Por Gabriela Pérez
El hombre invisible, la magnífica novela de H. G. Wells, comienza con un frío día de invierno, en el que llega de la oscuridad un forastero con una extraña indumentaria. Lleva la cara totalmente cubierta vendas blancas y gafas azul oscuro. Al principio, la gente del pueblo siente lástima por él pensando que ha sufrido un horrible accidente. Pero empiezan extraños sucesos. Un día, la patrona entra en la habitación vacía del visitante para ver que la ropa se mueve sola. Sí, ve el sombrero bailando por la habitación, sábanas que se elevan por los aires, y sillas que se mueven.
Pronto empiezan a correr rumores sobre estos sucesos tan poco habituales. Finalmente, un grupo de ciudadanos se reúne y decide enfrentarse al misterioso extranjero. Para su sorpresa, el hombre empieza a quitarse lentamente las vendas. Todo el mundo está horrorizado. Sin las vendas, la cara del forastero desaparece. En realidad, el hombre es invisible.
Su verdadero nombre es Griffin. Aunque empezó estudiando medicina, dio con una manera revolucionaria de cambiar las propiedades refractivas y reflectoras de la piel. Su secreto es la cuarta dimensión. Le dice al doctor Kemp: «Encontré un principio general […] una fórmula, una expresión geométrica que implicaba cuatro dimensiones».
Como ocurre, para mí, en las mejores ficciones, hay un germen de ciencia. Cualquier persona que pueda acceder a la cuarta dimensión espacial (o lo que hoy se llama la quinta dimensión, con el tiempo en la cuarta) puede volverse realmente invisible e incluso puede asumir los poderes que normalmente atribuimos a fantasma. Imaginemos que una raza de seres míticos puede habitar el mundo bidimensional de un tablero de mesa, como en Planilandia, la novela que Edwin Abbot escribió en 1884. Se ocupan de sus asuntos sin tener conciencia de que la tercera dimensión, los rodea.
Pero si un científico de Planilandia pudiese hacer un experimento que le permitiera alzarse unos centímetros sobre la mesa, se volvería invisible, porque la luz le pasaría por debajo, como si él no existiera. Flotando justo encima de Planilandia, podría ver desplegarse los acontecimientos de abajo sobre el tablero de una mesa. Flotar en el hiperespacio tiene ventajas decisivas, porque quien mirase hacia abajo desde el hiperespacio tendría los poderes de un dios.
La luz no sólo pasaría por debajo de él, haciéndolo invisible, sino que él también podría pasar por encima de los objetos. Es decir, podría desaparecer cuando quisiera y atravesar las paredes. Simplemente al entrar en la tercera dimensión, desaparecería del universo de Planilandia y, si saltase sobre el tablero de la mesa, se rematerializaría súbitamente de la nada.
De manera similar, H. G. Wells quería transmitir la idea de que, en un mundo de cuatro dimensiones, nosotros somos los planilandeses, ignorantes del hecho de que justo encima de nosotros podría haber planos superiores de existencia. Creemos que nuestro mundo consiste en todo lo que podemos ver, inconscientes de que puede haber universos enteros, universos inconcebibles, justo delante de nuestras narices.
Hoy en día, el misterio y la leyenda que envuelve a la cuarta dimensión están siendo resucitados por una razón totalmente diferente: el desarrollo de la teoría de cuerdas y ahora, la teoría M.
La Teoría M es una teoría física, propuesta como una «teoría del todo» que unifique las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza. La teoría M fue esbozada inicialmente por Edward Witten, su propuesta combinaba las cinco teorías de supercuerdas y supergravedad en once dimensiones. Tiene su origen en la teoría de cuerdas, según la cual todas las partículas son, en realidad, diminutas cuerdas que vibran a cierta frecuencia. Según esta propuesta, las partículas son cuerdas vibrando a cierta frecuencia en un espacio-tiempo que requiere al menos diez dimensiones.
