Por Pedro Paunero
Paul Bowles entra en la imprenta de la calle 23 Oeste, en Nueva York, con unas hojas de papel escritas en español. El impresor, que entiende el idioma, enarca las cejas ante las consignas que lee.
-Contra Trotsky… -murmura.
-Viajaré pronto a México, país en el que se le ha dado asilo. No debe permitírsele su estadía en ese país, es un peligro inmediato. Quiero cinco mil de cada una, impresas sobre papel engomado, de quince por cuatro centímetros, en tinta roja sobre papel engomado.
El impresor duda por unos segundos.
-¿Para quién es el trabajo?
-Para mí –contesta Bowles.
-No debería hacerlo. Este taller es del gremio, compréndalo. Pero, entre nosotros, Trotsky también es una amenaza. Estará listo el lunes.
Paul Bowles, novelista y músico, y Jane Auer, la futura Jane Bowles, escritora y dramaturga bisexual, inestable emocionalmente, con quien posteriormente iniciará una tormentosa relación, acompañados de los afrancesados Tonny, el pintor surrealista holandés Kristian Tonny y su mujer, Marie-Claire Ivanov, viajan a México en busca de nuevos aires. Tonny está desencantado de una Nueva York que le parece inculta y carente de impulso creativo Jane, en un capricho, ha pedido acompañarlos, no sin antes haberle sido encomendada a Bowles por su madre, a quien, como a la propia Jane, recién ha conocido.

Los cuatro llegan a Monterrey una semana después y se hospedan en un hotel de mala muerte. Por la noche, a Bowles se le ocurre arrancar una tabla casi suelta del suelo. Le arranca los clavos, la separa. Llama a los otros. Juntos pueden ver a cuatro chinos, sentados y conversando, hospedados en la habitación de abajo. Bowles está satisfecho; para él, el viaje comienza de manera propicia. Por la mañana busca la universidad. Habla con un grupo de estudiantes que se entusiasman con la idea de repartir los impresos. Les cuenta una mentira, ellos son cuatro franceses, y de un peligro que supone real y que corre el país por proteger y asilar a Trotsky. Doce estudiantes cogen mil doscientos de aquellos papeles y los pegan en las cajas de los camiones desde los cuales arengan a la gente. Van por la calle, con altavoces, gritando consignas contra Trotsky y pidiendo más reparto de tierras al gobierno de Lázaro Cárdenas.
-Los han pegado en los camiones… -susurra Bowles a sus compañeros-. Ahí no sirven de nada.
Tonny está enojado.
-Me agrada la vitalidad mexicana –le dice-, pero los mexicanos son todos unos indisciplinados. ¡Y no tienen la menor idea de lo que es una revolución!
De Monterrey se trasladan por la carretera a medio terminar, a bordo de un autobús que le parece a Bowles “más primitivo que los de África”, hacia la capital. Jane está aterrada por los profundos precipicios escarpados y el feraz paisaje. Al llegar a la Ciudad de México, en plena noche, Jane, apresurada, baja del camión, llama a los maleteros y les solicita angustiada:
-Moi je file pour le Ritz.
-Jane –pide Bowles-, no lo hagas… No te separes de nosotros.
-Déjala ir –piden, en cambio, los Tonny.
Bowles cede, Jane se va y los tres se dirigen a un hotel barato, en la calle 16 de Septiembre. Cuando reclaman, al día siguiente, el número del cuarto de Jane en el Ritz, el recepcionista no encuentra su nombre en el registro. Por tres días inician una búsqueda frenética por la ciudad y, por fin, dan con ella en el hotel Guardiola. Jane ha pasado ese tiempo enferma, con fiebre y les anuncia su firme decisión de volver, decepcionada, en el primer vuelo, a Nueva York.
-¡Pues te has perdido de mucho, querida –la engaña Bowles-, fuimos a las corridas de toros, nos divertimos con la música del Tenampa y comimos de manera exquisita en Las Cazuelas!
-¡Así es! –los otros le siguen la corriente.
-Bueno, creo que te dejaremos descansar –sugiere Bowles-. Mañana vendremos a visitarte.
