La búsqueda de los Atlántidas: Antonin Artaud en la Sierra Tarahumara


Por Pedro Paunero

Para Juan Francisco Hernández

Artaud mira el puerto de Veracruz, cada vez más cerca, desde la borda del barco. Inhala profundamente el aire salado y se lleva la mano al amuleto que cuelga de su cuello: una pequeña espada toledana, atada con tres anzuelos, dentro de una bolsita de tela. Recuerda al santero de raza negra que había conocido en Cuba, aquél que le diera el amuleto, aquél a quien le había contado de su búsqueda, quien supiera de su misión: ser aceptado y ser iniciado entre los tarahumaras, el último pueblo en contacto con las fuerzas telúricas y solares de la Tierra.
-Con esto podrá entrar… -le había dicho el brujo.
Ahora lo tiene delante. El puerto, la puerta. La primera puerta, en realidad. Una puerta física. Geográfica. Acaricia la tela negra que envuelve al amuleto. Respira. Siente que su corazón se acelera. Y recuerda. Los surrealistas Louis Aragon, André Breton, Paul Eluard, Benjamin Péret y Pierre Unik, lo atacan por negarse a unirse, como ellos, al partido comunista.

No tendríamos rabia de no ser más explícitos respecto a Artaud. Está demostrado que éste obedeció siempre a los móviles más bajos. Vaticinaba entre nosotros hasta la repugnancia, hasta la náusea, usando trucos literarios que no había inventado, creando en un campo nuevo la más repugnante de las vulgaridades… Es grato comprobar que, entre otras cosas, este enemigo de la literatura y de las artes intervino sólo en las ocasiones que tenían que ver con sus intereses literarios, que su interés se dirigió siempre a los objetos más irrisorios, en los que no estaba en juego nada esencial al espíritu ni a la vida. Hoy hemos vomitado a este canalla. No vemos por qué esta carroña tardaría en convertirse, o como sin duda diría, en “declararse cristiano”.
Era el gran día. Mayo de 1927.

Artaud había contra atacado:

Que los surrealistas me hayan expulsado o que yo mismo me haya alejado de sus grotescos simulacros, hace mucho que no es ésa la cuestión.
Me retiré porque estaba harto de una mascarada que había durado demasiado, por otra parte estaba muy seguro de que en la nueva posición que habían elegido, no menos que en cualquier otra, los surrealistas no harían nada.
Y el tiempo y los hechos no tardaron en darme la razón.
Uno se pregunta qué puede importarle al mundo que el surrealismo coincida con la Revolución o que la Revolución deba hacerse por fuera y por encima de la aventura surrealista, cuando se considera la poca influencia que los surrealistas han tenido sobre las costumbres y las ideas de esta época.
Además, hay todavía una aventura surrealista y acaso no ha muerto el surrealismo el día en que Breton y sus adeptos creyeron que debían adherir al comunismo y buscar en el terreno de los hechos y de la materia inmediata el resultado de una acción que normalmente sólo podía desarrollarse dentro de los marcos íntimos de la mente.
Creen poder permitirse echarme cuando hablo de una metamorfosis de las condiciones interiores del alma, como si yo entendiera el alma en el sentido infecto en que ellos mismos la entienden y como si desde el punto de vista de lo absoluto pudiera tener el menor interés ver cambiar la estructura social del mundo o ver pasar el poder de manos de la burguesía a las del proletariado.
(…) Desprecio demasiado la vida para pensar que cualquier cambio desarrollado en el marco de las apariencias, pueda cambiar algo de mi detestable condición.
Lo que me separa de los surrealistas es que aman tanto la vida como yo la
desprecio.
Disfrutar en toda ocasión y por todos los poros es el centro de sus obsesiones. Pero el ascetismo no coincide con la verdadera magia, incluso la más sucia, incluso la más negra. Incluso el gozador diabólico tiene aspectos ascéticos, un cierto espíritu de mortificación.
(…) Se trata de una ruptura del centro espiritual del mundo, de un desacuerdo de las apariencias, de una transfiguración de lo posible que el surrealismo debía contribuir a provocar. Toda materia comienza por un desarreglo espiritual. Confiar en las cosas, en sus transformaciones, en el cuidado al conducirnos es un punto de vista de torpe obsceno, de aprovechador de la realidad. Nadie ha comprendido nada nunca y los surrealistas no comprenden y no pueden prever adonde los llevará su voluntad de Revolución. Incapaces de imaginar, de representarse una Revolución que no evolucione dentro de los desesperantes marcos de la materia, se resguardan en la fatalidad, en cierto azar de debilidad y de impotencia que les es propio, del trabajo de explicar su inercia, su eterna esterilidad.
El surrealismo siempre ha sido para mí una nueva forma de magia. La imaginación, el sueño, toda esta intensa liberación del inconsciente que tiene por finalidad hacer aflorar a la superficie del alma lo que habitualmente tiene escondido, debe necesariamente introducir profundas transformaciones en la escala de las apariencias, en el valor de significación y en el simbolismo de lo creado. Lo concreto cambia completamente de vestido, de corteza, no se aplica más a los mismos gestos mentales. El más allá, lo invisible rechaza la realidad. El mundo ya no se sostiene.

