La última fiesta del aduanero: Henri Rousseau y el nacimiento del arte Naif


Por Pedro Paunero

El humilde “aduanero” es saludado con un movimiento de cabeza por uno de los empleados del Jardín de las Plantas de París. El hombre lo ve perderse al fondo, entre la vegetación tropical.

-Siempre viene –un compañero se acerca al empleado- ¿Quién es?
-Un pintor. Alguna vez lo vi en un café en compañía de esos poetas locos, le llaman “el aduanero”, por su empleo. Sus amigos lo celebran mucho. Dicen que hizo un viaje a las selvas de México y por eso es que añora la vegetación, que es veterano de las guerras napoleónicas.
-¿Quién te lo dijo?
-Antes de este empleo tuve otro, en uno de esos cafés… Si supieras la de cosas que se entera uno de esos pretendidos artistas… Si supieras…- Los hombres miran la puerta abierta del invernadero mexicano, sus ojos se hunden en la feracidad de las plantas exóticas y de los árboles, tratando de localizar al pintor, pero él ya se ha vuelto uno con el verde, integrándose al paisaje salvaje y marginándose, a la vez, del resto de los visitantes.

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Henri Rousseau «El aduanero»
El Aduanero regresa a su casa, prepara los pinceles, el lienzo, y comienza a pintar de memoria el cielo que ha visto esa tarde, coge los apuntes y esbozos de las hojas y de las plantas, cuyos variados tonos de verde retiene en su memoria, y escapa del entorno de modernidad de París. Su semana pasa, monótona, en la Oficina de Recaudación de Arbitrios pero, para el domingo siguiente, ya se ha escapado, una vez más, hacia la selva domesticada. Esta vez deambula en los terrenos dedicados a los animales en la ménagerie, la “casa de las fieras”, donde estudia los grandes felinos, sus movimientos, el color llameante de sus pieles. Vuelve al caer la noche. Pinta por varias horas. Coge su violín después, y comienza a tocar algunas piezas, creaciones suyas, y se va a dormir, satisfecho. Ser pintor no es fácil. Varios de sus cuadros, cuando no los expone infructuosamente en el Salón de los independientes o en Salón de otoño, son cambiados por víveres.

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Moi-même, Henri Rousseau
Se ha pintado a sí mismo, orgulloso, con los utensilios de su oficio, la paleta y el pincel, vestido de negro, con boina, la barba cuidada y sobre un fondo que muestra el cambiante paisaje de la ciudad Lux, el puente metálico, la Torre Eiffel y un globo aerostático. Lo ha titulado Yo mismo (Moi-même, 1890), y con este autorretrato, que no ha querido denominar como tal, anuncia que está inaugurando un género nuevo, el Retrato-paisaje. Sobre la paleta también ha inscrito el nombre de sus dos esposas, Clemence (Clemence Boitard), con quien engendraría siete hijos, seis de los cuales morirían antes de la adultez, y Josefina (Josefina Noury). En cierta ocasión se le otorgó un permiso para hacer bocetos y copias del Museo del Louvre, donde estudia a los clásicos, pero sigue prefiriendo la vegetación y los animales que lo hacen soñar con otras tierras:

Cuando me introduzco en los invernaderos de cristal y veo las extrañas plantas de tierras exóticas, tengo la sensación de entrar en un sueño.

Rousseau se siente jalonado entre el pasado más enigmático, por salvaje y oscuro, y el misterioso futuro, con sus entelequias mecánicas y aéreas. Maravillado ante el avance del progreso, incorpora sus elementos más visibles en cuadros como Paisaje con el dirigible Patrie (Paysage avec le dirigeable «Patrie», 1908) o Pescadores en línea (Pêcheurs a la ligne, 1908); así como varias de sus obras maestras selváticas demuestran su dominio de las formas vegetales y animales, que es el caso de Tigre en una tormenta tropical o ¡Sorprendido! (Tigre dans une tempête tropicale or Surpris!, 1891) que causó sorpresa, pero entre los asistentes al Salón de París, donde lo expone, y cuyo recibimiento, por parte del público burlón, lo decepciona y entristece, o la fascinante y onírica La encantadora de serpientes (La Charmeuse de serpents, 1907). Y El sueño (La Rêve, 1910), su último lienzo terminado, de los veinticinco que pintó con temas de jungla, con el que regresa a la larga tradición del desnudo reclinado (en este caso, la modelo había sido su joven amante polaca, Yadwigha), ganado para su propia imaginería artística.

