Por Pedro Paunero
Apunta Robert Graves en su obra indispensable Los mitos griegos (Alianza Editorial):
Algunos sostienen que Eros, salido del huevo del mundo, fue el primero de los dioses, pues sin él ninguno de los demás habría podido nacer.
Más adelante, le toca analizar el mito en estos términos:
Eros («pasión sexual») era una mera abstracción para Hesíodo. Los griegos primitivos lo describían como un Ker, o «malicia» alada, como la Vejez o la Peste, en el sentido de que la pasión sexual sin freno podía perturbar la sociedad ordenada.
Federico García Lorca se refería al orgasmo como a la muerte chiquita; Freud (en El malestar en la cultura), se ocupa de la restricción del principio del placer, el instinto de vida (Eros), tienen su correspondencia en el impulso de agresividad, hacia la muerte (Tánatos), que es necesario reprimir para sobrevivir en una sociedad ordenada. En cierta ocasión Jean Genet, en su estilo único, cargado de una belleza necrófila, escribió, mientras recorría la ciudad de Chatila, poco después de la matanza de los refugiados palestinos por parte del ejército libanés:
El amor y la muerte. Estos dos términos se asocian muy rápidamente cuando se escribe sobre uno de ellos. Me ha hecho falta ir a Chatila para captar la obscenidad del amor y la obscenidad de la muerte. Los cuerpos, en ambos casos, no tienen nada que esconder: posturas, contorsiones, gestos, expresiones, incluso los silencios pertenecen a uno y otro mundo.
He escogido tres títulos con toda intención personal, porque, tanto el amor como la muerte son, huelga decirlo, eso precisamente, experiencias personales. Un clásico de occidente, que nos ha llegado desde el imperio romano, una novela contemporánea sobre el amor y el vacío actuales, así como un intento desesperado de preservar un momento extasiado, y un ensayo que busca, a través de la indagación en las épocas pasadas, el significado del adulterio en la muerte, como oposición al matrimonio y vía de exaltación poética, resuelto en uno de los más bellos ensayos que, al amor, se han dedicado jamás.
El arte de amar (Ars Amatoria). Ovidio (Varias ediciones)
Publio Ovidio Nason (43 a. C.-17 d. C.), escribió en su Ars Amatoria tanto una exaltación al amor como al dispendio que el objeto amado debe otorgar al poeta, único capaz de dar la inmortalidad a la mujer amada y por quien canta:
Los que componemos versos, solamente versos podemos enviar; pero sabemos amar como ninguno y cubrimos de gloria el nombre de la que supo conquistarnos. Grande es la fama de Némesis y no menor la de Cintia; a Licoris se la conoce desde el Occidente a las regiones de la Aurora, y son muchos los que desean saber quién se oculta bajo el seudónimo de Corina. No nos dejamos sobornar por la ambición o la sórdida codicia, y amantes del reposo y la sombra, despreciamos los pleitos del foro. Se nos vence con facilidad, nos encendemos en el fuego más vivo y sabemos amar con sobra de buena fe: la dulzura del arte suaviza el temperamento rudo, y nuestros hábitos conforman con la inclinación al estudio. Muchachas, sed complacientes con los vates de Aonia: el numen les inspira, las Musas les conceden su favor, un dios vive en ellos, traban relaciones con el cielo, y de la bóveda celeste desciende sobre sus cabezas el genio creador. Es un crimen exigir el pago del placer a los doctos vates; pero, ¡ay de mí!, un crimen que ninguna teme perpetrar.