Es el 7 de febrero de 1936. Artaud desembarca en Veracruz. Deambula bajo el ardiente sol. Primer contacto quemante con la suprarealidad que aún lo espera en la montaña. Pasea por el malecón. Entra en una tienda y adquiere una postal, “Palmeras borrachas de sol”, se sienta en cualquier café a escribir unas líneas que envía a Jean Paulhan, director de la influyente Nouvelle Revue Française, enemigo de los enemigos de Artaud, Breton y Éluard:

 

Llego a México un viernes y un siete y estamos en febrero del 36… Parece que desde el punto de vista material “ya no debo” inquietarme, cualesquiera que sean las dificultades que me asalten.

En el periódico Excélsior del 23 de febrero se publica un anuncio: Una serie de conferencias de Antonio Artaud, bajo el patrocinio universitario. El insigne intelectual francés se propone desarrollar el apasionante tema de las nuevas orientaciones francesas por medio del teatro.

En la extensa nota, que detalla parte de sus actividades artísticas, se mencionan sus intervenciones en el cine:

 

Las ricas posibilidades del cine han sido también campo de las actividades de Artaud, quien ha figurado como actor y como proyectista de escenarios. Son suyos los sets de La Coquille et le Clergyman, film de imágenes puras: La rebelión del carnicero, etcétera. En México fue exhibido, hace algún tiempo, Juana de Arco, film de Carl Brever (sic), en el que Artaud formó parte importante.

 

Artaud como Marat en Napoleon, p elícula de Abel Gance de 1927
Artaud como Marat en la película Napoleón, de Abel Gance, 1927.

A continuación, en el periódico se resumen cada una de las conferencias, que llevan los títulos de «Surrealismo y revolución», «El hombre contra el destino» y «El teatro y los diose»s, que serían dictadas los días 26, 27 y 29. El día 24 aparece otro anuncio en El Universal Gráfico:

 

Conferencias que dará el intelectual francés A. Artaud: Bajo el patrocinio del Departamento de Acción Social de la Universidad Nacional de México, dictará una serie de conferencias el destacado intelectual francés Antonio Artaud, quien se encuentra en la metrópoli desde hace algunos días. La primera de estas conferencias tendrá lugar el día 26 de los corrientes, en el Anfiteatro Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria. En los centros universitarios han despertado interés las pláticas del señor Artaud, en virtud de que se [le] considera como uno de los más prestigiados intelectuales que se han dedicado a los problemas de las representaciones teatrales en sus modernas direcciones. Además, el mismo Artaud ha intervenido en la dirección de famosas películas francesas. Se espera que sus conferencias constituyan un completo éxito.

Detrás del intuido sarcasmo que traslucen esta serie de notas de prensa, ¿cuál es el motivo de la estadía de Artaud en México, para qué ha hecho este viaje, impregnado de misticismo iluminado y delirio constante?
La llave a su pensamiento puede localizarse en estas palabras:

La sangre india de México conserva un antiguo secreto de raza, y antes de que la raza se pierda, hay que arrancarle la fuerza de este antiguo secreto… el México actual copia a Europa y para mí es la civilización europea la que debe arrancarle a México su secreto. La cultura racionalista de Europa ha fracasado y he venido a la tierra de México para buscar las raíces de una cultura mágica que aún es posible desentrañar del suelo indígena.

La ingenuidad de sus palabras se recubre de lucidez cuando sabemos que, México, bajo el mandato de Lázaro Cárdenas, intenta situar su lugar en el mundo, modernizarse, tecnificarse. El país seguirá, como medio de alcanzar esa modernidad, los preceptos marxistas contra los que él se ha revelado y que le han separado de los surrealistas.

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El mes de marzo está terminando, Artaud viaja a Cuernavaca. Dos horas lo separan de la Ciudad de México y el tambor ritual que ha ido a escuchar. Un tambor. Una llamada. Una de esas paradas necesarias en toda peregrinación. En el aire se desenvuelve, se desarrolla, cubriéndolo, penetrándolo, un drama interior que lo impulsa, que lo mueve, como a los títeres sobre los cuales se le ha invitado a dar otra serie de conferencias.

