Claris, una sonata


Por Pablo Espinosa

Fotos: Clarice Lispector Fotobiografía, de Nádia Batella Gotlib. Coedición CNCA, S, Cooperativa La Joplin

La máquina de papá hacía tac-tac… tac-tac-tac… El reloj sonó con un tintineo callado. El silencio se arrastraba zzzzzz. El guardarropa decía ¿qué? ropa-ropa-ropa. No, no. Entre el reloj, la máquina y el silencio había un oído a la escucha, una oreja grande, color de rosa, muerta. Los tres sonidos estaban ligados por la luz del día y por el crujir de las hojas de los árboles que rozaban unas contra otras radiantes.

* * *

Acabamos de escuchar la obertura a la novela Cerca del corazón salvaje, de la compositora de sonidos y palabras y sentimientos e ideas, Clarice Lispector.
Esa obra la escribió cuando tenía 19 años de edad y me cambió la vida.
Porque hay libros que nos cambian la vida y este es uno de ellos.
Curiosamente, yo tenía 19 años de edad cuando leí Cerca del corazón salvaje, acababa de descubrir a James Joyce, desayunaba, comía y cenaba con Franz Kafka convertido en cucaracha (el personaje de Kafka, yo no, yo sólo era un mozalbete) y encontraba en la música sinfónica respuestas cabales a mis inquietudes más profundas.
Mi ejemplar de Cerca del corazón salvaje muy pronto resultó un manojo de intensidades, un bouquet de finas flores, un aparato para flotar, una manera de indagar en los devaneos posteriores a la adolescencia y una manera maravillosa de coronar una juventud hiper romántica.
Me parecía mágico que existiera un alma gemela, una mujer que escribiera lo que yo sentía sin ser mujer, una escritora que me tomaba del cogote, me levantaba en vilo, me daba un beso en los labios y me volvía a depositar en el piso.
Me parecía increíble que una joven de mi edad pensara lo mismo que yo y sus indagaciones filosóficas encontraban eco irónico en mi asombro frente al mundo en una ciudad pequeña de Veracruz, donde yo vivía y en el patio de mi casa, donde había gallinas, lombrices de tierra, orugas, aves, flores y una variedad infinita de seres vivos, observaba yo el destino cruel de la existencia, cuando leía pasajes de Clarice como el siguiente:

Clarice blusa blanca

Apoyando la cabeza en la vidriera billante y fría miraba hacia el patio del vecino, hacia el gran mundo de las gallinas que-no-sabíanque-iban-a-morir. Y podía sentir, como si estuviera muy cerca de su nariz, la tierra caliente, prieta, perfumada y seca, donde muy bien sabía, muy bien sabía que una u otra lombriz de tierra se estaba desperezando antes de ser comida por la gallina que las personas se iban a comer.
Hubo un momento grande, parado, sin nada dentro. Dilató los ojos, esperó. No pasó nada. Blanco. Pero de repente, con un estremecimiento le dieron cuerda al día y todo empezó de nuevo a funcionar, el tecleteo de la máquina, el puro de papá humeando, el silencio, las hojitas, los pollos pelados, la luz, las cosas reviviendo llenas de prisa como una tetera a punto de hervir. Solo faltaba el tintineo del reloj, que adornaba tanto. Cerró los ojos, fingió escucharlo y al son de aquella música inexistente y ritmada se alzó sobre la punta de los pies. Dio tres pasos de danza muy leves, alados.

* * *
En el patio de una casa de provincia, en Veracruz, un joven de 19 años danzaba con pasos muy leves, alados, con una joven de su misma edad, y le parecía que se conocían de muchos años, que habían crecido juntos y les preocupaban los mismos asuntos existenciales y les interesaban similares misterios de la vida cotidiana y ambos escuchaban con deleite la música que vive en las cosas sencillas, en la vida cotidiana, en las hojas de los árboles, en el silbo de un arroyo, en el tableteo de la máquina de escribir, el tic tac del tiempo y el tac tac de la escritura y el secreto consiste en cerrar los ojos, tomarnos de la mano y escuchar:

* * *

Me acuerdo de un estudio cromático de Bach y pierdo la inteligencia. Es frío y puro como el hielo, pero se puede dormir sobre él. Pierdo la consciencia pero no importa, encuentro mi mayor serenidad en la alucinación. Es curioso cómo no sé decir quién soy. Es decir, lo sé muy bien, pero no lo puedo decir. Sobre todo tengo miedo de decirlo, porque en el momento en que intento hablar, no solo no expreso lo que siento, sino que lo que siento se transforma lentamente en lo que digo.

Clarice despeinada

La escritura de Clarice Lispector es una oruga a la que le salieron alas y vuela. Es un susurro, un asombro, una grave confidencia pero en realidad es la manera de vivir, de estar juntos, autora y lector. Tomados de la mano.
Uno como lector siente siempre a Clarice junto, al lado, alada, su mano tersa y tibia, su sonrisa dulce y cuando quiere ser irónica nos hace sonreír mucho, mucho tiempo, hasta que nos damos cuenta que ya nos duelen los cachetes de tanto sonreír.