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La encantadora de serpientes, Henri Rousseau
Sobre esta obra en particular, y para hacer comprender al público los elementos que lo conforman, escribe un poema (Inscription pour la Rêve) que acompaña a la tela:

Yadwigha en un hermoso sueño
Se ha dormido suavemente
Oye el sonido de un piccolo oboe
Interpretado por un bien intencionado encantador [de serpientes].
Mientras la luna se reflejaba
En los ríos [o las flores], los árboles verdes,
Las serpientes salvajes escuchan
Las alegres melodías del instrumento.

Pero nadie comprende, o se mueve, al compás de la música pánica que los colores y formas sinuosas y vegetales de Rousseau transmiten a un espectador que se carcajea ante sus obras. Los calificativos de pueril e infantil hacia sus creaciones, no dejan de escucharse en los salones. A pesar de ello, Rousseau, fiel a su llamado, continúa pintando, ocupando sus pocos ratos libres, entregado y apasionado.

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Pablo Picasso
Una tarde Pablo Picasso entra donde el anticuario Pere Soulier, en la calle de los Mártires, y descubre un lienzo que le llama poderosamente la atención.
-¿Quién pintó ese cuadro? –pregunta.
-Henri Rousseau –le responde Soulier-, está a la venta por cinco francos.
Picasso no duda en hacerse con la obra. Le ha causado una impresión extraña y poderosa, extrema, que oscila entre la sincera admiración y las ganas de reír, pero que es, al mismo tiempo, profundamente liberadora. Y no cabe duda que el creador es un artista primitivo, como un diamante en estado bruto, que prescinde de la perspectiva, en cuya tela el fondo es traído al primer plano, lo que constituye uno de los principios del naciente cubismo. Picasso desembolsa la cantidad pedida y lleva la pintura a su taller, donde lo expone. Se trata de Retrato de una mujer (Portrait de femme, 1895), que conservará en su colección particular desde entonces, hasta su muerte. El cuadro representa a una mujer fea, apoyada en un arbolito invertido, que le sirve de bastón; detrás de su figura en negro se aprecian, con la meticulosidad con que pinta las hojas y las flores, macetas con pensamientos, un ave en un cielo nublado y un cortinaje pesado a la izquierda.

El taller de Picasso, situado en el número 13 de la calle Ravignan, ha sido célebre como refugio de artistas desde fines del siglo XIX. Ha atestiguado, entre su laberíntica y ruinosa arquitectura, que incluye tabiques delgados que permiten escuchar los gemidos cuando se hace el amor, escaleras secretas, trampillas y celdas ocultas (estas últimas más un rumor que una realidad, y para encadenar a las amantes celosas), de la primera exposición, en 1907, de Las señoritas de Avignon, cuadro de Picasso, una de las obras de ruptura en el arte del siglo XX. El escritor, poeta, dramaturgo y pintor Max Jacob ha bautizado al inmueble como el Barco-lavadero (Bateau-Lavoir), porque desde fuera se parece a uno de los barcos, anclados en el Sena, destinados a las lavanderas de París.

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Guillaume Apollinaire
En ese París de las vanguardias es imposible que los artistas no se conozcan en persona, o por lo menos, de oídas. Así es que Guillaume Apollinaire, visitando a Picasso, ve el cuadro.
-¡Ah, un Rousseau! –dice.
-¿Lo conoces? –pregunta Picasso.
-Yo lo llamo “el aduanero”, y lo conozco desde que Wilhelm Ude realizó una exposición de sus obras en una mueblería.
-Debemos celebrar la llegada de esta pintura al Bateau-Lavoir –opina Picasso.
Apollinaire se lo queda mirando.
-Será necesario, entonces, invitar al artista –dice-. ¡Hagamos un banquete en su honor!

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Banquete en honor de Henri Rousseau. Ilustración de Amanda Hall
Y así se hace. Corre el mes de noviembre de 1908. Es necesario despejar la sala. Izan un gallardete de enormes proporciones a la entrada del edificio, con la leyenda: En l´honneur de Rousseau (Homenaje a Rousseau). El cuadro Retrato de una mujer, ocupa un sitio privilegiado en una pared. Otros llevan sus propios Rousseaus, que dominan las otras paredes, incluyendo El sueño, que es colgado en la pared, detrás de una silla, situada sobre una tarima a la manera de un trono, que ocupará Rousseau como sitio de honor.