Esta teoría sigue siendo una propuesta de trabajo y si bien tiene amplio apoyo, no es una teoría con aceptación universal, ya que no existen pruebas empíricas en su favor, siendo difícil de verificar dadas las energías requeridas para verificar los detalles. Además, la teoría contiene algunos problemas matemáticos no resueltos, y sólo conjeturados de manera aproximada.
Con la llegada de la teoría M, las dimensiones superiores están ahora en el centro de una profunda revolución en la física porque los físicos se ven obligados a enfrentarse al mayor problema que se plantea hoy en día en esta disciplina: el abismo que se abre entre la relatividad general y la teoría cuántica. Sorprendentemente, estas dos teorías comprenden la suma total de todo el conocimiento físico sobre el universo al nivel fundamental. En el presente, sólo la teoría M tiene la capacidad de unificar estas dos grandes teorías del universo, aparentemente contradictorias, en un todo coherente para crear una «teoría del todo».
Muchos gigantes de la física —Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg, Wolfgang Pauli y Arthur Eddington— después de Einstein han intentado encontrar una teoría del campo unificado, sólo para fracasar miserablemente. En 1928, Einstein creó accidentalmente un revuelo en la prensa con una versión anterior de su teoría del campo unificado. El New York Times incluso publicó partes del trabajo, incluyendo sus ecuaciones. Más de cien periodistas se reunieron a las puertas de su casa. En una carta desde Inglaterra, Eddington le comentó a Einstein: «Te divertirá saber que uno de nuestros grandes almacenes de Londres ‘Selfridges’ ha puesto en el escaparate tu trabajo para que puedan leerlo los transeúntes. Se reúnen grandes multitudes para leerlo».
En 1946, a Erwin Schrödinger también le entró la fiebre y descubrió lo que le pareció que era la legendaria teoría del campo unificado. Presurosamente, hizo algo poco habitual para su época: convocó una conferencia de prensa. Acudió a escucharle incluso el primer ministro de Irlanda, Eamon De Valera. Cuando le preguntaron hasta qué punto estaba seguro de haber conseguido la teoría del campo unificado, Schrödinger contestó: «Creo que tengo razón. Si me equivoco, quedaré como un idiota». (El New York Times tuvo conocimiento finalmente de esta conferencia de prensa y envió el manuscrito a Einstein y otros para que lo comentaran. Con tristeza, Einstein se dio cuenta de que Schrödinger había redescubierto una vieja teoría que él mismo había propuesto y rechazado años atrás. Einstein envió una respuesta educada, pero Schrödinger se sintió humillado).
En 1958, el físico Jeremy Bernstein asistió a una conferencia en la Universidad de Columbia en la que Wolfgang Pauli presentó su versión de la teoría del campo unificado, que desarrolló junto con Werner Heisenberg. Niels Bohr, que se hallaba entre el público, no quedó impresionado. Finalmente, Bohr se levantó y dijo: «Los de aquí detrás estamos convencidos de que su teoría es una locura. Lo que nos divide es el grado de locura de su teoría». Pauli supo de inmediato lo que quería decir Bohr: que la teoría de Heisenberg-Pauli era demasiado convencional, demasiado ordinaria para ser la teoría del campo unificado.
Muchos físicos están convencidos de que detrás de todo hay una teoría sencilla, elegante y convincente que, sin embargo, es lo bastante loca y absurda para ser verdad. Los físicos actuales, como los primeros exploradores, tienen grandes pruebas indirectas que apuntan a la existencia de una teoría del todo, aunque de momento no haya un consenso universal sobre cuál es esta teoría.