* * *

¿De profundis? Algo quería hablar… De profundis… ¡Oírse! Atrapar la oportunidad fugaz que danzaba con los pies ligeros a la orilla del abismo. De profundis. Cerrar las puertas a la consciencia… De profundis. Acercarse con cuidado, dejar resbalar las primeras olas. De profundis… Cerró los ojos, pero sólo vio penumbra. Cayó más hondo en sus pensamientos, vio inmóvil una figura flaca orlada de rojo claro… De profundis. Ve un sueño que tuve: escenario oscuro abandonado en que pienso “escenario oscuro” en palabras, el sueño se agota y queda la celdilla vacía. La sensación marchita es solo mental. Hasta que las palabras “escenario oscuro” vivan lo bastante dentro de mí, en mi oscuridad, en mi perfume, a punto de convertirse en visión de penumbra, desgarrada e impalpable, pero detrás de la escalera. Entonces tendré de nuevo una verdad, mi sueño. De profundis.

* * *

La escritura de Clarice Lispector es musical. Leerla es escuchar, ver, sentir. Estar con ella. Confiar en ella. Porque si uno puede confiar absolutamente en alguien es en la música, que es como una persona y expresa lo que es como un pensamiento inquieto y a la misma vez tranquilo, una felicidad triste pero contenta. Un misterio.
Así como la música es un misterio, Clarice Lispector lo es. Todo el tiempo. Y eso está bien, porque si uno puede convivir con alguien día y noche, dormir juntos, despertar juntos, desayunar, comer y cenar juntos, es con el misterio. Porque el misterio es interminable.
La música en Clarice Lispector se mueve siempre de manera misteriosa.
No es una escritura musical como las conocidas. No necesita citar, como Alejo Carpentier, autores, obras, fechas, datos. No tiene que sacar una trompeta o guardar los discos en el lavabo como Julio Cortázar. No tiene que ser cultísima como Pascal Quignard. Ni haber cantado ópera como James Joyce. Ni tener una rítmica pausada, intensa y agitada pero siempre como un cronómetro ensangrentado y pulsante, como William Shakespeare.
No. La música de Clarice es la más bella porque es la más sencilla.
Siempre hay música en sus páginas. Una música callada. Musita. Susurra. Grita hacia adentro como un intersticio gigantesco que cabe entre sus dedos cuando se cubre ella el rostro con las manos.
Clarice define enseguida su música, cuando la pone en el cuerpo, la mente y el espíritu de Joana, su personaje central de Cerca del corazón salvaje:

 

La música era de la misma categoría que el pensamiento, ambos vibraban en el mismo movimiento y especie. De la misma calidad del pensamiento tan íntimo que, al oírla, este se revelaba. Del pensamiento tan íntimo que oyendo a alguien repetir los ligeros matices de los sonidos, Juana se sorprendía como si quedara invadida y dispersa. Incluso dejaba de sentir la armonía cuando esta se popularizaba –entonces ya no era suya–. Lo mismo le ocurría cuando la escuchaba varias veces, con lo que destruía la semejanza: porque su pensamiento jamás se repetía, mientras que la música se podía renovar igual a sí misma otra vez –el pensamiento solo era igual a la música mientras se estaba creando–. Juana no se identificaba profundamente por igual con todos los sonidos. Solo con aquellos puros, donde lo que amaba no era trágico ni cómico.

 

Los pensamientos puros. La sucesión de descubrimientos, asombro tras asombro, el latir del corazón salvaje. Los sonidos puros y duros del corazón salvaje. Cerca. Lejos. Palpitando.
He ahí la escritura de Clarice Lispector.

* * *

Pausa, los árboles oscilaban en el patio, era un día de verano. Escriban un resumen de esta historia para la próxima clase.
Todavía sumergidas en el cuento, las chiquillas se movían lentamente, los ojos leves, las bocas sonrientes.
–¿Qué es lo que se consigue cuando se es feliz? – Su voz era una saeta clara y fina. La profesora miró a Juana.
— Repite la pregunta…
Silencio. La profesora sonrió mientras ordenaba los libros.
— Haz de nuevo la pregunta, Juana, no te he oído.
— Quería saber qué pasa después de que se es feliz. ¿Qué ocurre después? – repitió la niña con obstinación
La profesora ponía cara de sorpresa.
— ¡Qué idea! ¡No entiendo qué quieres decir, vaya una idea! Haz esta misma pregunta con otras palabras, a ver…
— Uno es feliz, ¿para qué?
La profesora se ruborizó. – Nunca se sabía por qué se ruborizaba–. Vio que toda la clase estaba pendiente de ella, y mandó a los chiquillos al recreo.

* * *
¿Qué ocurre después de que se es feliz?
¿qué pasa después? ¿qué ocurre después? ¿qué pasa después?
En la novela, Claris ayudó a la profesora a resolver a solas con Joana el intríngulis de la siguiente manera: le pidió a Joana que escribiera esa pregunta en un pedazo de papel y la guardara durante mucho tiempo.
Quizá algún día tú misma podrás contestártela de alguna manera, le dijo.

Desde que leí esa novela de Clarice, a los 19 años, suelo anotar las preguntas que no puedo responder, en un papel y lo guardo, con la idea de que quizá más tarde pueda yo mismo contestarlas.
Los libros de Clarice Lispector son para mí esos pedazos de papel que guardo en el alma, con la certeza de que todos los días intentaré responder a las preguntas esenciales y con el solo hecho de intentarlo, seré feliz, aunque no sepa qué sucederá después.

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