Las telas que las cubren, conforme danzan, les descubren los pechos y el sexo. Todo acontece ante la muralla, a un lado del llamado “Pozo de la Doncella” a través del cual, se dice, Core ha descendido al Hades. Al fondo se divisa la caverna, y a las sacerdotisas que preparan la misteriosa bebida sagrada, aquella que es capaz de producir la visión.
-¿Quién se llevó a Core? –una mujer clama y llora, arrancándose los cabellos, va recorriéndolo todo, peguntando, llorando, gritando. Pero la gente, asombrada, no tiene respuestas.
-¡La diosa Deméter clama por su hija! –dice el abuelo- Ven, acerquémonos al Plutonion, el templo de Hades, antes que la gente nos lo impida. Allí culminarán los “drómena”, los episodios del drama.
Ante el templo la gente se agacha sobre la tierra y llama, con los labios pegados al suelo y golpeando con los puños.
-¿Dónde está la joven diosa? ¿Hades, qué has hecho? La diosa se ha llevado las flores de la tierra, despobladas de hierba están las llanuras y la Llorona recorre Eleusis, gritando: ¿Dónde, dónde está mi hija, de ella qué será?
-¡Yaco, oh yaco, condúcenos a la luz! –se grita aquí, allá.
Sobre las mejillas frías de la nieta ruedan las lágrimas. Cae sobre una rodilla, llorando a lágrima viva, golpeando con el puño la tierra fresca de Eleusis.
-¡Yaco, oh Yaco, condúcenos a la luz! –invoca, clama, se desgarra.
Así llega la mañana. La primera noche en Eleusis ha pasado.
Abuelo y nieta se levantan. Han hecho amigos. Todo el mundo sonríe en Eleusis, y entre todos los peregrinos se percibe la afable camaradería. Abajo está la playa. La nieta y el abuelo descienden, acompañados por los dueños de la tienda bajo la cual se les ha acogido. Llevan pan y queso de cabra. Desayunan a la orilla del mar y luego se bañan juntos, la muchacha y un muchacho, hijo de los dueños de la tienda.
-¡La espuma se arremolina obscena entre tus muslos desnudos –dice el muchacho, señalando con el dedo el agua, cuando la ola ha pasado y el mar que los acoge parece calmo-, mira, es como el esperma de los genitales castrados de Urano! Un titán quiere preñarte y en ti engendrará un dios…
La muchacha enrojece.
-Ven, dame un beso… -dice él, abriendo los brazos.
-No. Debemos permanecer puros antes de la Epopteia, de la Visión…
El agua lame los muslos de la muchacha y la espuma le deja marcas blancas, saladas, sobre la piel, en la carne tersa, cuando se retira. El muchacho mira, ávido, extiende la mano pero la muchacha lo detiene con una oración:
-¡Oh, Afrodita, Gran Urania, en las batallas del amor sé mi aliada!
-Lo siento –dice él, bajando la vista, rechazado tiernamente por la muchacha o por la diosa invocada.
-¡Ven, vamos con los demás! –ella le ofrece ahora una mano, conciliadora y tierna, y él acepta. Salen del agua y se acercan al hierofante que arenga a la multitud. De una carreta van bajando varios cerdos que atan a un poste clavado en la arena.
-El baño ritual se ha llevado la inmundicia del pecado. Algunos han estado a punto de caer en la tentación pero todos han logrado pasar la prueba, mientras que ell mar lame las patas de estos cerdos… ¡Que así se lleve el pecado en su sangre! –el hierofante levanta la daga sacralizada y yugula al cerdo. Su sangre espumosa se mezcla con la espuma de las olas y el rumor del mar se lleva los chillidos del sacrificio lejos, muy lejos, a lo largo y ancho de la playa repleta de asistentes al drama de sangre.

Han pasado siete días. Han ayunado. Han meditado sobre todo lo visto y oído en Eleusis pero aún no han sido iniciados. Ahora acceden al templo. El Telestérion se abre. La grandeza y belleza del interior, de su gran sala hipóstila, impone respeto. Hay miles de peregrinos dentro. El rumor es demencial, como el de miles de millones de abejas zumbando a la vez.