Al otro día el recepcionista ve llegar a los tres extranjeros:
-La señorita Auer se ha marchado en avión para San Antonio –les comunica, antes que ellos le inquieran algo.
-Tant mieux –expresa Tonny.
Bowles está furioso.
-¡Ya sabía que no llegaría a nada con ella! Hablamos durante el viaje de Monterrey hacia aquí, y me salió con ideas raras sobre la virginidad. Se propone llegar virgen al matrimonio.
-La culpa es tuya –interviene Marie-Claire-, fuiste muy mezquino con ella.
-¿Dije yo que tanto mejor que se fuera? –dice Tonny.
-Tu es dégoûtant –le espeta ella.
Así es cómo Bowles se percata que Jane ha sido, todo el viaje, motivo de discordia entre sus amigos, los Tonny.
Bowles sube al primer transporte que se le presenta y encuentra a Silvestre Revueltas en plena ejecución de su Homenaje a Federico García Lorca. Escribirá después en su libro Memorias de un nómada:
La luminosa textura del sonido orquestal me impresionó de inmediato. Su estilo musical era impecable.
Le hace entrega de una carta de presentación que Aaron Copland (quien, junto a Gershwin, definió la música estadounidense del siglo XX), le ha entregado para él, en Nueva York, y continúa:
Volví a quedar impresionado, esta vez más profundamente, por la categoría humana del compositor. Tenía un rostro realmente notable, con la terrible cicatriz de una cuchillada en una mejilla, y una expresión de increíble pureza. Era pureza, desde luego, mantenida a costa de la propia vida. Revueltas era un dipsómano incurable; se pasaba seis meses al año en el arroyo. En la época en que le conocí casi había llegado al final del trayecto. Murió al año siguiente.
Poco después Bowles visita a Revueltas en su miserable domicilio, se conmueve ante la absoluta pobreza en que vive: Jamás había visto tanta pobreza, ni en Europa ni en África. Parecía especialmente cruel que un compositor tuviera que vivir en semejante sitio.
Halla a Revueltas afincado en una casa cuyos tabiques divisorios no llegan al techo, por lo que no existe una verdadera separación entre los cuartos. Se cuelan de manera indigesta, en una barahúnda, una cacofonía mortal para un músico, voces, radios, perros y niños. Revueltas lo presenta con el Grupo de los Cuatro, los veinteañeros Ayala, Moncayo, Contreras y Galindo, con quienes recorre la ciudad por varias y divertidísimas semanas. Entusiastas, preparan un concierto, con la música de Bowles, que presentarán ellos mismos en el Palacio de Bellas Artes, pero los músicos que acuden a ensayar jamás son los suficientes y el concierto jamás se celebra.

Fue Miguel Covarrubias, cuyos dibujos aparecidos en Vanity Fair muchos años antes habían impresionado a Bowles, quien le habló por entonces del istmo de Tehuantepec.
-Allí viven las mujeres más hermosas de México, y se bañan desnudas en el río todas las mañanas.
Parten en tren hacia Veracruz, pernoctan en Jesús Carranza, en un hotel regentado por chinos. La sopa caliente que les ofrecen les parece deliciosa, un alivio a la dieta de frutas que habían estado obligados a llevar hasta aquél día. En el caldo flotan trocitos de raíz de jengibre entre los bocados. Apuran la comida, al terminar el contenido, a la luz de una lámpara de petróleo, descubren unas babosas muertas en el fondo de los cuencos. Bowles recapacita en el hecho de que, en México, es común comerse los gusanos de maguey que hasta son incluidos en las botellas de tequila. Aún con estos pequeños incidentes Tehuantepec les parece inolvidable, y las promesas del pintor cumplen las expectativas, a no ser por un detalle que Covarrubias había omitido u olvidado en relación a las mujeres bañistas: siempre había una que montaba guardia y arrojaba piedras hacia los curiosos que osaban acercarse a menos de trescientos metros del río.
