Por Celia Gómez Ramos
El cuarto en que se guardaban los olotes, en la casona del pueblo, ardía.
No alcanzaron la próxima visita de la troca, para llevarlos al rancho.
La primera que lo vio la lumbre, desde uno de los arcos sin ventana, fue Justina. Ya se elevaba bastante. Comenzó a sentir un olor tostado, escuchó el chisporroteo crujiente y le brincó picor a la mirada. En lugar de llevar un balde con agua de inmediato, fue a mirar. Entonces, gritó, y gritó, porque en la habitación, se encontraba observando embobado, Emiliano.
Rápido corrieron los demás, ante el llamado. Sacaron a Justina y a Emiliano, y apagaron el fuego.
Esa ocasión los puercos se quedaron sin olotes, y nuestro primo, el de las “travesuronas”, se llevó buena paliza y castigo, porque además, para que prendieran mejor, les había echado combustible y encendido por aquí y por allá. Él se reía al recordarlo, a sus entonces ocho años. Lo había hecho sin pensar y solo por ver lo que ocurría.
Nadie imaginó que de aquellas “travesuronas” infantiles en casa del abuelo, surgiera el llamado por el fuego en su vida, y no precisamente para apagarlo. Y no, su vida no había sido difícil.