-Vayan, hijos míos –dice el abuelo-. Ha llegado la hora. Cuando les ofrezcan el Kykeon, la bebida sagrada, la divina ambrosía, no la rechacen, ya que es la llave de las puertas, y también la barca en el río y la mismísima clave del regreso.
El muchacho y la nieta van cogidos de la mano, en silencio suben la escalinata. El hierofante abandona su trono de espaldar alto y techado, se detiene sobre un altar, levanta las manos. El silencio cae como una cortina o un velo. Los sacerdotes y las sacerdotisas llevan canastas con panecillos y copas que contienen el Kykeon que han servido directamente un recipiente de gran tamaño, parecido a una copa con estípite y dos asas, tapado con una tapadera de barro. Van pasando de mano en mano tanto las copas como los panecillos. Los peregrinos comen y beben. En ese instante alguien, o varios de los asistentes de los sacerdotes que permanecen entre las sombras, apagan todas las antorchas. El ambiente huele a vapores perfumados. Los jóvenes, aún de la mano, beben de la misma copa. Parten los panecillos, que tienen forma de cerdos y de falos, y se dividen los pedazos, se los ofrecen mutuamente. Sudan frío. Tiemblan. La muchacha siente vértigo y deseos de vomitar. El tiempo parece combarse. Se comba. El templo parece alargarse. Se alarga. Las columnas del templo vibran, se abren a lo largo como puertas, como bocas, como el sexo primordial de la diosa. Pueden verlo dentro de la misma oscuridad, dentro de sus ojos, en el globo ocular, como un templo sumergido en un océano contenido en el ojo, como en una pecera.
La muchacha suelta la mano del muchacho. Apenas escucha su nombre pero a ella le atrae el reflejo de las flores, de los asfódelos, sobre una pradera que desciende al mar. Una barca aguarda a orilla de ese mar.
-¿Qué tienes para el barquero, muchacha? –dice el hombre sobre la barca, que va con el rostro cubierto por una cabellera enmarañada que apenas deja entrever unos ojos ávidos, como ave de rapiña.
-Mi abuelo ha pagado ya, allá arriba… en Eleusis.
El barquero se hace a un lado. La muchacha embarca. Conforme avanzan por las aguas turbias el aire enrarece. Todo es cubierto por las tinieblas más sulfurosas y pestíferas. Cuando la barca encalla y ella pisa la arena vidriosa, con terror, mira la cueva delante. Da un paso en la playa y se detiene. Quiere volver. Voltea sobe su hombro, pero el barquero ha partido ya, de regreso a la otra playa, situada entre las realidades.
La muchacha se frota los brazos desnudos. Tiene frío. Delante, Cerbero gruñe por lo bajo y sus tres cabezas olisquean el aire, no la miran sus tres pares de ojos ciegos, pero la huelen. Ella pasa, con el terror pintado en las mejillas. Sin saber cómo ha bajado entre las piedras y las rocas y el camino sinuoso entre las paredes de roca de la caverna donde brillan los diamantes y los granates.
Dentro Hades-Plutón se sienta en su austero trono de piedra. Core, radiante pero triste, se sienta a su lado.
-Te concedo la palabra –dice Hades-, ¿qué quieres preguntarle a mi esposa?
-Gracias, Señor del Inframundo –dice la muchacha-. Allá arriba, diosa de las flores, tu madre, la señora del trigo y de los cereales, te busca. Ha llorado mucho. Ha llorado como una madre humana, como una diosa, ha llorado. La Llorona recorre los campos. Ha llorado… Tanto ha llorado…
Las lágrimas brotan de los ojos de la joven y al caer al suelo se convierten brevemente en zafiros que se queman en el suelo ígneo.
-Mi madre aún no conoce mi nombre subterráneo –dice la diosa-, dile que me llamaré Perséfone o Proserpina en los Infiernos. Así ha de llamarme. Que con ese nombre me busque. Que sepa que no todo es tristeza. Mírame, pronto daré a luz –la diosa le enseña el vientre redondo sobre cuya piel se dibujan signos sagrados y secretos-, Brimo-Yaco, brotará de entre los muertos. Todo lo que está muerto ahora, en el reino de Hades-Plutón, habrá de resucitar: como la semilla de la tierra, y las flores y el cereal. Ahora… ¡Es, para ti, la hora del despertar!