Bowles, que espera encontrarse con un paisaje parecido a los que ha visto en África o Andalucía, queda impresionado ante las vastas extensiones de cactus y espinos. Una vegetación “más mineral” que la del Sáhara, cuyas extensiones y pueblos obligan y provocan su reflexión existencial, y que retrata en su gran novela El cielo protector, cuya pareja protagonista abre los ojos a su condición mortal, cuando aquello que sostiene a dos amantes se desmorona y, en el momento en que uno de sus integrantes fallece, aparece la única tabla de salvación que es el sexo, que se parece mucho a un olvido piadoso. Mientras arriba se curva el cielo, que quizá nos proteja de lo que hay detrás, o quizá no.
Aquél, piensa Bowles, es un tipo de vegetación que había adoptado formas de agresividad muchos más sugestivas que las que pueda adoptar cualquier formación rocosa.
Comen en un puesto del mercado, cuya cocinera agarra a las gallinas por la cabeza y las hace girar en el aire, partiéndoles el pescuezo. Descubren que las mujeres son quienes ganan el dinero, siendo ellas quienes trabajan, exceptuando de ciertas labores, como entregarse al cuidado de los niños o la recogida de la fruta. Espían los patios de las casas y se maravillan ante los hombres que mecen suavemente las hamacas de los bebés. Bowles lleva consigo un acordeón de “sonido exuberante característico de los acordeones italianos”, que le ha costado 125 dólares en Nueva York y que tiene incrustaciones de cuarzos, rubíes y esmeraldas de imitación. Se pone a toca el instrumento en la plaza y se gana la confianza y la popularidad entre los lugareños. Bowles será conocido en Tehuantepec como “Don Pablito”. Durante las salidas de los tres extranjeros, a la luz de la luna, les acompañan siempre de quince a veinte zapotecos que los rodean y los celebran.
Como se acerca el día del trabajo ofrecen su ayuda para la fiesta. Bowles compra casi toda la tela reja que localiza en el pueblo para confeccionar banderas y es durante esos días que oye mencionar, por primera vez en su vida, él, un estadunidense, de los Mártires de Chicago. Miran las hornacinas votivas dedicadas a Jesucristo y a Santa María, que comparten sitio con fotografías de Marx y Lenin y no tienen empacho en investigar sobre el hecho.
-Marx y Lenin son para los hombres –les explican-, los otros para las mujeres.
La voz se ha corrido en el pueblo. Bowles y compañía han sido enviados de la capital para enseñarles el comunismo a los campesinos. Una delegación formada por nueve hombres se presenta, silenciosa y respetuosa, en el hotel La perla. El portavoz sostiene el sombrero con ambas manos, lo hace girar, tímido, y les habla en susurros. Bowles se siente apenado, Marie-Claire abrumada y Tonny se echa a reír.
-Marrant –expresa este último.
Bowles se encoge de hombros y sonríe con tristeza.
-Yo no puedo hacer eso –les aclara-, se necesita de un permiso para enseñar. Y yo no lo tengo.
-Entonces ¿por qué los enviaron? –insiste el portavoz.
-No nos enviaron de la capital –responde Bowles.
Los zapotecos aceptan la explicación pero no se mueven de su sitio. El portavoz se adelanta otra vez:
-Dime sólo una cosa ¿qué es el comunismo?
Sin poder convencerse de poder explicarlo, Bowles les muestra libros y folletos, incluyendo uno que se titula El abecé del comunismo. Los hombres no manifiestan interés. Bowles advierte que ninguno sabe leer y que el único hispano hablante es el portavoz. Les da una explicación del libro en zapoteco, los hombres, cada uno, les saludan de mano y salen a la calle, en fila. Aquello ha sido bastante trágico y los cuatro extranjeros ven alejarse a los indígenas lentamente, cargando un sino extraño y equívoco con ellos, en un país, de por sí, bastante trágico y equívoco.
El edificio está situado en la colonia Roma Norte, en la calle Monterrey número 122, de la Ciudad de México. Al final del pasillo se encuentran dos puertas. Hay otras dos, sobre las paredes de los lados. Al fondo, a la izquierda, se localiza la que tiene el número diez. Se percibe en el aire húmedo el olor a encierro. El ambiente es sofocante. Varias colillas de cigarros, aplastadas, yacen tiradas delante de la puerta con ese número, detrás de la cual se perciben voces que intentan hacerse escuchar por encima de música a alto volumen.
