Por Pedro Paunero
El cabo segundo Terence Long del ejército británico cruzaba cierta noche, en plena Segunda Guerra Mundial, la plaza de Pond Square, en la Highgate londinense, cuando escuchó claramente el ruido de cascos de caballos y el avance de las ruedas de un coche. Se extrañó mucho. ¿Caballos y ruedas de coche? ¿Quién podía andar en un transporte así por el Londres asolado por los bombardeos aéreos a esa hora? Lo primero que pensó fue que se trataba de una patrulla que transportaba heridos. Se detuvo. Miró a su alrededor pero no encontró ni al coche ni a los caballos, en cambio, en medio de la calle, vio a un pollo. Su mente se echó a volar, rauda, haciéndose toda clase de preguntas. Esa ave, ¿se habría escapado de alguna casa? ¿Y por qué mostraba ese aspecto tan ridículo, medio pelado, medio desplumado? El pollo aleteaba y corría en círculos sin detenerse. La verdad, pensó el cabo, el pobre animal provocaba una sensación de profunda tristeza, de conmiseración. En eso estaba cuando oyó ruido de pasos. Miró delante. Se trataba de un vigilante que se le acercaba.
-¿Ha visto usted un pollo pelado corriendo por la calle? Hace unos momentos estaba aquí… -Long buscó con la vista sin encontrar al ave.
-¡Ah! –exclamó el vigilante- Ha visto al pollo fantasma de Pond Square. No se preocupe, esa ave es un visitante asiduo a nuestra plaza.
-¿Un pollo fantasma?
-Sí, hace unos… verá… unos dos meses, un hombre pasaba por aquí y lo vio. Lo persiguió después de verlo por allá –señaló el punto exacto donde Long lo viera-, pero el pollo salió corriendo. El hombre aquél lo siguió hasta allí –señaló una pared de ladrillos-, pero el pollo entonces atravesó la pared y desapareció.
-¿Me toma usted el pelo?
-¡Claro que no! ¿Acaso ve al pollo o lo escuchó correr hacia algún lado? ¿Tiene la certeza de saber hacia dónde se ha ido?
-No… -Long se rascó la cabeza-. Es cierto. Esa cosa, simplemente desapareció.
Tras una pausa para reflexionar, un día nevado del mes de marzo de 1626, Lord Francis Bacon, escritor, filósofo y político inglés, miró a su buen amigo, el Dr. Winterbourne, sentado frente a él, a bordo de un coche tirado por caballos para, en seguida, continuar contándole las ideas que sustentan la primera utopía científica, que describe varios inventos que, con el paso lento de los siglos, acabarían por hacerse realidad, como en una obra de proto ciencia ficción, terminada de escribir por él muy recientemente.
-A diferencia de Platón, en mi Nueva Atlántida el rey es un hombre de ciencia y no un filósofo. La llamada Casa de Salomón es su sede, desde la que administra su imperio insular. Y como se trata de un país angelical –Bacon se embelesó durante unos segundos ante su visión-, sus habitantes gozan de singular bondad y humanidad. Los doce Mercaderes de la Luz, que hacen viajes muy seguido a todos los rincones del mundo, recolectan libros para enterarse de los avances de cada pueblo; estos libros son sometidos a escrutinio por tres Depredadores que reúnen los experimentos descritos en dichos libros, mientras tres Hombres Misteriosos seleccionan los experimentos de las artes mecánicas, tres Precursores o Mineros, ensayan las pruebas, a la vez que los Compiladores las recopilan y los Benefactores buscan sus aplicaciones prácticas.
“Sus ceremonias y ritos se celebran en larguísimas galerías, en las cuales se exhiben los inventos más raros y ejemplares que han conseguido crear a través de su ciencia; a la vez, en otra galería, se exponen las estatuas de todos los descubridores que han beneficiado a la humanidad. Así rinden tributo a su ingenio y a sus obras imperecederas.
“En Nueva Atlántida se experimenta con la naturaleza toda. Se logra el crecimiento a voluntad de plantas y animales, también se investiga su fertilización y desarrollo. Se tienen aparatos para escuchar mejor y máquinas que alteran el eco, se imita el vuelo de las aves y se ha logrado volar a través de los aires, al mismo tiempo que se poseen barcas para navegar bajo las aguas y casas de ilusiones en las que se presentan falsas apariciones como si fueran reales.
-¿Son los deseos, querido amigo, que tiene usted para esta isla de Inglaterra, no es así? Los mismos que, en La República, tuviera Platón para cambiar su Atenas. Y la experimentación, que usted propone como método, sería la base que la ciencia tendría para cambiar no sólo nuestro país, sino el mundo entero…
-Como he expuesto en mi Novum Organum, amigo mío: los primeros filósofos griegos (cuyos escritos han perecido) se mantuvieron prudentemente entre la arrogancia del dogmatismo y la desesperación de la catalepsia, y extendiéndose frecuentemente en amargas quejas sobre las dificultades de las investigaciones y la oscuridad de las cosas, y como tascando su freno, no por ello dejaron de proseguir su empresa, ni renunciaron tampoco al comercio que con la naturaleza habían establecido. Pensaban sin duda que para saber si el hombre puede llegar o no a conocer la verdad, es más razonable hacer la prueba que discutir acerca de ello; y, sin embargo, estos mismos, abandonándose a los movimientos de su pensamiento, no se impusieron regla alguna y lo basaron todo sobre la profundidad de sus meditaciones, la agitación y las evoluciones de su espíritu.