La muchacha abre los ojos y contempla las estrellas brillando a través del óculo en el techo. Las mira pero no sabe bien qué mira. Al lado de ella, por delante, atrás, rodeándola, los peregrinos yacen por el suelo, todos, ella misma, como si una fuerza incontrarrestable les hubiera golpeado y diseminado como semillas al viento. También mira a aquellos que, sobre los peldaños apoyados contra los muros, todavía duermen.
-¡Proserpina, Proserpina, Proserpina! –clama el sacerdote, mientras golpea la fuente de cobre con un mazo.
Poco a poco los peregrinos se incorporan. Miran, pero con una mirada velada, cómo es que brota la diosa de la fuente de cobre, en medio de una cascada de flores que se abren, entre sus piernas, mientras asciende y se levanta y, por fin, auxiliada por dos sacerdotes, baja y se sitúa a un lado del hierofante. Sin que se den cuenta de cómo ha sido que se los han echado encima, varios peregrinos se percatan en este momento que llevan un velo sobre la cabeza.
-La iniciación es una forma de muerte y de resurrección –dice el hierofante-. Ahora ya son ustedes Mystai, los conocedores de los Misterios, y pueden quitarse el velo que les cubre los ojos.
Un ligero rumor recorre a los Mystai que van despojándose del velo transparente.
-¡Cayó un grano en el surco y este renació! –dice el hierofante y de una cesta que le presentan extrae una larga espiga dorada de trigo que levanta sobre su cabeza.
-¡Yaco, oh Yaco! ¡Bromio, oh Bromio! –claman los sacerdotes.
-Este es el misterio de la cesta –anuncia el sacerdote, introduce la mano y extrae el hongo sagrado-. Este es el Axis Mundi, este es el falo de Dionisio y el eje del cielo. Este es Bromio, el Niño-Dios que adviene con buenas nuevas, con un evangelio de vida-en-la-muerte. Este es el cerdito de los bosques que construye su casa con paja y el sapo que se convierte en príncipe. Porque así como el hongo sagrado crece en la paja y el estiércol, también la piel de los sapos produce la Epopteia a través de sus fluidos. Sépanlo todos: los hongos son la comida de los dioses y la misma carne de dios –. El hierofante coge un rhyton, una copa con forma de cabeza de cabra, y la hunde en una crátera que le han acercado, llena la copa a rebosar con vino sin mezclar-. Y esta su sangre, la sangre de Dionisio en el éxtasis de la comunión–apura la copa-. ¡Ahora todos “hemos visto hacia dentro”!
Las sacerdotisas se yerguen, visten solo con pieles de panteras y levantan los thyrsos, las varas huecas de cáñamo, coronadas por piñas y adornados con zarcillos y hojas de vid y hiedra. Después, el hierofante permanece en silencio por largos segundos que gotean del techo como ámbar derramado. Como una lluvia dorada que oliera a maderas preciosas.
-Deben prometer guardar silencio sobre todo lo visto y vivido aquí.
Los peregrinos juran. Permanecen aún en vilo, entre dos realidades, como para ser conscientes del paso que han dado. Después, como volviendo de un sueño sin tiempo, los peregrinos van abandonando el templo. El abuelo y los padres del muchacho, afuera, estiran el cuello para localizar a los chicos de entre la multitud silenciosa que baja la escalinata.
-¡Ahí, ahí! –señala el viejo.
Los jóvenes se acercan. El muchacho mira sin ver a sus padres, sólo atina a pronunciar:
-Yo conozco la espiga.