 

Comienzo a estar bien con el gobierno de México. He sido invitado como delegado a un pequeño congreso sobre Teatro Infantil. Las proposiciones y sugerencias han provocado una especie de escándalos en la compañía, yo debería decir la turba de maestros. Han pretendido que les hablaba de cosas sobre las que nunca habían pensado en su vida.
Carta a Jean Paulhan, 26 de marzo.

 

Mientras tanto, se angustia. Un día tocan a las puertas del poeta, y médico, Elías Nandino. Enrique Aguilar, en la desautorizada y condenada biografía de Nandino, Una vida no/velada, pone en palabras sus recuerdos, de cuando Artaud llegó, acompañado del periodista y traductor José Ferrel:

 

Ferrel llegó a mi consultorio con un señor que parecía diácono, todo vestido de negro, con los ojos claros, claros y la mirada fija. Iba inquieto. Ferrel me explicó que su amigo no había podido conseguir droga en varios días y que por eso estaba así.

Nandino se propone a darle un vaso de agua con unas gotas de láudano pero Artaud coge el frasco, se lo bebe de un solo trago, y lo deja caer al suelo. Artaud comienza a hablar sin parar. Está eufórico. Tocado por un dios, el mismo que lo impulsa y le va dejando signos, aunque permanezcan rotos. El poeta médico le ofrece atenderlo para curar su adicción. Artaud le responde:

-No quiero tratamiento. No necesito curarme. Estoy acostumbrado a esta droga. Vine a México a buscar otra. Es la única que puede sanarme, librarme de la muerte.
En su autorizado libro de memorias, Juntando mis pasos, Nandino coincide en sus recuerdos con lo que contara a Enrique Aguilar, de cuando José Ferrel llega a su casa, pidiéndole hospedaje para cierto escritor francés:

Noté un estado nervioso en el escritor, y Pepe Ferrel me explicó que era drogadicto y que andaba sumamente mal de salud porque tenía como cinco días que no había tomado droga… yo le pregunté qué acostumbraba tomar, a lo que él me contestó que opio o derivados del mismo. Recordé al momento que yo tenía elíxir perogórico, que es extraordinario para calmar los nervios y quitar dolores. Saqué el frasco, lo puse sobre la mesa y fui a al comedor a traer un vaso con agua para que se tomara unas gotas, pero fue tremenda mi sorpresa porque al volver se estaba tomando los veinte centímetros cúbicos que contenía. Me dio pendiente y esperé a ver si no tenía trastornos, pero Antonin Artaud me dijo que él había tomado hasta treinta centímetros cúbicos y que no le pasaba nada.

Artaud le escribe por entonces una carta a Jean Paulhan.

(…) trataré de ver a la gente que degüella toros vivos y se sienta a morirse de risa, los indios yosquis [sic].

Nandino estaba convencido que, en el México de entonces, nadie comprendió, incluyéndolo a él, el valor de Artaud como artista y de su estancia y errar por la Ciudad de México. En Juntando mis pasos, escribe:

La amistad con Antonin se fue estrechando y tuve que facilitarle un cuarto cerca de mi casa porque no tenía dónde dormir Mi sirvienta iba a hacerle el aseo, pero no quiso lavarle la ropa porque decía que era muy sucio, y en las mañanas le dejaba un ligero desayuno, el cual nunca tomaba. Poco a poco se fue haciendo amigo de todos los drogadictos de México.

Artaud le pide dinero a Nandino para proseguir su peregrinaje hacia la sierra Tarahumara. Un viaje que no puede postergarse. Nandino se lo da. No pasan tres días cuando el poeta descubre a un borracho tirado en la acera, en la esquina de su casa. Se acerca. Es Artaud. Lo ayuda a incorporarse. Lo lleva al cuarto donde lo ha instalado. La madre de Nandino le llama la atención:
-No traigas a ese señor, fuma unos cigarros que huelen tan feo que deja la casa toda apestosa.
Pero la marihuana no es suficiente para Artaud. Su amistad con los indigentes y drogadictos de la colonia Buenos Aires, le ha hecho interesarse en ellos. Por la noche, Artaud toca la puerta de Nandino. En su mal español le pide que lo acompañe. Un amigo necesita ayuda médica, ha sufrido una intoxicación por sobredosis.

Artaud se detiene y toca. Abren. Nandino entra, siguiéndolo. Reconoce en el local a una zapatería. Salen por la parte de atrás. Atraviesan un pasillo. Llegan a un cuarto sin iluminar. Varios cuerpos se mueven en las sombras. Algunos fuman, otros beben, los más inhalan. Dentro apesta. Artaud le lleva hasta el cuerpo de un hombrecito, tendido en un catre. Inclinado sobre él, Nandino atiende al enano por varias horas, hasta que recobra conciencia. Artaud, todo este tiempo, no se ha separado de su amigo inconsciente.
El 10 de mayo Artaud publica, en El Nacional, una Carta abierta a los gobernadores de los Estados, en la cual se trasluce una candidez conmovedora, a la vez rayana en el ensueño, y no carente de convicción.