“De esta forma: Ni la mano sola ni el espíritu abandonado a sí mismo tienen gran potencia; para realizar la obra se requieren instrumentos y auxilios que tan necesarios son a la inteligencia como a la mano. Y de la misma suerte que los instrumentos físicos aceleran y regulan el movimiento de la mano, los instrumentos intelectuales facilitan o disciplinan el curso del espíritu.”
-¿Piensa usted que la ciencia puede acabar con la superstición y las falsas creencias que permean sobre los seres humanos?
-Las nociones falsas que han invadido ya la humana inteligencia, echando en ella hondas raíces, ocupan la inteligencia de tal suerte, que la verdad sólo puede encontrar a ella difícil acceso; y no sólo esto: sino que, obtenido el acceso, esas falsas nociones, concurrirán a la restauración de las ciencias, y suscitarán a dicha obra obstáculos mil, a menos que, prevenidos los hombres, se pongan en guardia contra ellos, en los límites de lo posible. Nociones falsas, a las que yo denomino con el nombre de “Ídolos”.
La esposa de John Greenhill, residente en Pond Square, una noche de luna llena en que se podían haber visto claramente los aviones de la Luftwaffe incursionando sobre Londres, llamó a su marido.
-¡John, ven aquí!
Asustado, Greenhill acudió ante los gritos de su mujer.
-¡Mira, mira ahí! –ella señaló con el dedo- Ahí está de nuevo… Hace varias noches estuvo y ha regresado ahora.
-¡Pero qué…! –una cosa se movía en círculos, blanco, gordo, rápido, en la calle.
-Es un pollo, John, un pollo grande, blancuzco… ¡Míralo! Aletea un poco, asustado, sorprendido, y luego desaparece en el aire. ¡En pleno aire!
Los esposos observaron por unos segundos el prodigio, la cosa, el ave desplumada, que continuó batiendo las alas y dando vueltas sobre el pavimento hasta que, poco a poco, como tinta en el agua, se fue desdibujando en la atmósfera.
-En Nueva Atlántida –prosiguió Bacon-, tienen profundas cuevas en las que producen nuevos minerales y fabrican metales artificiales, en estas cuevas se curan y alargan sus vidas los ermitaños que han elegido vivir ahí. En altas torres, que alcanzan el cielo, como en las mismas cuevas, se refrigeran y conservan productos, a estas las llaman la región superior. Desde lo alto se estudia la atmósfera y sus meteoros. Los habitantes de Nueva Atlántida llaman a esas cuevas de las que le he hablado, la región inferior, y las emplean para realizar coagulaciones, endurecimientos, refrigeraciones y conservación de cuerpos.
Bacon se distrajo un instante y echó una mirada hacia fuera.
-¿Dónde estamos? –preguntó.
El doctor Winterbourne se asomó para ver y, tras echar una ojeada y reconocer los árboles y algunas casas, contestó:
-En Pond Square, en Highgate.
-¿Ha visto usted la cantidad de nieve acumulada ahí fuera?
-Sí, sí, por supuesto.
-Los habitantes de Nueva Atlántida poseen largas cavernas y altas torres para conservar cuerpos y alimentos. ¿Ha notado cómo sobrevive la hierba verde debajo de la nieve? –Sin esperar respuesta, Bacon sacó la cabeza del coche-: ¡Eh, cochero, deténgase aquí!
El hombre paró en seco a los caballos y, casi de inmediato, Lord Francis echó pie a tierra. La tierra estaba helada en ese momento en Highgate.
-¿Qué pretende hacer, Lord Francis? –preguntó el doctor.
-Cochero, ¿sabe dónde podría conseguirme un pollo?
-Hay una vieja que cría pollos y gallinas por aquí cerca. Puedo ir y volver en pocos minutos, si usted lo desea.
-¡Bien, bien, a por el pollo entonces! Tenga usted el dinero…
Los hombres esperaron por poco tiempo.
-¿Piensa probar sus teorías, amigo mío? –preguntó Winterbourne.
-Eso es, mi querido doctor, eso precisamente… ¡Ah, ya vuelve nuestro cochero con un ave grande y blanca, véala usted mismo!
-¡He comprado un ejemplar muy gordo, mi Lord! –el hombre levantó al pollo, sosteniéndolo por las patas. El ave apenas parpadeaba, mirando a los dos hombres con curiosidad estúpida e ignorando qué habrían de hacer con él.
-Necesito que lo mate y lo desplume para mí. ¿Puede hacer eso?