Al mismo tiempo que la nieta le confiesa a su abuelo:
-He ayunado, abuelo, he bebido el kykeon, saqué de la cesta, hice lo que tenía que hacer, volví a poner en el cesto y del cesto, en la cesta, lo que había que poner…
Aún ciega, con la mano a tientas, en el aire, ella busca la mano del chico, que con sus dedos encuentra el brazo de la muchacha. Los familiares les echan encima unos mantos, sobre los hombros, y los llevan, caminando, casi abrazados, todavía en éxtasis, hacia la tienda, guiándolos y temblando, todavía por el éxtasis, todavía por los efectos de lo visto y de lo comido y de lo bebido.
Arriba el sol de Eleusis brilla en la tarde, mientras sobre una roca, un actor, caracterizado como el dios Pan, tañe la siringa, la flauta de Pan. Y todo está bien bajo el sol de Eleusis y la paz de los bienaventurados se posa desde el cielo, sobre todas las cosas.

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Robert Graves

Todo comenzó con un recetario de cocina. En 1947, Robert Gordon Wasson, banquero estadounidense casado con la pediatra rusa Valentina Pavlovna y su cocinera “Florrie” proyectaron escribir un libro que recopilara recetas rusas cuyo ingrediente básico fueran los hongos. Tendría que ser un libro adaptado al mercado y al gusto occidental, pero el creciente interés por la pareja en la aceptación, o el rechazo, hacia los hongos como elemento importante en la dietas de las culturas humanas les hizo pensar, acertadamente, que algún enigma antropológico se ocultaba bajo el cúmulo de los años y los tabúes. Propondrían, así, la división entre pueblos micófilos (consumidores de hongos) y micófobos (que rechazan su consumo). Entonces los Wasson leyeron Yo, Claudio y Claudio, el dios y su esposa Mesalina, las novelas históricas sobre el emperador romano, muerto y deificado, escritas por el erudito y mitólogo británico Robert Graves. Para 1949 ya había comenzado un intercambio epistolar, y la indagación sobre la especie de hongo con la que habría sido asesinado Claudio por Agripina, madre de Nerón.
-Mi querido Wasson –le comentó Robert Graves a Robert Gordon Wasson-, el proverbio que citó Nerón, “los hongos son la comida de los dioses”, era cierto en el sentido de que éstos daban el pasaporte al comedor de hongos a un paraíso de donde podía regresar como un dios después de su visión celestial. Pero Nerón había sido excluido de los Misterios de Eleusis por haber asesinado a su madre Agripina. Es decir, no había visitado el paraíso en persona, y citó el proverbio en un sentido burlón. Su padrastro, Claudio, después de morir envenenado por el hongo Amanita phalloides, dado en su comida por Agripina, fue deificado.
Graves se encargaría de enviarle bibliografía y abundante material impreso que diera cuenta sobre el uso de los hongos en diversos países y diferentes culturas. A principios de los años cincuenta, de manera fortuita, Wasson recibió un recorte de periódico por parte de Graves que mencionaba “los oráculos de hongos en México.” El matrimonio Wasson, y Robert Graves, habían descubierto a la curandera mazateca María Sabina y estaban sentando las bases tanto de la nueva ciencia de la etnomicología, como abriendo la brecha de uno de los mitos esenciales (la sabiduría ancestral) que sustentarían la llamada “Contracultura.”
El 29 de junio de 1955, Wasson y el fotógrafo Allan Richardson, participaron por primera vez, desde épocas prehispánicas, como los primeros extranjeros en la comunión sagrada mazateca. Fue “una experiencia sobrecogedora”, escribiría Wasson posteriormente.

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Jerome Robbins 

Estamos en enero de 1960, en el apartamento de Wasson en Nueva York, se encuentran con él Robert Graves y el coreógrafo y bailarín Jerome Robbins.