Una teoría que sin duda es «lo bastante loca» para ser la teoría del campo unificado es la teoría de cuerdas o teoría M, pero, como es imposible hacer pequeños ajustes sin destruir la teoría, será o bien una “teoría del todo”, o bien una “teoría de la nada”. El origen de la teoría se remonta a 1968, cuando dos jóvenes físicos del CERN, en Ginebra, Gabriele Veneziano y Mahiko Suzuki, hojeaban independientemente un libro de matemáticas y se encontraron con la función de Euler Beta, una oscura expresión matemática del siglo XVIII, descubierta por Leonard Euler, que parecía describir el mundo subatómico. Se quedaron asombrados contemplando aquella fórmula matemática abstracta que parecía describir la colisión de dos partículas mesón a energías enormes. El modelo Veneziano pronto creó sensación y de él derivaron cientos de artículos que intentaban generalizarlo para describir las fuerzas nucleares.
En el pasado, la física solía basarse en observaciones de la naturaleza cuidadosamente detalladas, se formulaban algunas hipótesis parciales, se comprobaba minuciosamente la idea comparándola con los datos y después se repetía el proceso, una y otra vez. La teoría de cuerdas era un método que parecía basarse simplemente en adivinar la respuesta.
Uno de los objetivos de la física elemental es predecir la estructura matemática de la matriz S para las interacciones fuertes, un objetivo tan difícil que algunos físicos creían que superaba los conocimientos de la física. Es fácil imaginarse la sensación causada por Veneziano y Suzuki cuando simplemente dedujeron la matriz S hojeando un libro de matemáticas.
El modelo era un «bicho» completamente distinto de lo que se había visto hasta entonces. Normalmente, cuando alguien propone una nueva teoría (como la de los quarks), los físicos intentan retocarla, cambiando parámetros simples (como las masas de las partículas o las fuerzas acopladas). Pero el modelo Veneziano estaba tan bien construido que la mínima perturbación en sus simetrías básicas arruinaba toda la fórmula. Como en una pieza de cristal delicadamente trabajada, cualquier intento de alterar su forma la rompía. El modelo Veneziano, a pesar de lo notable que era, presentaba varios problemas. En primer lugar, los físicos eran conscientes de que se trataba simplemente de una primera aproximación a la matriz S final y que no daba toda la imagen.
Con la teoría de campo de cuerdas, toda la teoría podía resumirse en una sola ecuación de apenas cuatro centímetros de longitud: todas las propiedades del modelo Veneziano, todos los términos de la aproximación de la perturbación infinita y todas las propiedades de las cuerdas giratorias podrían derivar de una ecuació. Las simetrías de la teoría de cuerdas le daban su belleza y poder. Cuando las cuerdas se mueven en el espacio-tiempo, barren dos superficies bidimensionales que parecen una cinta. La teoría sigue siendo la misma con independencia de las coordenadas que utilicemos para describir esta superficie bidimensional.
Pero justo cuando empezaba a despegar, la teoría de cuerdas se desarrolló rápidamente. Claude Lovelace, descubrió que el modelo original de Veneziano tenía un pequeño defecto matemático que sólo podía eliminarse si el espacio-tiempo tenía veintiséis dimensiones. En ningún otro lugar encontramos una teoría que seleccione su propia dimensionalidad. Las teorías de Newton y Einstein, por ejemplo, pueden formularse en cualquier dimensión. Sin embargo, la teoría de cuerdas sólo podía existir en dimensiones específicas.
Desde un punto de vista práctico, esto era un desastre. Se creía universalmente que nuestro mundo existía en tres dimensiones de espacio (longitud, anchura y altura) y una de tiempo. Admitir un universo de diez dimensiones significaba que la teoría estaba al borde de la ciencia ficción.
Einstein dijo en una ocasión que si una teoría no ofrecía una imagen física que pudiera entenderla hasta un niño, probablemente era inútil. Afortunadamente, detrás de la teoría de cuerdas hay una imagen física simple, una imagen basada en la música.