Corina (diminutivo de Coré, es decir, Vírgen) probablemente sea una figura idealizada, síntesis poética de varias mujeres que Ovidio amó o, probablemente existió y, de acuerdo al exquisito Robert Graves, cuando escribió sobre Ovidio y las libertinas de su tiempo:
Tuvo dos esposas impuestas por su familia, pero muy pronto se divorció de cada una de ellas, no porque le fueran infieles, sino porque le molestaban. Corina, su supuesta amante libertina, una pelirroja apasionada, alta, elegante, y de tez pálida, quizá de raza irlandesa, parece haber tenido la culpa. Estaba casada, pero Ovidio escribe que afortunadamente su marido no sospechaba nada: su consentimiento le hubiera dado una nota de aburrimiento al affaire. Ni siquiera le fue fiel al propio Ovidio, el cual escribió que nunca podría interesarse en mujer alguna a menos que ella se preocupara de engañarlo. Incluso le dio las gracias a un rival desconocido quien, durante su ausencia, le había enseñado a Corina nuevos trucos eróticos que más tarde ella desplegó para el beneficio de Ovidio. Parece ser que él se inquietó muchísimo cuando Corina casi muere al abortar un niño que según ella era suyo; quizá porque, si ella hubiera muerto, el marido le habría planteado problemas. Más tarde se jacta de nunca haberse mezclado en ningún escándalo público. Por cierto, según Ovidio, sus anuncios poéticos acerca de las capacidades eróticas de Corina, le atrajeron a ella numerosos clientes ricos.
¡Ah, de la destreza erótica! Debemos aquí aclarar, para los poco versados, que el término «libertino” y “libertina» en tiempos de Ovidio significaba «alguien que se comporta como si fuera liberado de toda restricción moral y religiosa, deriva de la palabra latina libertinus y libertinae, o sea los esclavos de ambos sexos que han sido liberados de la esclavitud. Tal don sugiere la gratitud del dueño por servicios prestados más allá del deber; así pues, se espera un alto grado de responsabilidad y de virtud cívica de parte de los libertinos.» Las libertinae romanas estaban situadas en una posición intermedia entre esclavas y damas. Estaban versadas en las artes amatorias y ofrecían servicios hábiles a los jóvenes ricos que despreciaban la vulgaridad de los burdeles. Debido al éxito de su Ars Amatoria, una guía para la clase acomodada romana para el placer, Ovidio tuvo en Julia, la bella pero calva nieta de Augusto, el primer emperador de Roma, a una admiradora entregada, una de las primeras fans de la historia.
Se ha supuesto, históricamente, que Augusto condenó la naturaleza licenciosa de la obra de Ovidio y la prohibió. A pesar de esto, existe otra versión de la historia. Se contaba una escandalosa anécdota en torno al autor y su admiradora. Ovidio fue sorprendido in flagranti (nunca mejor dicho, pues estos términos latinos derivan del verbo flagrare, es decir, “arder”) cuando entraba a hurtadillas en la habitación de Julia. Es muy probable que, debido a la naturaleza ardiente de Ovidio, este no se haya sorprendido de que su adorada admiradora estuviera en compañía de otro amante, sino que el sorprendido haya sido el otro amante, ya que se trataba del mismo Augusto, que esa noche la pasaba en el lecho de su nieta.
Ovidio y Julia fueron exiliados, el año 8 d. C. por el celoso Augusto. El poeta moriría diez años después en un pueblo del Mar Negro, entre los bárbaros, alejado de los lujos a los que estaba acostumbrado. En ese horrible sitio escribió otro libro de poemas, Tristia, en los que da cuenta de la tristeza que embargaba su alma libertina, aprisionada, irónicamente, en un lugar abierto y ajeno a sus melancólicos cantos.
El día intacto. Christoph Meckel (Edhasa, 1996).
Una amiga muy querida, que pasa por un duelo sentimental, me pidió como recomendación algún título literario que «hable de amor y desamor». No suelo leer novelas sentimentales, aunque muchas veces, quienes escribimos, caigamos en la cursilería y el «modosillo» cuando nos dejamos llevar al escribir en automático. Entonces me acordé, de inmediato, de esta novela «sentimental» del alemán Christoph Meckel. El título alude a mantener intacto el recuerdo -el día-, de un hombre que, quemando las hojas del otoño (encuéntrese la metáfora si este acto ha de tenerla), se topa con los restos quemados de varias cartas de amor. Lo que descubre es que las cartas son de su mujer y no están dirigidas a él. La novela es catártica en el más amplio sentido aristotélico, la atraviesan los recuerdos que no quieren irse, que regresan como dagas y los días de lluvia en que se escampa bajo portales oscuros, y se cae en los brazos del otro, y se tiene un sexo enloquecido, porque la relación es tan apasionada que se teme que la otra desaparezca entre los visos de la luz en el agua. Hace mucho que leí la novela y, debo confesar, me atrapó el estilo. Escribí deliberadamente una novela imperfecta, que remedaba el estilo de Meckel pero de la que me avergoncé casi de inmediato y que, por fortuna, continúa inédita. A este libro de Meckel lo perfila, lo vertebra, lo sostiene, un dolor agudo, pero ya maduro, un dolor de amor resignado a la pérdida y a continuar aunque no se sepa hacia dónde o cómo. Con este libro el autor rozó algo cercano a lo sublime, si tal es lícito decir de una novela cuya etiqueta, cuyo subtítulo, lleve el sello de “sentimental», como si se tratara de una advertencia o una especie de desafío a quienes niegan leer novelas de amor.