-La choza de paja está alejada del pueblo. Me encuentro recostado en un petate. Las luces o todas las velas, han sido apagadas, de otra manera la menor luminosidad que pasara a través de los párpados se volvería dolorosa una vez que la droga ejerce su efecto en uno –cuenta Wasson-, tan sólo el anafre continúa encendido. Mi cuerpo pesa. Es de plomo. La chamana comienza a entonar su canto. Se golpea el pecho con las manos, sin dejar de cantar, sigue con los brazos, los muslos, la frente. El canto ora se aleja, ora se acerca. Parece que brota de mis pies, de mi frente. Ya no estoy ahí, sobre el petate, es decir, está mi cuerpo pero puedo verlo desde arriba, recostado y yo, mi yo etéreo, está cerca del techo de la choza. Puedo ver la música y cómo asume formas armoniosas. Ahora comprendo las palabras dichas por Elio Arístides en el Siglo II: Eleusis es un santuario común a la tierra entera, y de cuantas cosas divinas existen entre los hombres es la más reverenciable y la más luminosa. ¿En qué lugar del mundo han sido entonados cánticos más milagrosos y dónde han provocado los drómena mayor emoción, dónde ha existido rivalidad mayor entre el mirar y el escuchar?
-Y llevaba usted, mi querido amigo, su grabadora magnetofónica.
-Y llevaba la grabadora, sí.
-Me temo que, si la chamana se hubiera enterado, no lo habría permitido. ¡Usted se robó sus cantos, los tomó sin su consentimiento! –opina Graves-. A pesar de ese acto poco amable de su parte, sus cantos le darán solemnidad a esta reunión, a este momento.
-Mi visión, Graves, justifica todo eso… y fue la misma visión que está representada en el fresco de Tepantitla, con Tláloc y su paraíso acuático. Supe que ella nombraba a Tláloc como a Cristo, bajo el sincrético nombre de Cristo, y como si ella fuera una diosa y Tláloc su hijo caprichoso –Wasson les muestra una foto del fresco a Graves y Robbins-. Observen estos elementos. Aquí y aquí…
-¿Qué es esto? ¿Un sapo? –pregunta Robbins, señalando una criatura en la fotografía.
-Los animales que acompañan a Tláloc, un dios que fue engendrado por el rayo, que lleva una corona de serpientes y tiene un refugio bajo el agua.
-Y de la boca del sapo brota una corriente de agua. ¿Recuerdan ustedes qué dios griego fue engendrado por un rayo, llevaba una corona de serpientes, tenía como emblema un sapo y un refugio bajo el agua, en las cuevas submarinas de Tetis? –pregunta Graves- Aún más ¿recuerdan a Perseo, rey de Argos, convertido al culto de ese dios y que otorgó a Micenas tal nombre debido a que encontró en dicho sitio un hongo, lo arrancó y de este brotó una corriente de agua? ¡Dionisio, por supuesto! Plinio lo cita claramente: Un silencio sobrecogedor cae sobre la gente en presencia de un sapo, ahora veo que tanto Dionisio como Tláloc tenían una epifanía como sapos. Todavía más: a los sapos en el folklore europeo se lo llama “el cojo” debido a la torpeza de sus patas ¿sabe usted el significado de Dionisio, de su nombre? ¡Claro, “el cojo”! Y durante los Misterios de Eleusis, Dionisio se subordinaba a las diosas Deméter y Core.
-Bien, ¿les parece si comenzamos con la comunión? Repartiré los hongos Psylocibes, que comeremos de dos en dos, en seis pares, en cuanto apague las luces y encienda la grabadora. Estos hongos han sido colectados por una muchacha indígena, una virgen mazateca, en el bosque, bajo la luna nueva. Los hongos fueron llevados a la iglesia y consagrados en el altar –Wasson les hace entrega de los hongos, pequeños y marrones-. Al principio les sabrán mal, muy amargos, pero poco después las visiones brotarán en torrente, desde detrás de la cabeza, surgiendo directamente del nervio óptico en el lóbulo occipital. Seremos espectadores de una película que se desarrollará frente a nosotros, espectacularmente colorida y vívida, comenzando con dibujos geométricos, arquetípicos, como los mandalas orientales. Nuestra temperatura corporal descenderá, tendremos frío y quizá nos acometan las náuseas y los deseos de orinar. La percepción del dolor disminuirá al grado de sólo percibir la presión de una aguja pero no el efecto de su penetración. Las visiones pueden durar hasta cinco horas pero la mente se liberará de cualquier noción del tiempo. Visitaremos nuestro pasado e indagaremos en la manera en que nuestro padre le hizo el amor a nuestra madre y sabremos el instante preciso en que fuimos engendrados.
