Por Gabriela Pérez
Margaret Atwood va dejando en sus novelas huellas inconfundibles de su compromiso estético. Por ello y porque tiene la misma edad que yo, es gratificante releer Doña Oráculo – Lady Oracle– (1976) y descubrir cómo el oráculo esteticista que adelantó en ella ha planeado sobre sus alardes experimentales posteriores. En cierto modo, y aunque los caminos de la ficción de Atwood conducen a destinos a veces contrapuestos, podemos advertir cómo la autora de Doña Oráculo parece haber cumplido la promesa que hace su narradora, Joan Foster: no ha vuelto a tejer más cuentos góticos, ha flirteado con la ciencia ficción y ha realizado maniobras narrativas menos escapistas que las diseñadas en esta novela.
Doña Oráculo, ciertamente, parece un ejercicio deliberado de transformismo narrativo, una huida irremediable, en compañía de la Sibila, hacia los infiernos de los traumas infantiles, hacia los laberintos de la femineidad de Penélope o de Medusa, los cuentos de hadas o las figuras emblemáticas del decadentismo inglés. Sobre la fecundidad de este entorno fantástico Margaret Atwood teje las peripecias esquizofrénicas de Joan hasta consumar su regresión placentera y seductora con la representación de su propia extinción. El efecto es mágico, cómico, serio y absurdo, profundo y artificioso. Es todo a la vez. Cada experiencia de Joan pone en evidencia este contraste, expresión inequívoca de la paradoja articulada por la novela: la vida es una maldición, la realidad un sinsentido, sólo el arte y la fantasía merecen la pena.
La relación de Joan con su madre se sustenta en el mito de Blancanieves y es objeto de una elaboración narrativa mágica, rubricada al mismo tiempo por la negativa de Joan a dejarse modelar por su “madrastra” y la imposibilidad de liberarse de ella exorcizando sus fantasmas. Esta confrontación se libra obviamente en el territorio del cuerpo, exponiéndose a una obesidad peligrosa o menguando exageradamente hasta límites anoréxicos, una vez que la muerte de su tía Lou le ha garantizado la independencia económica.
El territorio del cuerpo es una de las metáforas narrativas que conjuga ilusión, realidad, ficción, vida, y sólo adquiere sentido dentro del tapiz de vestidos góticos que va componiendo la propia Joan. Todo el cuerpo textual de Doña Oráculo, puede resultarnos ingenioso, calculadamente artificioso, sugerentemente autorreferencial, pues va sincronizando los instantes más decisivos de las múltiples identidades de Joan con extractos de los cuentos que ella misma escribe, en un alarde creativo que culmina precisamente con la publicación de esta novela.
Doña Oráculo es un cuento de cuentos, el tapiz resultante de todos esos relatos que se niegan a dejar el mundo de la fantasía. Al concluir la novela, Redmond, el caballero de los romances que escribe Joan, se confunde con su marido Arthur y ella misma puede encontrar un lugar entre las víctimas asesinadas por Redmond. El relato de su propia muerte no es un conjunto de versos macabros, sino una gesta fantástica.
No es poco probable que al leer, por momentos, comencemos a sospechar lo que la misma narradora termina por reconocer: que parece que todas sus fantasías acaban en trampas. Y tales trampas no proceden del terreno de la ficción, o de sus laberintos literarios, sino de la forma de asomarse a la realidad o de obligarse a hacerlo. Su confesión es más sincera que el intento narrativo de Doña Oráculo: “Alguna vez había hablado de amor y compromiso, pero el verdadero romance de mi vida fue aquel entre Houidini, sus cuerdas y el baúl trancado; entrar en el abrazo del cautiverio para luego deslizarse y salir. ¿Qué otra cosa había hecho en toda mi vida?”.
Frente a la ficción de evasión que augura Doña Oráculo, podemos advertir que la magia tiene sus límites, el romance sus convenciones, las fantasías sus pruebas de realidad y la caricaturización de sus amantes –incluso la de su marido, Arthur– cierta justicia que les asigna funciones acomodaticias al espejismo de las identidades de Joan. Los poderes asombrosos de la narradora se revelan en las sesiones de espiritismo con Leda Sprott, en su descubrimiento y aplicación de la escritura automática y en el éxito clamoroso que obtiene su Doña Oráculo. ¿Pero quedan confinados al virtuosismo creativo, a una fuga irremediable hacia el romance, a una persecución incomprensible?, ¿por qué se esconde detrás de las imágenes que de ella tiene Arturo, por qué busca su aprobación sobre los cuentos góticos, por qué suplanta a Redmond? ¿Por qué toda la narración aparece relatada a un reportero a quien no suele decir grandes mentiras?
Sabemos que Joan Foster fue una avispada niña que enseguida asimila los prejuicios adultos, una mujer inteligente que por extrañas razones decidió ocultar sus muchos talentos, desde sus primeros años hasta el momento en el que se encuentra atrapada en una pequeña aldea de Italia, después de haber fingido su propia muerte, temiendo ser reconocida, perseguida y enfrentarse en algún momento con sus demonios particulares.
La caricatura que Joan monta de una vida corriente, la transforma en una vida singular. Un proceso de paradojas que empieza, evidentemente, por la relación con sus padres. Aprende a rechazar la excesiva rigidez de las costumbres sustentadas en la figura materna. Por otra parte, cumple a la perfección el rol que le ha sido asignado, aunque sus continuos esfuerzos acaban de convertirla en antipática. Su hija la ve como la responsable de todo lo malo que ocurre en su vida.
Joan es un personaje entrañable de una ingenuidad congénita, frágil y enormemente fuerte a la vez y con un gran sentido del humor que le ayuda a encontrar siempre el lado cómico. Mientras se siente bajo el influjo materno, utiliza la estrategia vital que ha elegido, esforzándose por conciliar el complejo que le produce su cuerpo y la terquedad en mantenerlo así y por conservar la lealtad hacia un padre con quien convive y, sin embargo, apenas conoce. Una circunstancia fortuita la libera de esa tiranía autoimpuesta. Se permite aprovechar su disposición para comprender la realidad y manejarla a su antojo, ocultándola a la vez, a toda costa para complacer a sus sucesivas parejas. Toda su vida ha decidido elegir entre sentirse acompañada o ser fiel a su naturaleza —creativa, racional, independiente—. Para suerte y desgracia suya, nuestra protagonista es una mente lúcida que se ve obligada a disfrazar su forma de ser, a ocultar sus aptitudes, a mentir sobre sus ambiciones. Todo solo para lograr la ansiada aprobación del hombre que ama, y con ella el afecto que tanto necesita ella.
Margaret Atwood se vale de la obesidad como medio de oposición a los cánones de belleza femenina, rechazando a través de ella, la constante regulación de las conductas.
Es innegable que Atwood sabe manejar herramientas estructurales, estilísticas y de todo tipo. A pesar de su complejo contenido presentado en forma simbólica, Doña Oráculo es una obra divertida, e íntegra.
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