Por Celia Gómez Ramos
Foto de portada: Juan Apolinar
Ese olor penetrante a sudor acumulado en el cuerpo y en las ropas.
Ese olor que habla de nuestras carencias, de los que somos, de lo que no hacemos.
Ese olor natural que se va almidonando y añejando, en la prendas y en la piel…, en el cuero cabelludo, en las axilas; que araña, muerde y turba la entrepierna.
Piel de bronce, curtida, reseca… Gente de trabajo, recia, que mira esperando no ser vista, esperando no llamar la atención, no emitir olor alguno…, cuando otros somos los omisos, porque omisos somos todos.
Ese olor no me molesta. Me recuerda mis incapacidades, aquello que debo remontar, aquello que no he hecho en mucho tiempo.
No basta con no hacer daño.
No es aquel sudor frío del nervio instantáneo o el rubor. Ni siquiera ese del miedo.
No quiero desinfectantes, ni químicos que nos impidan percibir esos que somos, a lo que olemos, a tierra y trabajo; a ausencia y privaciones… A vida de penuria, de agobios elementales. Ese olor que penetra, recuerdo de lo que debo hacer.