-Sí –interrumpe Graves-, seremos el rayo fálico de Zeus y el thyrsus de Dionisio.
-Les traduciré algunos de los versos del canto de la chamana, de María Sabina para que tengamos noción de sus palabras. Ella dice, dulcemente: “Soy mujer que hace tronar, soy mujer que hace soñar, soy mujer araña, soy mujer águila, soy mujer remolino, soy mujer aerolito.”
Los hombres permanecen por unos segundos en un silencio respetuoso.
-¿Qué más experimentaremos al ingerirlos? –pregunta Robbins.
-¡Viajaremos al futuro y volveremos con imágenes de ciudades del mañana y profetizaremos a los hombres del presente! Haremos el amor con amantes olvidadas y con mujeres que aún no hemos conocido.
-Mi querido Wasson –interrumpe Robbins- ¿qué está usted esperando?
-¡Sí, apague ya las luces!
El canto comienza. Las luces se extinguen. Cómodamente sentados Wasson, Graves y Robbins comienzan a comer los hongos.

Graves percibió el aire fresco y luego frío del mar, soplando sobre su cuerpo. Se abrazó a sí mismo, para darse calor, antes de entrar en una gruta iluminada por una luz espectral de color verde-azul. Encontró ahí un pasaje de roca centelleante, cuajado de joyas y pasó a través. Cuando salió se encontró parado en la cima de una montaña. Desde ahí miró claramente cómo cada frase de la canción de María Sabina caía sobre el suelo, lentamente, flotando en la brisa y, una vez caída entre las rocas, se transformaba en hojas y flores y en entrelazadas cadenas doradas. Miró hacia abajo, envuelto en una paz completa –diríase la “paz del corazón” que embarga a los amantes en libertad, que aman pero no sufren-, y recordó a sus mujeres, sus musas carnales de poeta, y fue sabio, pues supo lo que ellas sabían y sentían en su corazón cuando le amaban y hasta le hacían sufrir un poco. Ellas también amaban y sufrían un poco. Respiró profundamente y caminó lentamente entre las hojas que abrían capullos de flores eternas y notó cómo los colores se intensificaban hasta sangrar.
Graves anduvo por ahí, aquí, más allá y supo que estaba inmerso en el paraíso. En cualquier paraíso, fuera de los terrenos limitados de la religión, en una zona más amplia y recordó las Centuries of Meditation de Thomas Traherne:
Oriente y trigo eterno, que nunca debía ser segado ni jamás fue sembrado. Creí que había permanecido de lo eterno a lo eterno. El polvo y las piedras de la calle eran como oro precioso: las puertas eran al principio el fin del mundo. Cuando vi por primera vez los árboles verdes a través de una de las puertas, me extasiaron y me arrebataron: su dulzura y su rara belleza hicieron saltar mi corazón y casi enloquecí de éxtasis, pues eran cosas tan bellas y extrañas… todas ellas permanecieron eternas puesto que estaban en su propio lugar. La eternidad se manifestaba en la luz del día y algo infinito aparecía detrás de cada cosa que hablaba con mis esperanzas y movía mi deseo.
-¡Ya basta con las joyas de la corona! –expresó en voz alta.
En seguida brotaron del suelo, empezando por la frente enjoyada y los cabellos luminosos, los ojos inyectados de deseo, los labios rezumantes de agua de granadas, los senos erectos, el ombligo como un pozo de infinito gozo y el sexo como un cosmos abierto a la posibilidad, un grupo de cariátides danzantes.
Graves se sentó en el suelo, en posición de flor de loto, y se elevó un poco, tan sólo para contemplar desde distintos ángulos a aquellas divinas criaturas.
-Hace falta estar en “estado de gracia” –escuchó Graves dentro de sí su propia voz y, al mismo tiempo, envolviéndolo como un manto-, para poder acceder a la danza de las cariátides y no toparse con la serpiente de Edén.
Sus párpados se doblaron hacia arriba y se distendieron, le rozaron la frente. Vio “hacia dentro”. Abrió los ojos. Estaba en paz con todos, con todo y consigo mismo. Percibió un descanso completo del cuerpo.