Señores gobernadores: He venido a México con una misión de la Secretaría de Educación Nacional de Francia.
Esta misión tiene por objeto estudiar todas las manifestaciones del arte teatral mexicano; pero, quiero hacerlo en la vida, no en las tablas.
Es el arte indígena de México el que me interesa aquí por encima de todo.
Para mí, la cultura de Europa ha fracasado y considero que, con el desarrollo desenfrenado de sus máquinas, Europa ha traicionado a la verdadera cultura; yo, a mi vez me declaro traidor a la concepción europea del progreso.
Los ritos y las danzas sagradas de los indios son la más bella forma posible del teatro y la única que en realidad pueda justificarse.
Hasta hoy, estos ritos sólo han interesado a los arqueólogos y a los artistas.
Los arqueólogos los han descrito como sabios, es decir, muy mal; los artistas los han descrito como artistas, es decir, más mal aún. No han sabido extraer de ellos la ciencia secreta, el profundo sentido que encierran.
(…) Sí. Yo creo en una fuerza que duerme en la tierra de México. Y es para mí, el único lugar en el mundo en donde duermen fuerzas naturales que pueden servir para los Vivos. Yo creo en la realidad mágica de estas fuerzas, lo mismo que se cree en el valor saludable y curativo de ciertas aguas.
Yo creo que los ritos indios son las manifestaciones directas de esas fuerzas.
(…) He de agradecer aquí al Gobierno de México, el haberme permitido tomar contacto con la verdadera cultura de México; y he de agradecer de antemano, a los C. C. Gobernadores de los Estados, su ayuda, esperando que se servirán de llevarme a todos los lugares en donde la tierra roja de México continúa hablando el mejor lenguaje.

El 17 de junio coge el amuleto. Lo sostiene en la mano. Le escribe una carta a Jean-Louis Barrault, el actor y director de teatro:

Tengo que tomar revancha contra muchas gentes y contra muchas cosas… Debes comprender que me pesa el corazón con todas las cochinadas que no puedo olvidar. He venido a México para restablecer el equilibrio y alejar la mala suerte.

Aunque parezca improbable, Artaud ha conseguido una beca, del Departamento de Bellas Artes de la Secretaría de Educación, para su estancia entre los tarahumaras. Llevará consigo un salvoconducto que le ha entregado el ministro, por intercesión del embajador francés, para alojarse en las escuelas públicas de la región.
Con ayuda de los amigos y colegas mexicanos y con doscientos pesos proporcionados por Nandino, en una fecha imprecisa de agosto, Artaud parte hacia Chihuahua. Viaja ligero. Ha dejado la mayor parte de sus pertenencias en su cuarto de la Ciudad de México.
Luis Mario Schneider, en su detallado prólogo para México y Viaje al país de los Tarahumaras, que reúne las cartas y los textos publicados por Artaud en los periódicos mexicanos y franceses, ha reconstruido su periplo en tren: ya en aquél estado, habría viajado de la capital a Bocoyna (para los tarahumaras Bocoina, “el lugar de los pinos”), la estación más cercana a Sisoguichi (o Sisoguíchic), “el lugar de las saetas”, la entrada a la región tarahumara. Lo acompaña un guía, y van a caballo. El guía le advierte de ciertas cosas. Artaud debía referirse al “ciguri”, la danza ritual de ingestión del peyote, con respeto, por temor de los habitantes, cada vez que mencionara aquella ceremonia.

Un guía mestizo que también me servía de intérprete ante los tarahumaras, y me había advertido que siempre le hablara de él [del ciguri] con respeto y precaución, porque, me dijo, les da miedo.

Otra puerta se abre ante Artaud. Escribe sus experiencias en La montaña de los signos, publicado en El Nacional, el 16 de octubre y, con La danza del peyote, bajo el título conjunto de De un viaje al país de los tarahumaras, en La Nouvelle Revue Francaise el 1 de agosto de 1937.
Artaud y su guía avanzan. De Sisoguíchic a Cusárare, con su hermosa cascada, de Cusárare a Narárachi. El paisaje se revela cual libro sagrado, Artaud descubre cabezas de dioses en las rocas, signos esculpidos, atisbos sólo visibles para los iniciados. O para aquellos que, como él, de antemano van preparados para encontrar lo que quieren y desean encontrar.