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Retrato de una mujer, Henri Rousseau
Acuden unas treinta personas, entre estas Gertrude Stein y su amante Alice Toklas, el pintor español Pichot, el crítico Maurice Raynal, Apollinaire y Marie Laurencin, Fernanda Olivier, amante de Picasso, el crítico de arte y poeta André Salmon, entre otros, y los parroquianos del café del Barco-lavadero. El pintor Georges Braque toca el acordeón, Apollinaire recita poemas y todos bailan. En la década de los 60 del siglo XX, el primo de Picasso, Manuel Blasco Alarcón, también pintor naif, y presente en el banquete, lo pinta de memoria. En 1979 John Bensted, otro pintor de la misma corriente, hace su propia versión y en 2012, Amanda Hall, ilustradora de libros infantiles, realiza la suya.

Maurice Raynal escribe:

La sala de la fiesta era el estudio de Picasso. Era un verdadero granero… Las paredes del estudio fueron despojadas de su habitual decoración, y en ellas fueron colgadas unas bellas máscaras de negros y un mapa de Europa, con un amplio retrato de Yadwhiga (la maestra de escuela polaca que fue amante de Rousseau) pintado por él y en sitio de honor. La habitación estaba decorada con guirnaldas de linternas chinas. La mesa estaba montada sobre caballetes y ocupada por toda clase de manjares. (…) Para evitar el desorden los puestos en la mesa estaban indicados de acuerdo con la más estricta etiqueta, y cuando la habitación hervía en ruidosas protestas, tres discretos golpes sonaron en el techo. Inmediatamente el ruido cesó y reinó el más completo silencio. Se abrió la puerta. Era el Aduanero vistiendo su sombrero blando de fieltro, con su bastón en la mano izquierda y su violín en la derecha.

Todo el mundo prorrumpe en hurras y llevan a Rousseau a su trono. La velada está teñida de una rara sensación, no sólo festiva y sincera, sino burlesca, equívoca. Apollinaire la ha catalogado de “surrealista”, un término que él mismo ha inventado.
-¡Eh, Picasso! –lo codea Apollinaire- ¿Por qué no han traído la comida?
-Pues yo mismo la mandé traer de la tienda Félix Potin… -Picasso se golpea la frente con la mano abierta- ¡La pedí para mañana!
-¿Y por qué no telefonean y asunto solucionado? –opina Alice Toklas.
-Porque nadie telefonea a una tienda de ultramarinos –contesta Picasso.
-Además, no estamos en San Francisco, es el año 1908 y nadie lleva encima un teléfono móvil ¿entiendes? –sentencia Apollinaire, “surrealistamente”.
-¡Abran paso, abran paso! –Fernanda, ayudada por cuatro parroquianos, hace su entrada llevando una enorme paellera que colocan sobre la mesa.
-¡Georges! –grita Picasso- Y alguien más que quiera acompañarnos… ¡Vamos a comprar vino, pan y embutidos! –Se ofrecen Alice y Fernanda.
Regresan cargados con botellas de vino, panecillos, bollos de crema, tartas y sardinas; lo que nos recuerda que las comidas de los artistas, así se hayan efectuado a principios del siglo XX o se realicen a principios del XXI, tienen muchos elementos en común con las improvisadas fiestas de los estudiantes universitarios, con los imprevistos del azar como sostén en todos los casos.

Apollinaire hace callar a todos y da comienzo a la lectura de un poema, escrito sobre una servilleta, en la esquina de la mesa que le ha tocado:

¿Recuerdas, Rousseau, el paisaje azteca,
Bosques donde crecen el mango y la piña,
Los monos derramando toda la sangre de los melones
Y el rubio emperador que fusilaron allá abajo?

Los cuadros que pintas, los observaste en México,
Un sol rojo ornaba las frentes de los bananos
Y valeroso soldado, tú cambiaste tu túnica
Por la chaqueta azul del honrado inspector de aduanas.

A la vez que Apollinaire recita, se descorchan las botellas y se abren las latas de sardinas, que algunos comen directamente de la lata.