El libro lo presté y, con ese orgullo que tienen los libros, jamás regresó. Tal como un amante no debe regresar y, no por orgullo, sino para mantener intactos los días y sus memorias. Aun con el riesgo de parecer exagerado, me atrevo a afirmar que, si hay alguna novela sentimental que trasciende su naturaleza es esta. No se necesita haber pasado por el desamor para sufrirla de manera dulce-amarga. Pero qué mejor que haber vivido y desvivido los pasos del ser de los amantes, con sus disfrutes y sus tristezas y recordar, aunque se siga adelante. Si la literatura sirve para algo, que sea, como dijo Eduardo Mallea en relación al destino de cada quien: Lo que tiene nuestro destino de nuestro y de distinto es lo que tiene de parecido con nuestro propio recuerdo.
Amor y occidente. Denis de Rougemont (Cien del Mundo, Conaculta, 2001)
En El amor y occidente, Denis de Rougemont, importante colaborador del filósofo católico personalista Emmanuel Mounier en la revista francesa Esprit, analiza unas preguntas fundamentales que tanto tienen de inquietud espiritual como de investigación literaria. ¿Por qué oponer la pasión amorosa, adúltera, al matrimonio, con preferencia por la primera, siendo que conduce a la muerte y, por qué se le parece tanto a la inclinación de los místicos, al grado de considerarse como una exaltación casi religiosa?
Aun con el riesgo de “perder el amor al definirlo”, de Rougemont se atreve a avanzar por las eras de la literatura, los mitos, las leyendas y sus manifestaciones más visibles en la cultura europea para responder esas cuestiones fundamentales. Descubre, así, una “religión” o “iglesia del amor”, secreta, subterránea, pagana, herética, que atraviesa occidente desde la Edad Media a nuestros días.
Denis de Rougemont nos dice:
Amor y muerte, amor mortal: si esto no es toda la poesía, es por lo menos todo lo que hay de popular, de universalmente conmovedor en nuestras literaturas, y en nuestras más viejas leyendas, y en nuestras más bellas canciones. El amor dichoso no tiene historia. Sólo pueden existir novelas de amor mortal, es decir, del amor amenazado y condenado por la vida misma. Lo que exalta el lirismo occidental no es el placer de los sentidos, ni la paz fecunda de una pareja. No es el amor logrado. Es la pasión de amor. Y pasión significa sufrimiento. He ahí el hecho fundamental.
Le sirven para tal efecto el mito de Tristán e Isolda, los cantos de los trovadores, la Beatriz de Dante, Romeo y Julieta, Don Juan, el Marqués de Sade, Wagner, la caballería y la guerra, Don Quijote, la crisis moderna del matrimonio, el ágape y el repaso de las vidas, ideas y escritos de los místicos y de los santos cristianos, hasta una breve mención del erotómano Pierre Klossowski (colaborador de Georges Bataille), para terminar invocando la fidelidad amorosa en estos términos:
Los casados no son santos y el pecado no es como un error al cual un buen día podrían renunciar para adoptar una verdad mejor. Sin fin ni término somos felices o infelices. Pero el horizonte no es el mismo. Una fidelidad mantenida en nombre de lo que no cambia como nosotros revela poco a poco su misterio: porque “más allá de la tragedia de nuevo se encuentra la felicidad”. Una felicidad que se parece a la felicidad antigua, que ya no pertenece empero a la forma del mundo porque ella es la que transforma el mundo.
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