Por Celia Gómez Ramos
Camina por una calle transitada. Es muy temprano. La ciudad comienza a transformarse al ceder la obscuridad a la nueva mañana, irremediable. No obstante algunos personajes nocturnos permanecen en vigilia, muestra de esa hora indefinida pero existente, en que todos cruzamos unos con otros.
Escucha una voz varonil, cascada y aguardentosa: -Quería disculparme contigo, porque mi niña estuvo llorando toda la noche y no sé si te dejó dormir.
Sus alertas brotan al instante, mujer, y descubre su necesidad de observar al personaje que emite esas palabras.
Antes de voltear, siente la pisada cercana y desacompasada de aquél a quien escuchó. Se detiene con cualquier pretexto.
El hombre pasa sin mirar o mirando todo. Tiene muchos años, cabello y barba totalmente blanca, desaliñados. Delgado, de rostro ajado… Cojea y repite al teléfono: -Quería disculparme.
Ella tiembla. Lo que no sabe, se lo ha contado ya. No es una niña. Comienza, comienza a vomitar.