-Ahora comprendo por qué el Buda, cuando estaba en su lecho de muerto, se unió con sus discípulos en un banquete de “pequeños cerdos”: ¡eran hongos, como los panes con forma de cerdos que se comían en Eleusis! De esta forma, comiendo estos pequeños cerdos, Buda accedió directamente al Paraíso Indio.
Wasson y Robbins se contaron sus visiones. Coincidían en varios aspectos. Robert Graves, en cambio, cogió papel y lápiz y escribió un poema:

Pequeño niño esbelto, cabeza de sapo
Para quien los siglos y las leguas son como un juego de
Dados,
Sonríeme donde hechizado me pierdo
Ahíto de tu carne amarga,
Borracho con el arrullo de tu virgen madre.
Pequeño niño esbelto nacido del relámpago,
Gran maestro de los magos (…)
¡Guíanos con tu canción, alta reina de la tierra!
Mellizo del dios, sigo amistosamente
A través de un primer limbo de arco iris tejido en blanco,
A través de las frías aguas del Tirreno, bajo el agua,
Donde los delfines se revuelcan entre piedras de mármol,
A través de selvas de luz espada, inquietos enredos,
A través de pasillos de miedo techados con pesadillas,
A través de cámaras de tesoros centelleantes tapiadas de granate
A través de cúpulas sostenidas por desnudas cariátides
Y al fin subo alado hacia el aire puro,
Mirando con ojo regal hacia
Los cinco huertos frutales del Eliseo,
Con perfecto entendimiento de todo saber.

Robert Graves sugiere, a través de la cita “convengo totalmente con R. Gordon Wasson en que las ideas europeas acerca del cielo y el infierno pueden muy bien haberse derivados de misterios análogos”, que todos los cielos e infiernos de cualquier religión no se concibieron a través de los mecanismos del Inconsciente Colectivo, la teoría de Carl Gustav Jung, sino al descubrimiento individual del uso de los hongos y las plantas alucinógenas y al contacto entre las diferentes culturas.
María Sabina lamentó el hecho de que Wasson, con todas las buenas intenciones que pudiera haber tenido un estudioso e investigador ante quien se abren las diferentes posibilidades de una nueva ciencia, le haya llevado las cintas de su propia voz. Para ella el canto sagrado y secreto había sido robado y desacralizado.
Robert Gordon Wasson siempre mostró una “mala disposición e impaciencia ante quienes consideraba hippies y con los investigadores cuyas conclusiones fueran poco prolijas y rigurosas” como señaló su hija Masha Wasson Britten.
La amistad entre Robert Graves y Jerome Robbins enriqueció el ejercicio de ambos creadores, tanto en los terrenos de la danza como en los literarios. Ambos estudiaron la obra clásica de Luciano de Samosata “Sobre la danza”.
Hay un tono profundamente reverencial en las palabras que Robert Graves le dedicó a María Sabina en el prólogo a su obra “Los mitos griegos”: “Yo mismo he comido el hongo alucinante llamado Psilocybe, una ambrosía divina utilizada por los indios mazatecas de la provincia de Oaxaca, en México; he oído a la sacerdotisa invocar a Tláloc, el dios de los hongos, y he visto visiones transcendentales.”
Los Misterios de Eleusis, tres mil años después (un milenio más que lo que ha durado el cristianismo) de haber sido instaurados, fueron suprimidos por el emperador romano Teodosio. Era el Siglo IV d. C. y la democrática religión cristiana (que no exigía iniciados), se erigía triunfante en el imperio.
Así, con otros investigadores y científicos, entre estos el micólogo Roger Heim, y los datos aportados por el químico Albert Hofmann, descubridor del LSD y el profesor de ciencias naturales Richard Evans Schultes, se sentaron las bases de la nueva ciencia de la etnomicología que descubrió que, a pesar de las prohibiciones de la iglesia católica, el culto al hongo sagrado ha perdurado como el mismo sol sobre las ruinas de Eleusis.

eleusis-2394
Eleusis

 

 

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