Por Celia Gómez Ramos
I.
Caminaba por la banqueta de una de las calles del centro, cuando al pasar por un registro metálico con rendijas, junto a una librería de viejo, sentí una descarga eléctrica desde los pies hasta la punta de mi cabeza, y el resquebrajamiento –incluso escuché cómo tronó- inmediato, de mi cintura, como si se me hubiera desgajado o soltado de la columna. ¿Habrá estado sostenida por una aldaba? Sé que es tonta la idea, pero así me siento.
No me puedo mover. Estoy aquí, quieta, esperando a que todo cambie. Que de repente despierte o libere mis pies y logre no sentirme atada al piso, a la rejilla; sin la opción de avanzar. Me olvido de la gente alrededor y me concentro en mis posibilidades, pero en realidad, no sé qué hacer. No estoy bien.
No puedo explicarme cómo el hecho de pasar por un registro, por el que transitaba el agua –cuando transitaba-, me pudo haber generado esa electricidad visceral, corpórea, como si mi cuerpo todo fuese ese conductor necesario de algo que no entiendo y que me haya dejado partida en dos.
Una cosa es pensar que uno es otro al que es. Otra muy diferente, sentir el cuerpo roto.
Si intentaba avanzar, era probable que mi parte superior cayera o que no la pudiera mantener erguida. ¿Se imaginan ustedes, lograr dar un paso y que de la cintura para arriba se te caiga el cuerpo, sea hacia atrás o hacia delante?
Estoy muy asustada.

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