-¿Entonces es cierto que Rousseau hizo ese viaje a México, cuando la guerra que ellos llaman de Reforma? –pregunta Fernanda a Picasso.
-No lo sé, eso es lo que dice Apollinaire, pero tampoco creo que te responda Rousseau, está más ebrio que yo… ¡Míralo! -contesta Picasso.
Rousseau, visiblemente emocionado y sonriendo, deja correr las lágrimas. Fernanda entorna la vista, abre al máximo sus hermosos ojos almendrados, y se acerca a Rousseau. No es el vino lo que la ha hecho ver que se le ha ido formando a Rousseau una especie de sombrerito de clown sobre su cabeza. De una de las linternas chinas le ha estado goteando cera, todo el rato, y nadie se ha percatado, hasta que ella grita:
-¡Rousseau, Rousseau, está es tu apoteosis!
En ese momento, en el que todos miran al Aduanero en su trono, encima de él, la lámpara se incendia, como conjurada por la magia de las palabras de Fernanda.

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Gertrude Stein
Salmon sube a una mesa, ayudado por Apollinaire y Picasso, pierde el equilibrio y casi cae, cuan largo es, sobre Gertrude Stein y Alice, a quien Gertrude le mete mano entre las piernas. Intentando no pisotear los panecillos, pone los pies entre las botellas vacías y un plato de paella. Desde ahí se pone a recitar una oda a Rousseau, que nadie escucha. Mientras Pichot, sobre otra mesa, baila la jota y le pisotea los dedos a un desconocido, de esos que no faltan como colados en toda reunión que se precie. Las parejas se van formando y danzan por todo el piso, cuando Rousseau mismo comienza a tocar al violín su Clochettes y un vals que ha compuesto para su esposa, Clemence.

Marie Laurencin, borracha, le pide a Apollinaire que le ayude a subirse a otra mesa y sólo logra caer de nalgas sobre unos pasteles.

Al alba conducen a Rousseau a un coche. Lleva su bastón y su violín en una mano y un fajo de papeles en la otra, los poemas que Apollinaire le ha compuesto. Rousseau se vuelve hacia Picasso, mientras está entrando en el coche.

-¡Le agradezco tanto que haya hecho de este, el más feliz de mis días! –le dice, sollozando- ¡Usted y yo somos los mejores pintores de estos tiempos, usted en el estilo egipcio y yo en el moderno!

Al llegar a su casa, todavía borracho y feliz, Rousseau se acuerda que ha olvidado los poemas de Apollinaire en el coche.

Fue Alfred Jarry, un día que lo encontró fuera de su trabajo, quien le dio el nombre con el que se le conocería artísticamente, El aduanero Rousseau, y quien le dijera que en la cara tenía escrito que era un pintor; Apollinaire lo creía un pintor marginal, en el sentido espiritual, acercándolo así al inasible terreno del misticismo, de ahí que el término naif, en realidad signifique “ingenuo”, en el sentido de pureza espiritual. En su obra Les soirées de Paris, que data de 1904, Apollinaire escribió sobre el pintor:

Rousseau es sin duda el más extraño, el más audaz y el más encantador de los pintores del exotismo.

Wilhelm Uhde, primer biógrafo de Rousseau, escribió, en su monografía de 1911:

Rousseau encara la naturaleza como un niño. Para él, la naturaleza es cada día un elemento nuevo, del cual ignora las leyes. A su forma de ver, tras los fenómenos existe algo invisible que es, por llamarlo de alguna manera, lo esencial.

Cuando murió, dos años después del banquete celebrado en su honor, a su entierro sólo acudieron siete personas. Entre los que le dedicaron un último adiós estuvieron los pintores Paul Signac, el puntillista, y Robert Delaunay, el orfista, y posiblemente dos de sus nueve hijos, ya que los otros siete habían fallecido prematuramente. Pero fue durante ese banquete, que algunos de los asistentes se empeñarían en afirmar posteriormente, que no había tenido otra intención que pasarla bien en compañía de Rousseau y jamás mofarse de él, que el arte de El Aduanero se abrió paso.

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Henri Rousseau en su taller
Esa noche se abrió la luminosa posibilidad de que el talento creativo, por poca formación académica que lo sustentara, se tomara en serio y asaltara los museos más prestigiosos del mundo, hecho que Apollinaire hizo notar, a propósito de la exposición de El sueño, pocos meses antes de la muerte de Rousseau:

La imagen irradia belleza, ello es indiscutible. Creo que nadie se reirá este año.

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Un comentario Agrega el tuyo

  1. Pedro es divertidísimo el cuento. ¡Felicidades!

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