Según la teoría de cuerdas, si uno pudiera observar el centro de un electrón, no vería una partícula puntual sino una cuerda vibrante. Si pellizcáramos esta cuerda, la vibración cambiaría; el electrón podría convertirse en un neutrino. Si la volviéramos a pellizcar, podría convertirse en un quark. En realidad, si la pellizcásemos con bastante fuerza, podría convertirse en cualquiera de las partículas subatómicas conocidas. De este modo, la teoría de cuerdas puede explicar por qué hay tantas partículas subatómicas. Para hacer una analogía, en una cuerda de violín pulsando la cuerda de diferentes maneras, podemos generar todas las notas de la escala musical.
Las cuerdas pueden interaccionar partiéndose y volviéndose a unir, creando de este modo las interacciones que vemos entre electrones y protones en los átomos. Así, mediante la teoría de cuerdas, podemos reproducir todas las leyes de la física atómica y nuclear. Las melodías que pueden escribirse sobre las cuerdas corresponden a las leyes de la química. El universo puede verse ahora como una inmensa sinfonía de cuerdas.
La belleza de la teoría de cuerdas es que puede equipararse a la música. La música proporciona la metáfora mediante la que podemos entender la naturaleza del universo, tanto a nivel subatómico como a nivel cósmico. Como escribió en una ocasión el célebre violinista Yehudi Menuhin: «La música crea orden a partir del caos, porque el ritmo impone unanimidad sobre lo divergente, la melodía impone continuidad sobre lo inconexo, y la armonía impone compatibilidad a lo incongruente».
Y hablando de la unanimidad de lo divergente, ¿han visto alguna vez ‘Oleg y las raras artes’?, es un bellísimo documental dirigido por Andrés Duque, que graba al maestro, sus ríos de palabras y sus “melodías incómodas”, poniendo al espectador ante una experiencia.
Hay un método infalible que Oleg aplica a menudo. Le sirve para su arte y para cuestiones más triviales, como escoger una habitación de hotel. El maestro ruso canta. Si el lugar le devuelve un eco satisfactorio, adelante. Si el sonido falla, empiezan los problemas. “La acústica es una contemplación mutua entre el cielo y la tierra”, explica.
Ha habido culturas sin capacidad de recuento, culturas sin pintura, culturas desconocedoras de la rueda o de la palabra escrita, pero nunca ha habido una cultura sin música. La música, nos rodea por todas partes. Sin aprender conscientemente sus reglas, o adivinar su estructura, podemos responder al ritmo, podemos quedar cautivados por una Sinfonía.
Una clave para los antecedentes de la música podría estar en su poder emocional —un poder que crece con una exposición repetida—. En civilizaciones antiguas y modernas, en todo el mundo, encontramos el sonido de la música cuando quiera que hay una necesidad de aumentar los lazos grupales o inspirar actos de valor. Crea una atmósfera dentro de la cual ideas y señales pueden causar una fuerte impresión en la mente. Pero aquí hay una paradoja, pues encontramos que la música puede tranquilizar la mente agitada tanto como puede exaltarla. Esta dicotomía sugiere que no encontraremos la fuente de cualquier representación musical, o apreciación musical, en una función tan específica como la excitación o la pacificación.
Einstein escribió que su búsqueda de una teoría del campo unificado le permitiría finalmente «leer la Mente de Dios». Si la teoría de cuerdas es correcta, vemos ahora que la Mente de Dios representa la música cósmica que resuena a través del hiperespacio de diez dimensiones. Como dijo una vez Gottfried Leibniz: «La música es el ejercicio oculto de aritmética de un alma que no es consciente de que está calculando».
Históricamente, el vínculo entre la música y la ciencia se forjó ya cuando los pitagóricos descubrieron las leyes de la armonía y las redujeron a matemáticas. Fueron de los primeros en contemplar lo que llamaríamos «matemáticas puras»: relaciones matemáticas por sí mismas, más que con un fin práctico. Pero, a pesar de su predilección por la aritmética y la geometría, diferían de los matemáticos modernos en que para ellos la trascendencia de las matemáticas reside en los propios números y formas geométricas, antes que en las relaciones entre los mismos. Pitágoras fue atraído al estudio de la armonía musical porque ésta consagraba relaciones numéricas que podían ser encontradas en cualquier otro lugar del Universo. Encontraron que el tono de la cuerda pulsada de una lira se relacionaba con su longitud. Si se doblaba la longitud de la cuerda de una lira, la nota descendía una octava entera. Si la longitud de una cuerda se reducía en dos tercios, el tono subía una quinta. Por tanto, las leyes de la música y de la armonía podían reducirse a relaciones precisas entre números. Decían que la música era nada menos que el sonido de las matemáticas.