He visto repetirse veinte veces la misma roca proyectando en el suelo dos sombras; he visto la misma cabeza de animal devorando su propia figura. Y la roca tenía la forma de un pecho de mujer con dos senos perfectamente dibujados; he visto el mismo enorme signo fálico con tres piedras en la punta y cuatro agujeros sobre su cara externa y vi pasar, desde el principio, poco a poco, todas esas formas, a la realidad.

Cauto, sin embargo, a la hora de escribir sobre sus hallazgos, apunta:

Admito que se diga que esas formas son naturales; pero lo que no es natural es su repetición. Y lo que es menos natural todavía, es que las formas de su país los tarahumaras lo repiten en sus ritos y en sus danzas. Esas danzas no han acido del azar, sino que obedecen a la misma matemática secreta, a la misma intención del juego sutil de números a que toda la sierra obedece.

En los árboles, en las montañas, en la tierra, encuentra aún más signos cabalísticos, árboles de la vida, lanzas, cruces, triángulos. El misterio de los Rosacruces, los Caballeros de la Mesa Redonda, la ruta del Santo Grial, se reflejan en la tierra de esos hombres cuyos “ritos y pensamientos son más viejos que el diluvio”.
Detiene al guía. Desde lo alto, en un gesto solemne, desmonta, se acerca al borde. Desde abajo los alcanza el rumor de un río. Arroja al agua su última dosis de heroína. Vuelve a montar al caballo. A partir de este momento ya no hay retorno para Antonin Artaud.
Siente su cuerpo “ya no de carne, sino de hueso, desecado por la multitud de excremento líquido que había perdido”. Atraviesa un período de anhedonia, el sufrimiento atroz del síndrome de abstinencia. Los dolores que lo atraviesan cesan hacia el cuarto día, en el que soporta un espasmo.
El quinto día amanece en rojo. Percibe que el camino arde en llamas. Que su caballo se niega seguir. Nota a los indios que asoman la nariz sobre las rocas y desaparecen como entidades espirituales. Van y vienen.
El 4 de septiembre cumple los 40 años en plena sierra tarahumara. El paso a través de los pueblos y las aldeas, no es nada sencillo. Aquí, allá, los tarahumaras, con gesto de piedra, evitan su paso, se cierran y, con ello a su territorio, al avance de ese europeo trastornado y extático. Artaud pregunta a su guía qué significa el ir y venir de los tarahumaras pero este se limita a encogerse de hombros. La segunda vez que le hace la misma pregunta mira cómo el guía palidece. La tercera vez, el guía es presa de confusión. Esta vez tampoco responde.
Tratan de detenerle con el tam-tam de los tambores rituales, murmuran hechizos, se ponen de cabeza y hacen como si tragaran pedazos de tierra. Delante, a varios kilómetros, les es fácil escuchar “salvajes eructos”.
-Pero en fin, ¿qué es lo que quieren de mí, qué es lo que pasa –les grita a los indios-, qué son esas farsas?
El guía se vuelve.
-¡Señor, déjelos! No hay que molestarlos. ¡Lo están hechizando! –le anuncia- ¡Se han dado cuenta que usted ve con mucha claridad las cosas!
La espada junto al corazón le quema. El corazón se acelera: Con este talismán logrará pasar…
Los tarahumaras arrojan polvo de colores al aire, ante el paso de Artaud. Del color ocre de la tierra, del color negro de la noche, del color rojo como un sol de sangre. Sus siluetas, entre el polvo flotando en el aire, relucen entre dos realidades.
-Dicen que usted ve demasiado claro, que el mundo es falso, que las cosas no son lo que parecen, que usted lo sabe, que usted es el único que quiere decirlo; que todo lo que se ve es sólo una fachada, que la conciencia desborda sobre la conciencia, que lo que las gentes hacen abiertamente nos es nada de lo que hacen cuando se esconden.
El guía está asombrado.
-¿Cómo puede usted seguir? –le pregunta, temiendo que se desate una tormenta o que se abra una puerta donde no debería haber puertas.
Artaud no contesta. Sus ojos descorren los velos del día, de las horas, del tiempo fluctuante.
Un indio se agacha, se lleva la mano derecha al pubis, con la mano izquierda golpea el suelo. Artaud pasa. Sigue pasando. Está pasando. Otro indio se saca el pene de entre las ropas, frenéticamente se masturba y eyacula.
Artaud cree que se llevan la mano a la altura del ombligo. El guía, perturbado, responde:
-Es que no es el ombligo…
Los separa un torrente de agua, y la otra pendiente de la montaña. Él quiere tenerlos cerca y degollarlos. Maldice el sexo asqueroso de los brujos, pero continúa avanzando.
En algún lugar del camino se detienen, los brujos quedan lejos o se han retirado o, por lo menos, se han ocultado. Ahí conoce a un matrimonio. El joven, un iniciado, le habla, en un primer acercamiento, del peyote.

