Por Irma Gallo
«¿Por qué era un sexo tan próspero y el otro tan pobre? ¿Qué efecto tiene la pobreza sobre la novela? ¿Qué condiciones son necesarias para la creación de obras de arte?»
Virginia Woolf. Una habitación propia
Estas preguntas, más la que elegí como título de esta reflexión, se hacía Virginia Woolf en 1928 cuando escribió las conferencias que dictaría en la Sociedad Literaria de Newham y en la Odtaa de Girton.
Virginia debía disertar sobre «Las mujeres y la novela», y en lugar de hacer «unas cuantas observaciones sobre Fanny Burney; algunas más sobre Jane Austen; un tributo a las Brontë y un esbozo de la rectoría de Haworth bajo la nieve», como ella misma escribe, decidió que la médula del asunto estaba en otro lado. Ahí donde quizá nadie -o tal vez pocos o pocas antes de ella- habían hurgado: en las condiciones económicas que permiten a un ser humano, hombre o mujer, dedicarse a la creación artística.
Y es entonces que se plantea las preguntas que elijo como epígrafe para esta breve reflexión, y para resolverlas comienza una búsqueda en el British Museum, que continúa en varias bibliotecas, pero sobre todo, en la historia de su propia vida:
«Mi tía, Mary Beton -dejadme que os lo cuente-, murió de una caída de caballo un día que salió a tomar el aire en Bombay. La noticia de mi herencia me llegó una noche, más o menos al tiempo que se aprobaba una ley que les concedía el voto a las mujeres. Una carta de un notario cayó en mi buzón y al abrirla me encontré con que mi tía me había dejado quinientas libras al año hasta el final de mis días. De las dos cosas -el voto y el dinero-, el dinero, lo confieso, me pareció de mucho la más importante. Hasta entonces me había ganado la vida mendigando trabajillos en los periódicos (como yo, anota al margen Irma Gallo) (…) lo que sigo recordando como un yugo (…) es el veneno del miedo y de la amargura que estos días me trajeron (…) Pero, como decía, mi tía murió; y cada vez que cambio un billete de diez chelines, desaparece un poco de esta carcoma y de esta corrosión; se van el temor y la amargura (…) No necesito odiar a ningún hombre; no puede herirme. No necesito halagar a ningún hombre; no tiene nada que darme. De modo que, imperceptiblemente, fui adoptando una nueva actitud hacia la otra mitad de la especie humana».
Así avanza la autora de Mrs. Dalloway en la construcción de lo que más tarde se convertirá en una de sus obras más leídas y celebradas: Una habitación propia. Con la convicción de que «la otra mitad de la especie humana» también fue educada de esta manera: bajo la idea de que debían poseer bienes, tener «éxito» en sus profesiones y oficios:
«albergar en su seno un águila, un buitre que eternamente les mordía el hígado y les picoteaba los pulmones: el instinto de posesión, el frenesí de adquisición».
De este modo, asegura, la amargura que sentía se transformó en comprensión y tolerancia. Aunque esto no la eximió de seguir planteando preguntas torales durante todo el resto del texto (y de su atormentada vida. Atormentada por la esquizofrenia que padecía -las voces que escuchaba-, que la orilló a suicidarse ahogándose en el río Ouse unos años después).

Algunas de estas cuestiones siguen retumbando inevitablemente en nuestros oídos casi 90 años después:
«le hubiera sido imposible, del todo imposible, a una mujer escribir las obras de Shakespeare en la época de Shakespeare».
Y es entonces que la Woolf se aventura a imaginar la historia de Judith, la hermana de Shakespeare, que cómo él, hubiera deseado ir a la escuela, aprender el latín, la gramática y la lógica; marchar a Londres a probar fortuna en el teatro, en el que empezó cuidando caballos y terminó, como es sabido, siendo actor, director, dramaturgo y mostrando su arte a plebeyos y reyes. Pero mientras todo esto le sucedía a su hermano, Judith debió haberse quedado en casa. «No tuvo oportunidad de aprender la gramática ni la lógica, ya no digamos de leer a Horacio ni a Virgilio», escribe Virginia.
Probablemente leía a escondidas algunas páginas de un libro, quizá de su propio hermano; incluso garabateaba unas líneas, también oculta de los demás, que luego se cuidaba de esconder muy bien o de quemar. Y cuando le dijeron que tenía que casarse con un comerciante de lana, gritó que esa boda le era odiosa y su padre le pegó.

Una noche -continúa la historia de ficción de la hermana de Shakespeare creada por Virginia Woolf-, Judith no pudo más y escapó por la ventana. Como su hermano, sentía una gran pasión por el teatro y quería actuar, así que llegó al teatro y se colocó junto a la puerta de entrada. Todos se rieron de ella, hasta que un actor se «apiadó» y la tomó bajo su protección, dejándola embarazada:
«y -¿quién puede medir el calor y la violencia de un corazón de poeta apresado y embrollado en un cuerpo de mujer?- se mató en una noche de invierno y yace enterrada en una encrucijada donde ahora paran los autobuses, junto a la taberna del Elephant and Castle».
Virginia Woolf concluye este ensayo con una premisa que, al igual que en 1928, sigue siendo oportuna y, mucho más que eso, urgente:
«si cada una de nosotras tiene quinientas libras al año y una habitación propia; si nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos (…), llegará la oportunidad y la poetisa muerta que fue la hermana de Shakespeare recobrará el cuerpo que tan a menudo se ha despojado (…) Pero yo sostengo que vendrá si trabajamos por ella, y que hacer este trabajo, aún en la pobreza y la oscuridad, merece la pena».
Virginia Woolf
Una habitación propia
Seix Barral. Biblioteca Breve (Primera reimpresión: octubre, 1983)
158 páginas.
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