La puerta se abre y el ruido brota, liberado, y se va rodando y golpeando las paredes del pasillo. Un hombre borracho sale, haciendo eses. Lleva algo que le abulta, envuelto en una bolsa de papel, bajo el bazo. Baja las escaleras. Alcanza la calle. Entra en el bar de la esquina. Toma asiento y pide cerveza. Le sirven. Sobre la silla, a su lado, ha colocado la bolsa de papel. Mira el reloj. Pide otra cerveza. El tiempo pasa. Humo de cigarrillos, gritos, voces en español, atiende a todo y a nada. Risas, canciones, abrazos, lloriqueos. El hombre vuelve a mirar el reloj. Se levanta. Hace señas al cantinero. Paga, recoge la bolsa de papel y se la pone bajo la axila. Llega al edificio. Sube las escaleras. Toca a la puerta. Una mujer abre. Cierra tras ellos. La música, el humo de cigarros, el ruido, parecen apagarse en el pasillo.
Tiempo después, luego de otros viajes e inquietudes artísticas, Bowles y Jane regresan a México. Corre uno de esos tiempos de agitación política que envuelven al país recurrentemente. El mundo se sacude bajo los aires de una guerra inminente. En España hace poco que Franco ha alcanzado la victoria. En México se celebrarán elecciones presidenciales. Ávila Camacho contiende contra el general Juan Andreu Almazán, cuya campaña electoral centra sus ataques contra quienes considera “comunazis”, aquellos partidarios de Lázaro Cárdenas y su candidato y sucesor, quienes conforman una supuesta y aberrante mezcla de nazis y comunistas, culpados por Almazán de la degeneración en que han caído los preceptos de la Revolución mexicana. Temiendo que, de resultar ganador, Almazán se torne aliado del Eje, cuando este viaja a los Estados Unidos, a pedir apoyo al presidente Roosevelt argumentando fraude electoral, el presidente americano lo rechaza.
La pareja llega a la Ciudad de México. La mañana de las elecciones, en plena Alameda Central, Bowles y Jane se refugian, junto a varios mexicanos, detrás de las bancas de piedra. Se escuchan fuertes explosiones cerca y lejos. Desde autos y camiones individuos armados disparan indiscriminadamente sus ametralladoras Thompson sobre los votantes. Mueren muchos partidarios de Almazán.
-Joan, el comprador no llegó.
El hombre abre la bolsa y saca la pistola, la pone sobre la mesa.
-John dame más ginebra –pide.
-Estás muy borracho, Bill –dice John, pero le sirve la ginebra en un vaso.
-¡Ahhh! –el hombre mueve la mano al aire, como si espantara moscas invisibles- Aún podría hacer el juego de Guillermo Tell y atinarle a un vaso sobre la cabeza de Joan.
Bill apura el líquido del vaso.
-¡Joan, póntelo sobre la cabeza y pégate sobre la pared!
-¡La vas a herir, Bill! ¡Hasta podrías matarla! –opina John.
Joan se acerca.
-Dame acá, no tengo miedo –dice.
Se aleja un poco. Sobre la pared se detiene y se pone el vaso sobre la cabeza. Bill, tambaleándose sobre la mesa, trata de apuntar.
Bowles y Jane se retiran a la hacienda de Jajalpa, en Toluca, situada a tres mil metros de altitud, un sitio tan aislado con una gran belleza que intensificaba la melancolía, haciéndola más perniciosa y corrosiva, enmarcada entre las montañas y desde la que observan el volcán Nevado de Toluca. Bowles medita en la observación de Thomas Mann, sobre cómo un espectáculo natural es capaz de anular el impulso creativo. Les es imposible conseguir sirvientes. Viajan a la Ciudad de México, visitan una agencia, pero las sirvientas que han contratado, de manera dificultosa, dan en llamar a sus puertas por las noches e insisten que el lugar está encantado. Aseguran que ven y oyen espectros que vuelan por los aires:
-¡Señor! ¡Señora! Hay pasos, pues-. La pareja les abre y las mujeres se cuelan, asustadas. Ya dentro se arrinconan sobre una esquina de la habitación. Ahí pasan la noche.