En los siglos I y II d. C., hubo un serio debate erudito acerca de por qué no podemos oír esta música celeste. La creencia de un cosmos compuesto de esferas seguía existiendo en tiempos isabelinos. Está muy expuesta por Shakespeare, en El mercader de Venecia. Mientras se acerca a la casa de Porcia, Lorenzo describe la armonía celeste a Lancelot; nuestra sordera a ella es una consecuencia de nuestra mortalidad:
¡Cuán dulcemente duerme el claro de Luna sobre este bancal!
Vamos a sentamos allí y dejemos que los acordes de la música
se deslicen en nuestros oídos. La dulce tranquilidad y la noche
convienen a los acentos de la suave armonía.
Siéntate, Jessica. ¡Mira cómo la bóveda del firmamento
está tachonada de patenas de oro resplandeciente!
No hay ni el más pequeño de esos globos que contemplas
que con sus movimientos no produzca una angelical melodía que
concierte con las voces de los querubines
de ojos eternamente jóvenes.
Las almas inmortales tienen en ella una música así;
pero, hasta que cae esta envoltura de barro
que las aprisiona groseramente en sus muros
no podemos escucharla.
Hay mucho más que armonía celeste en la teoría musical pitagórica. Además de la música de las esferas celestes se distinguían otras dos variedades: el sonido de instrumentos, y la continua música inaudible que emanaba del cuerpo humano, que surge de una resonancia entre cuerpo y alma. La hipótesis importante que hay tras estas distinciones, que fue asumida por Platón y luego influyó en la filosofía occidental durante largo tiempo, es que la música celeste existe y tiene propiedades independientes del humano. Para Platón, lo que oímos de la armonía musical es un pálido reflejo de una perfección más profunda en el mundo de los números, que se manifiesta en los movimientos planetarios. Nosotros la apreciamos solamente porque los ritmos de nuestros cuerpos y almas están preformados para resonar con la armonía en el reino celeste.
Los espacios, las palabras, pueden hacernos imaginar, crear, escuchar, y, como lo han demostrado Octavio Paz y José Gordon, nos hacen ver de igual manera:
Cierra los ojos y a oscuras piérdete
bajo el follaje rojo de tus párpados.
Húndete en esas espirales
del sonido que zumba y cae
y suena allá, remoto,
hacia el sitio del tímpano,
como una catarata ensordecida.
Hunde tu ser a oscuras,
anégate en tu piel,
y más, en tus entrañas;
que te deslumbre y ciegue
el hueso, lívida centella,
y entre simas y golfos de tiniebla
abra su azul penacho el fuego fatuo.
En esa sombra líquida del sueño
moja tu desnudez;
abandona tu forma, espuma
que no se sabe quién dejó en la orilla;
piérdete en ti, infinita,
en tu infinito ser,
mar que se pierde en otro.
¿Vieron el follaje rojo? Preguntó Pepe a los otrora asistentes de su curso sobre ciencia y poesía. Muchos estuvimos en el bosque entero. “Al nombrar se abren zonas de la experiencia que no conocíamos. Es el hallazgo que nos da la poesía, que va siempre, tomada de la mano de la ciencia. Tanto los ojos de la literatura como los de la ciencia nos hacen ver caras y dimensiones diferentes a las que acostumbramos. Pero, si las dimensiones superiores existen realmente en la naturaleza y no sólo en las matemáticas puras de la ciencia poética de la música, ¿dónde están?
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