Por Celia Gómez Ramos
Tengo la posibilidad de tomarme un café, sentarme a contemplar el paso de la gente mientras lo disfruto en las papilas, la garganta y lo va absorbiendo mi cuerpo. Algo tan raro en estos tiempos de prisa constante.
Me encontraba sentado, mirando la plaza, en una de las mesas que salen de los portales del centro de Cholula. Tranquilo. Ya habían transitado en ese lapso, varios vendedores y gente pidiendo una moneda.
La mirada de una mujer, con muchos años encima, fue intensa y me comió de a poco… Pidió dinero también, y lastimosamente, ya había acabado mi cuota -al menos eso creí-, luego de haberle dado a algunos. Recuerdo sin embargo, su mirada.
Unas horas después comencé con una revolución estomacal y con diarrea, un dolor que dividía en dos mi abdomen. Yo me consideraba escéptico, pero esa ocasión me trastornó…
Han pasado varios años, y sigo recordando esa mirada que hiere, que devasta; que al perforar, hacía que sintieras que te leían e interpretaban hasta dentro. Una mirada de dolor, de cansancio, pero también de furia. Una mirada mala. Mal de ojo.
A partir de ahí, sorprendido y capturado, me dediqué a fotografiar miradas semejantes. Pronto haré ya una exposición: “Miradas que degluten”.
¿Qué sentirán los demás al ver capturado el instante –recordé Farabeuf? ¿La intención momentánea de una mirada podrá crecer en destinatarios, aquéllos espectadores? ¿Habré de advertirles?

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