Bowles viaja a la Ciudad de México y acude a la sede del Partido Comunista a ofrecer sus servicios. Le preguntan a Bowles dónde está radicando. Les cuenta de la hacienda. A los comunistas mexicanos no se les ocurre una mejor idea que organizar excursiones dominicales para los turistas americanos, y para algunos europeos, hacia Jajalpa. Llegan, contemplan las ochenta y cinco vacas y las cientos de ovejas, la capilla, el inmenso corral y en seguida sienten ganas de regresar. Jane prepara los almuerzos, soporta estoicamente, pero la altura causa estragos en Bowles. Se le dificulta comer y padece náuseas constantes. Ha cumplido con el partido en México. Decide bajar, sin Jane, a la capital, donde se encuentra con sus amistades, Lewis y Peggy Riley, acompañados del pintor español Esteban Francés y hacen un viaje en auto a Acapulco, donde alquilan la casa de William Spratling, el neoyorquino que dio fama mundial a la artesanía en plata de Taxco. Lewis Riley era un productor de teatro que, algunos años después se casaría con la legendaria Dolores del Río.
Jane telegrafía a Bowles, indicándole que los alcanzará en Acapulco, e irá acompañada de Bob Faulkner, reportero de The New Yorker; llevan con ellos a dos jóvenes indígenas, un chico y una chica, de unos dieciocho a veinte años, que no logran adaptarse, se ponen a llorar por las noches, pidiendo la compañía de sus madres y a quienes no alegra un poco, siquiera, la presencia del mar, cuando los llevan a la playa de los Hornos. Los indígenas miran las olas, melancólicos, y no se mueven del lugar sobre el que se han quedado parados. Acapulco los desconcierta. No lo comprenden. No logra entrar en su esquema de vida. Tampoco tiene cabida en el esquema de vida de Bowles el comportamiento de esos jóvenes: ¿Cómo, gente de esa edad, podría necesitar a sus madres? Se pregunta el escritor. Los americanos no tienen otra opción que subirlos a un autobús y enviarlos de vuelta a su pueblo.
Pasan días deliciosos en Acapulco, recolectando pájaros y animales, que después dejan libres por el jardín. Entre estos hay dos coatíes, que adoptan la casa como suya, uno de los cuales tiene por costumbre el enredársele en el cabello a Jean, y amenaza con morder a Bowles cada vez que intenta sacárselo.
Una mañana, justo antes de partir a la playa, un joven de cara redonda, sombrero flexible y camiseta marinera de rayas, llega a la casa de Spratling. Pregunta por Bowles.
-Me ha enviado Lawrence Langner, del Guild Theatre, a verle. Soy dramaturgo.
-En este momento nos disponemos a salir –explica Bowles-. ¿Por qué no pasas, te tiendes en la hamaca, coges algunos libros o revistas, bebes ron y Coca Cola y nos esperas aquí?
-Está bien, así haré –dice el recién llegado.
-Le diré a la cocinera que te prepare algo de comer.
Bowles se dirige a la cocina. Le pide sándwiches al joven.
-Te quedas en tu casa –le dice- Por cierto ¿cuál es tu nombre?
El visitante, ya acomodado en la hamaca, responde:
-Me llamo Tennessee Williams.
El hombre trata de apuntar. Vacila. La mujer, contra la pared, le apura:
-¡William Burroughs, tira ya de una vez, que no tengo todo el día!
Bill dispara. Ella cae hacia atrás. El vaso rueda por el suelo. La bala se aloja en el cerebro de Joan. Es el 6 de septiembre de 1951. Debido a varios sobornos y a la oportuna defensa del abogado mexicano Bernabé Jurado, Burroughs pasa sólo trece días en Lecumberri. Se le declara inocente, ya que la muerte de Joan Vollmer, alegan, no ha sido sino un horrible accidente.
Al regresar encuentran a Tennessee Williams en la hamaca, leyendo. T. Williams pasa a visitarlos a diario, antes de marcharse. En aquel momento Jane alquila una casa en Taxco, ciudad que a Bowles le desagrada debido a su descarado afán por parecer bohemia y turística a la vez. El Guild Theatre le pide que regrese a Nueva York, para trabajar en la partitura musical de Twelfth Night.