La amistad que me había manifestado aquel joven tarahumara, quien no tuvo reparos en ponerse a rezar a pocos pasos de mí, era ya una garantía de que algunas puertas se me abrirían.

Antonin Artaud retratado por Gerard Pastier en 1947
Artaud

Ha llegado a Norogáchic (Norogachi, “el lugar de los cerros redondos”). Un profesor de escuela, un mestizo que trata de prohibir la ceremonia del peyote, la Fiesta, y que, en palabras de Artaud, se encuentra más preocupado por acostarse con la profesora que por la cultura de su propia región, le sirve de canal entre él y la tan ansiada revelación de la ceremonia ritual.
El profesor alega que, cuando los tarahumaras toman el peyote, desobedecen a la autoridad. Artaud alega que la ingesta del peyote es un acto de comunión con todo lo humano.
-Dios, dicen las tradiciones sacerdotales tarahumaras, desaparece en seguida cuando uno se aproxima demasiado, y en su lugar viene el Espíritu Malo –. Le explica, y uno no puede sino pensar cómo es que, este francés que apenas habla español, logre hacerse entender sobre las lenguas o encima de las lenguas, y comunique cuestiones que deberían serle fundamentales a un mexicano.
Artaud convence al profesor.
-Mañana por la noche usted va a ponerse en contacto con una familia de sacerdotes del ciguri. Dígales lo que me acaba de decir y estoy seguro que conseguiremos, esta vez por lo menos, y quizás más que en ocasiones pasadas, que la absorción sea reglamentada, y dígales además que esta Fiesta está autorizada y que vamos a hacer todo lo posible para proporcionarles todos los medios para que se reúnan y que les suministraremos los caballos, y los víveres que necesiten.
Es el 16 de septiembre, día en que se conmemora la Independencia de México. Artaud asiste al sacrificio público, en la plaza del pueblo, de un toro, hecho que describirá (e interpretará) en su ensayo El rito de los reyes de la Atlántida.

(…) He visto en Norogáchic, al fondo de la Sierra Tarahumara, el rito de los reyes de la Atlántida, tal como lo describe Platón en las páginas del Critias. Platón habla de un rito extraño al que se entregaban en circunstancias desesperadas para su raza, los reyes de la Atlántida.
Por mítica que se suponga la existencia de la Atlántida, Platón describe a los atlántidas como una raza de origen mágico. Los tarahumaras, a quienes considero descendientes directos de los atlántidas, continúan dedicándose al culto de los ritos mágicos.

Es conducido al pueblo donde le aguarda la iniciación. Es el domingo 20, muy por la mañana, y Artaud recibe la unción sagrada.

(El) anciano jefe indio vino a abrirme la conciencia con una cuchillada entre el corazón y el brazo: “Tenga confianza, me dijo, no tenga miedo, no le haré ningún daño” y retrocedió tres o cuatro pasos muy aprisa, y, tras hacer que su espada describiera un círculo en el aire por el pomo y hacia atrás, se precipitó sobre mí, apuntándome y con toda fuerza, como si quisiera exterminarme. Pero la punta de la espada apenas me tocó la piel y sólo brotó una gotita de sangre. No noté ningún dolor, pero sí tuve la impresión de despertar a algo con respecto a lo cual hasta entonces era yo un mal nacido y estaba mal orientado, y me sentí colmado por una luz que nunca había poseído.

Pasan algunos días antes de que pueda trasponer el penúltimo umbral. Es la madrugada. El tiempo, los hombres y las mujeres, se aprestan a celebrar el rito de Tutuguri, sobre el cual escribe, en 1948, el poema Tutuguri, el rito del sol negro:

Y abajo, como en lo bajo del amargo declive,
cruelmente desesperado del corazón,
se abre el círculo de las seis cruces,
muy abajo
como encastrado en la tierra madre,
desencantado del inmundo abrazo de la madre
que babea,

la tierra de carbón negro
es el único emplazamiento húmedo
en esta hendidura de peñasco.

El rito consiste en que el nuevo sol pase por siete puntos
antes de estallar en el orificio de la tierra.

y hay seis hombres,
uno para cada sol
y un séptimo hombre
que es el sol totalmente
crudo
vestido de negro y de roja carne.

Ahora bien: este séptimo hombre
es un caballo,
un caballo con un hombre que lo lleva.
Pero es el caballo
el sol
y no el hombre.