-Claro que puedo, mi Lord, de inmediato. Llevo conmigo un cuchillo y…
El cochero se puso a la faena. Retorció el cuello del asombrado animal, que solo emitió unos cuantos píos y apenas abrió el pico, le arrancó buena parte de las plumas y, a petición de Bacon, lo evisceró. Luego se lo entregó. Se había comenzado a formar un grupo de personas curiosas en torno a Lord Francis, cuando este cogió al ave. Bacon se agachó para rellenar con nieve la cavidad abdominal del pollo. Lo hacía absorto, salpicándose él mismo con el lodo y compactando la mayor cantidad de nieve posible dentro del ave.
-¿Qué hace con ese pollo, mi Lord? –preguntó una buena mujer.
-Intento probar… –contestó Bacon, sin levantar la vista de sus atareadas manos-, que la nieve es capaz de conservar este pollo por algún tiempo, antes de comerlo. ¿Alguien tendrá un costal a la mano? –preguntó, echando una ojeada a los curiosos.
Un hombre se acercó con un costal, proveniente de una panadería. Bacon abrió el saco y puso nieve hasta la mitad. Procedió a meter al pollo en un hueco que había hecho en la nieve del costal, después agregó más nieve encima, hasta sepultar, prácticamente, al ave en hielo.
-Lleve esto al coche –le pidió al cochero y le tendió el saco.
Un auto empezó a detenerse, en la noche, con el motor carraspeando, hasta que se apagó. El conductor se apeó. Miró el nombre de la calle, escrito sobre una placa en la pared de una casa: Pond Square.
-Highgate –murmuró- ¿Dónde conseguiré un mecánico a esta hora?
Era enero de 1969 y hacía mucho frío. El hombre levantó el capó y se apartó de su motor humeante. Con el rabillo del ojo vio pasar, veloz y grueso, algo blanco, sobre la calle. Volteó. Contra una pared había un pollo de aspecto triste, o ridículo, según se vea. Le faltaba gran parte de las plumas y simplemente parecía estar ahí, como a la expectativa de algo.
-¡Malditos vándalos juveniles! –gritó a la calle y a la noche, mirando a uno y a otro lado, por si aparecían los maleantes- Pobre animal…
Se disponía a atravesar la calle, llegar a la pared, coger al ave y auxiliarla pero, por más que buscó y volvió a buscar, el pollo había desaparecido.
¿Qué podemos pensar o concluir sobre estos testimonios? Los supuestos testigos ¿Han mentido, o han inventado, cada una de las apariciones del pollo? ¿Acaso todos sabían que precisamente ahí, en Pond Square, casi cuatrocientos años atrás, Bacon había humillado de manera tan baja al pobre pollo? Y, en caso de ser ciertos ¿No constituye una ironía que un pollo fantasma, cuya naturaleza pertenece –todavía-, a un terreno tan inasible y fuera del método científico, aquél que tanto se empeñara en reglamentar Lord Francis Bacon, tenga que exhibir su desgracia de ultratumba precisamente a causa de él, uno de los fundadores del empirismo científico?
Los testimonios pues, se pueden leer en la obra Haunted London, escrito por Peter Underwood y todos aparentan ser verídicos. Después de todo ¿Alguien tiene, realmente, interés en quedar como un tonto mintiendo que ha visto a un patético fantasma de un pollo pelado correr por la calle, perseguirlo y quedar como un idiota al ver cómo la criatura desaparece en la pared?
Francis Bacon, primer barón Verulam, vizconde de Saint Albans y canciller de Inglaterra, pidió ayuda a su amigo, el doctor Winterbourne, para levantarse del sitio donde estuviera trabajando con el pollo.
-Creo que voy a enfermar, amigo mío…
-¿Qué siente usted, Bacon?
-¿No lo ve? ¡Escalofríos! ¡Mire cómo me he puesto a temblar!
-¡Llévenos con lord Arundel! –Ordenó el doctor al cochero- Vive aquí cerca, yo le indicaré dónde es exactamente.
Francis Bacon no volvió a levantarse de la cama, víctima de una neumonía que había cogido esa noche. Estuvo algunos días en casa de su amigo, bien atendido pero sufriendo pesadillas, hablando en medio del sueño, para morir, finalmente, el 9 de abril del año 1626 y, aunque para muchos su muerte se ha visto opacada por el absurdo, hasta parecer francamente estúpida (la neumonía no se transmite por enfriamiento), y hasta podamos jugar con el significado que, en inglés, tiene su apellido, (¿pollo o bacon?), representa la última parte del acto de la vida de un hombre sabio, a través de cuya obra se escribirían las reglas que conformarían el naciente método científico.
Corre el mes de febrero de 1970. Es noche cerrada. El joven deja a su novia a las puertas de su casa, le da un beso, la abraza. En ese momento el ruidoso aleteo de un ave los sorprende y los separa. A un lado de la pareja, y cayendo del cielo, se posa un pollo pelado que no deja de aletear, como asustado o sorprendido. Luego corre por la calle una, dos veces, en círculo y, tras internarse en las sombras, desaparece.
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