Ya en los Estados Unidos, Bowles se siente inquieto con respecto a su pertenencia al Partido Comunista. Su país entraría en la guerra como aliado de los rusos, ante la invasión alemana a la Unión Soviética, y él piensa en abandonar el partido. Acude a las oficinas de la sección veinte de Columbus Circle. Le hacen sentarse ante un escritorio.
-Camarada –le informa el encargado, un hombre que sonríe con media boca y cuya parte superior de la cara, los ojos, la frente, permanece en sombras-, ¿no sabes que no puedes dejar el partido? Únicamente puedes ser expulsado.
-¡Pues expúlsenme! –replica Bowles.
-El proceso es muy complicado y yo solo no puedo echarlo a andar pero, por si te sirve de algo, la expulsión de Jane ya ha sido aprobada. Pero tu nombre seguirá en las listas.
-Pues entonces podrán seguir considerándome como miembro, pero no volveré a pagar las cuotas ni asistiré a ninguna asamblea.
-Allá tú… por cierto, hemos recibido informes secretos de Acapulco, en los que nos informan que te has pasado los días ahí, pasándola bien, sin más. Eso pone en duda tu lealtad al partido.
-¡Yo estaba de vacaciones! Pero ¿quién diablos ha estado vigilándome en México para hacérselo saber a ustedes?
Bowles comienza a hacer un repaso mental de todos los conocidos con quienes se ha topado en México. ¿Acaso este, o este otro, les ha ido con el cuento? Peor aún ¿quién le ha puesto espías en el camino y por qué? ¿El recién conocido Tennessee Williams es, en realidad, un comunista? O, y esto parece improbable ¿los indios no eran sólo indios sino alguien más?
-No hay vacaciones en la lucha de clases; eso ya lo sabes, camarada.
-¿Ves? ¿No comprendes que no tengo madera de comunista? –pregunta Bowles.
El hombre sonríe.
-Nos conviene que sigas afiliado –le suelta, antes que Bowles abandone la oficina, sintiéndose extrañado pero aliviado a la vez.
En 1953, durante su estancia en Tánger, Bowles recibe un telegrama de Tennessee Williams. Le pide ir a Roma, donde le presenta al ya afamado director Luchino Visconti, que tiene la idea de filmar Senso, ambientada en la Venecia y Verona de 1860, y cuya acción se desarrolla en la guerra de Giuseppe Garibaldi por el comienzo del moderno Estado Italiano. Bowles escribe, trabaja, frenético y cobra durante seis semanas, al final de las cuales el afable director le dice que no le han gustado sus escenas de amor. El trabajo es relevado por T. Williams pero, junto a otros cinco escritores, el nombre de Bowles se conservará en los créditos de la película.
T. Williams ahora quiere ir en coche a Tánger. En dos autos idénticos salen de Roma y se adentran en un país de atmósfera tensa, cuando los marroquíes se manifiestan por las calles, en contra de los franceses y los franceses demuestran una hostilidad abierta a los estadounidenses, a quienes consideran responsables de la venta de armas a los marroquíes. Las persianas de las tiendas suben y bajan de acuerdo a los rumores de la violencia y las manifestaciones callejeras. La gente huye, se esconde en las calles.
T. Williams, que ya no soporta ese ambiente, sale del país; Bowles se queda pero enferma de tifus al haberse negado a ser vacunado, creyendo que, por haber enfermado antes, había desarrollado inmunidad. Mientras convalece recibe la visita de un conocido a quien acompaña un hombre alto y delgado que se presenta con él:
-Mi nombre es William Burroughs –le dice.
-Paul Bowles –responde él.
-Acabo de escribir un libro, se titula Yonqui, se lo vendí a una editorial de libros de bolsillo. Pero me preocupa el contrato…
-Jamás había escuchado que alguien vendiera su obra directamente a una editorial de libros de bolsillo –dice Bowles-. Comprendo su preocupación.