Sobre el desgarramiento de un tambor y de una larga trompeta
extraña,
los seis hombres
que estaban acostados,
arrollados al ras de la tierra
brotan sucesivamente como girasoles
no soles
sino suelos giratorios,
lotos de agua,
y a cada brote
corresponde el gong más y más sombrío
y recogido
del tambor
hasta que de pronto se ve llegar a gran galope,
con una velocidad de vértigo,
el último sol,
el primer hombre,
el caballo negro con un
hombre desnudo
absolutamente desnudo
y virgen
sobre él.

Después del salto,
meandros circulares
y le caballo de carnes sangrantes enloquece
y caracolea sin cesar
en la cima de un peñasco
hasta que los seis hombres
acaben de cercar
completamente
las seis cruces.

Pues el tono mayor del rito es justamente

LA ABOLICION
DE LA CRUZ

Cuando acaban de girar
arrancan
las cruces de tierra
y el hombre desnudo
sobre el caballo
enarbola
una inmensa herradura
que ha empapado en una grieta de su sangre.

 

Dos días después recibe la comunión. Participará, por fin, en el ciguri. Al alba, uno de los sacerdotes le dice:
-Te unes a la entidad sin Dios que te asimila y te engendra como si te crearas tú mismo, y como tú mismo en la Nada y contra Él, a todas horas te creas.
En ese instante alongado sabe lo que supo Alvar Núñez Cabeza de Vaca, explorador español y sufridor, iniciado también, cuando escribió sobre la experiencia: “Quedé tendido al pie de la viga, comprendiendo que entraba en la muerte”. La experiencia de Cabeza de Vaca lo llevó a través del espacio y del tiempo hasta el momento en que sus padres se acoplaban para engendrarlo. Los vio. Y se supo naciente. Luego se descorrieron los velos de la naturaleza y vio criaturas uniéndose en todas las modalidades sexuales, incluyéndolo a él en esa pansexualidad. La experiencia. Misma que le abrió los ojos y gozó del sexo unívoco, como hombre y como mujer. Artaud fue más allá: supo que se había hecho Cristo en carne, y que no tendría más final que el sacrificio.
Tres días más se queda entre los tarahumaras, a los que se referirá posteriormente, como a los más felices de su vida.

Había cesado de aburrirme, de buscar una razón a mi vida y de tener que cargar mi cuerpo.

En cierto momento ve a un ser que, de golpe, le provoca la “salida” del peyote de su cuerpo. De Antonin Artaud, logra percibir, que ya no queda nada sino el cadáver de un hombre despedazado, que encontrarían, despedazado, en algún lugar.
El 4 de octubre de 1936, Antonin Artaud regresa al mundo. Llega a la capital de Chihuahua. Sus pasos se pierden ahora. Un día, en el que Elías Nandino va por la calle, escucha que alguien le grita:
-¡Nandino!
El poeta y médico se topa con un hombre de ojos enrojecidos, ropa sucia y desgarrada (el traje negro), y el cabello alborotado, que carga un saco. Parece un vagabundo pero Nandino reconoce en él a Artaud.
-¡Antonin! ¿Dónde has andado, Antonin?
-¡Tarahumaras, tarahumaras! –le responde Artaud.
-¿Qué traes ahí?
-¡Peyote, peyote!
Nandino lo contempla.
-No te extrañes si un día nada más desaparezco. Yo no le digo adiós a nadie -. Le avisa, y le advierte, Artaud.
En un documento expedido por la Secretaria de Gobernación, con fecha del 24 de octubre de 1936, puede leerse que a Antonin Artaud, que había llegado a México con permiso por seis meses, durante los cuales realizaría estudios demográficos y etnográficos, se le eximía del pago de 20 pesos como cuota por derechos de migración. El 31 de octubre, Artaud aborda, en el puerto de Veracruz, el barco Mexique, con destino a Saint-Nazaire, Francia.

En su obra Plantas de los dioses, Richard Evans Schultes y Albert Hofmann, nos recuerdan que el misionero español Nicolás de León, en un acto de represión que atentaba contra el ciguri, examinaba a los indios conversos al cristianismo, durante la confesión, de la siguiente manera:

¿Eres tu adivino? ¿Has anunciado eventos futuros mediante la lectura de augurios, interpretando sueños o trazando círculos y figuras en el agua? ¿Has adornado con guirnaldas de flores los sitios en donde hay ídolos? ¿Has caminado durante la noche convocando la ayuda de los demonios? ¿Has bebido peyote o se lo has dado a beber a otros para descubrir secretos o el lugar en donde se encuentran objetos perdidos o robados?

En 1918, cincuenta tribus indígenas norteamericanas se unieron para fundar la Native American Peyote Church, con la intención de: Proteger y promover la creencia en el Todopoderoso, estimulando la moralidad, la sobriedad, la industriosidad y el correcto vivir, mediante un uso sacramental del peyote.