Bowles recordará a Burroughs en estos términos: Su aspecto era suave hasta el punto de que su presencia en la habitación parecía incierta. Recordaba haberle visto de vez en cuando, paseando por la calle, sin mirar a derecha ni a izquierda.
-¿Sabe cómo llamo yo a Tánger? –le pregunta Burroughs- Es la Ciudad de Interzonas, donde todas las realidades confluyen.
-Conozco varios sitios así, como este –dice Bowles-. ¿De casualidad ha estado usted en México?
-¡Que si he estado en México? –Se exalta Burroughs-. Me pasó algo terrible en México. Tan terrible que marcó mi carrera como novelista con un parteaguas. Cuando viví en ella a finales de la década de 1940, era una ciudad de un millón de habitantes con aire claro y brillante y un cielo de ese tono especial de azul que tan bien combina con los revoloteantes buitres, la sangre y la arena: el puro, amenazador y despiadado azul mexicano.
Timothy Leary, uno de los padres de la Contracultura, llega a Tánger y convence a Burroughs de servirle de ayudante, en Cambridge, con sus experimentos. A su vuelta de trabajar con Leary, Burroughs alquila el ático de la antigua Bolsa de Tánger, dónde establecerá su taller para desarrollar sus particulares métodos de escritura. Invita a Bowles a presenciar una de estas curiosas técnicas: la de grabar en cinta magnetofónica su voz, leyendo fragmentos al azar de diversas publicaciones, periódicos, revistas, libros. Ante Bowles hace pasar la cinta en ambas direcciones. La detiene y vuelve a grabar, hasta “desmenuzar” las frases, según él.
-Tengo mis dudas respecto a esta técnica para escribir narrativa –le espeta Bowles.
-En mano de un maestro –responde Burroughs-, es una técnica bastante viable.
La película El cielo protector (aka. Refugio para el amor; The Sheltering Sky), basada en la novela de Paul Bowles, fue llevada al cine en una acertada y hermosa adaptación por Bernardo Bertolucci, en 1989. Ante la insistencia, por parte del director, de ser un libro autobiográfico, Bowles negó ante Bertolucci tal suposición. El escritor aparece al final de la cinta, como el narrador, encarando a su criatura literaria, Kit, que ha pasado una odisea de amor, sexo y muerte en el Sahara, interpretada por la actriz Debra Winger, con el siguiente diálogo:
Paul Bowles: ¿Se ha perdido?
Kit (sonriendo): Sí.
Paul Bowles (reflexionando): Como no sabemos cuándo vamos a morir llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable, sin embargo todo sucede solo un cierto número de veces, y no demasiadas. ¿En cuántas ocasiones te vendrá a la memoria aquella tarde de tu infancia? Una tarde que ha marcado el resto de tu existencia, una tarde tan importante que ni siquiera puedes concebir tu vida sin ella. Quizás cuatro o cinco veces, quizás ni siquiera eso. ¿Y cuántas veces más contemplarás la luna llena? Quizás veinte, y sin embargo todo parece ilimitado…
La novela El almuerzo desnudo, de William Burroughs, fue llevada al cine por David Cronenberg (The Naked Lunch), en 1991. No es una fiel adaptación. Cronenberg mezcla hábilmente en la trama elementos de otras novelas de Burroughs, como Yonqui, Exterminador y Queer, con pasajes de la vida de Burroughs, por ejemplo, su encuentro con Paul Bowles en Tánger. En este film, la muerte accidental de la esposa de Bill Lee (alter ego de Burroughs), un adicto a los venenos usados para exterminar plagas, lleva a Lee a una inestable zona intermedia de realidades, que puede ser o no Tánger.

Vida, andanzas, método, arte, muerte. Paul Bowles finaliza su libro Memorias de un nómada, con la siguiente frase:
“Adiós –le dice el moribundo al espejo que sostienen delante de él-. No volveremos a vernos.” El epigrama de Valéry me parecía una fantasía profunda cuando lo cité en El cielo protector. Ahora que ya no me veo como espectador sino como protagonista, me parece repugnante. Para que su breve despedida fuera correcta, el moribundo tendría que añadir tres palabras. Y tales palabras son: “A Dios gracias!”
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