Después de su regreso a Europa, Antonin Artaud se entrega a estudios del Tarot, parte a la tierra de Tara, en Irlanda, buscando las claves druídicas del celtismo, en una misión que tiene, al mismo tiempo, el objeto de devolver otro objeto numinoso (cual su espada toledana), el báculo de San Patricio de trece nudos, a los irlandeses. Se enfrenta a una turba de católicos airados, tras denominar al Papa como a un “montón de basura” y revelar que él es el auténtico Cristo hecho carne. Es deportado de la isla en camisa de fuerza, e inicia su agónica andadura por los manicomios y los electroshocks. El 10 de junio de 1947 le escribe a Albert Camus, por entonces director de la revista Combat, una carta que nunca logró enviar:

No dejo de sentir la baja, la vil conciencia de la masa diciéndome: Ya basta, Artaud, cállate, déjanos hacer públicamente, abiertamente, universalmente, si no lo haces lo pagarás caro.
Pues, cosa que ni Gérard de Nerval ni Lautréamont ni Van Gogh hacían,
yo actúo.
Y a causa de esta acción eficaz y patente fui internado.
Era esta acción la que el doctor Gaston Ferdière no dejaba de echarme en cara en Rodez todas las mañanas a la hora de la visita diciéndome: Sí, señor Artaud, usted es muy libre de resoplar, de rodar y jadear, pero la sociedad no puede admitirlo, y yo, como representante de la sociedad, lo someto al electrochoque; pues el electrochoque hace olvidar el hálito de la magia y del dinamismo personal.
Y fue así como el doctor Gaston Ferdière, médico en jefe del asilo de Rodez, me hundió en el coma cincuenta y dos veces en dos años, por orden de la sociedad y para quitarme mi sistema de defensa personal contra ciertas maniobras de magia negra cuya erotomanía había hecho de él uno de los puntuales de Rodez.
Él era de la opinión de que mi acción mágica casta cortaba algunos de sus impulsos sexuales obscenos y me so metía al electrochoque a fin de paralizar mi castidad mágica eficaz.
Pues de hecho ahí estaba todo el problema de la auténtica
libertad: Ser libre de ser limpio.
Y, para ser libre, ser limpio primero.
Así fueron las cosas hasta que un día en el patio de aquel cuartel a la hora de visita, cierto día de mayo de 1945, dije al doctor Gaston Ferdière que me amenazaba con una nueva serie de electrochoques para los tarareos, los rezongos, los vuelcos y sobre mí mismo que al parecer alguien le había señalado: Señor Ferdière, un electrochoque más y lo estrangulo.

Desde 1945 el Artaud crístico, tras un breve período cristiano, abomina por completo del cristianismo. Asume un renacimiento pronto que tendrá, forzosamente, que estar teñido de crueldad sacrificial. El 23 de abril de 1947 rechaza la invitación, que le hiciera Breton, para participar en una magna exposición internacional surrealista en la prestigiada galería Maeght de París.

Pienso en el espantoso desfile de esnobs incultos que circulará a través de esta exposición.

Artaud no está por la traición del acto artístico en pos de lo comercial y mucho menos por los supuestos nuevos sacerdotes, léase los surrealistas, él, un iniciado, cuando increpa:

No veo que haya en el mundo alguna cosa a la cual se pueda ser «iniciado». (…) Yo creo que todo, y más que nada lo esencial, siempre estuvo al descubierto y en la superficie y que se ha ido a pique.

El 4 de marzo de 1948, lejos de la comunión sagrada del ciguri, una de las enfermeras del asilo de Ivry-sur-Seine, que le llevaba el desayuno y donde convalecía por el cáncer, lo encuentra muerto, al pie de su cama, con un zapato en la mano.

En el sueño, nervios en tensión a lo largo de las piernas. El sueño proviene de un desplazamiento de creencia. El abrazo se afloja. El absurdo me camina sobre los pies. Yo. Antonin Artaud, soy mi hijo, mi padre, mi madre… y yo mismo.

En las paredes de su cuarto estaban varios de sus dibujos, hechos a la manera de Van Gogh, recordando su ensayo Van Gogh, el suicidado por la sociedad, escrito en 1947 y ganador del Premio Saint-Beuve, en el que denuncia la psiquiatría, y afirma que fue la psiquiatría y la sociedad, las culpables de la muerte del pintor:

(…) no se suicidó en un ataque de insanía. Por el contrario, acababa de descubrir qué era y quién era él mismo, cuando la conciencia general de la sociedad, para castigarlo por haberse apartado de ella, lo suicidó.

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