A Tatiana, la patria en que me encuentro
Me habían pedido escribir un texto sobre la patria, ese lugar donde nacemos y nos formamos. Llevaba ya tres cafés y no pasaba de la primera página. O bueno, pasaba de la primera, pero todo sonaba tan… ¡patriótico! Eran todos mis borradores tan parecidos a los aburridos panfletos gubernamentales que en cada palabra que escribía dudaba de mis dotes de escritor. Para no dudar más de mis habilidades, asumí que mi “patrioterismo” era consecuencia del popurrí de música tradicional que me había programado para escribir; Pedro Infante, Juan Gabriel y Agustín Lara estaban contaminando mi mirada de una patria que yo no conocí y a la que ellos habían cantado.
Me quité los audífonos y dejé mis oídos sobre la avenida donde pasaban autos que sintonizaban sus aceleradores con la lluvia que empezaba a caer. Fue en ese éxtasis urbano-pluvial que alcancé a escuchar lo que pasaba en la mesa de al lado. Dos mujeres, ambas de unos 26 o 30 años, que se habían encontrado por mera casualidad y se ponían al día con esas frases hechas que uno utiliza en una conversación que no promete durar mucho tiempo. Como dije, la plática era básica y para nada reseñable, hasta que una de ellas mencionó estar ahí para encontrarse con un chico que había conocido en Tinder. Aunque ya había escuchado de la aplicación, no conocía a nadie que hubiera logrado traspasar la barrera digital y llevarlo a algo real, la chica de la mesa de al lado no solamente había hecho eso, sino que había logrado establecer una relación por ese medio.

“Lo conocí hace unos días. Rafael, un güey con el que había estado cogiendo y después saliendo, no llegó a una cena, y como ya había ordenado una pasta, me puse a revisar Facebook mientras comía. Todavía no pedía mi postre para llevar y yo ya había terminado de revisar Twitter, Snapchat, Instagram y todas las aplicaciones posibles. Bloqueaba y desbloqueaba el iPhone intentando no recordar el plantón de Rafael. ¿Quién me manda a salir con pendejos? Fue entonces que recordé que tenía Tinder. No era mi primera vez, generalmente lo abría cuando estaba muy aburrida antes de dormir o en el baño, lo revisaba a ver qué salía, quién encontraba de mis conocidos allí, pero siempre era decepcionante. Esa vez no fue muy distinto.
Raúl: 29 años. Music producer, RP
Miguel: 32 años. Gerente de ventas GNP
Daniel: 28 años. Soy médico inteternista, no tengo mucho tiempo libre, pero podemos divertirnos un rato.
Y así era todo hasta que apareció Nikolai.
Nikolai: 30 años. In Mexico for a few days. Don’t speak spanish, but a little english.
En sus fotos se veía decente y muy guapo; el que no viviera en México le daba el plus de las relaciones efímeras, si él no llegaba a una cita no sería grave, estaríamos juntos solamente de paso. Correspondí su superlike con un simple like y comenzamos a hablar. Aunque pasamos horas sentados en el café, no tratamos muchos temas. Su inglés era tan bueno como mi ruso y de cada cosa que nos dijimos entendimos la mitad, la mitad que más nos gustaba. Esa noche lo acompañé a su hotel y descubrimos la universalidad en el lenguaje de los cuerpos. Una semana después Nikolai seguía en México, iría a Oaxaca y otros lugares cerca de la ciudad, después volvería para tomar un avión rumbo al Perú y no nos veríamos más. Sin embargo, un día antes de su partida alguien tocó a mi casa. Era de noche y yo ya tenía puesta la ropa para dormir. Cuando me asomé al balcón estaba Nikolai en la calle acompañado de un grupo de mariachis y con una botella de tequila en la mano. Antes de poder decir nada, las trompetas y guitarras empezaron a sonar y de un momento a otro Nikolai empezó a cantar “Mexicanos al grito de guerra…” ¡Era el himno nacional con tono de balada! Los lunes de mi infancia vestida de blanco y haciendo honores a la bandera pasaron por mi cabeza. Aunque el ritmo no era el correcto, el Himno Nacional es una de esas rolas que una canta sin querer. Ahí estaba Nikolai, amante de los viajes, que no hablaba español y con su extraño acento para cantarme del cielo y un eterno destino escrito por el dedo de Dios. Salvándome por vía de Tinder del extraño enemigo que había sido Rafael. Lo sé, no hay canción más violenta y menos romántica que el Himno, pero en ese momento las cosas se habían acomodado de tal forma que lo sentí como la canción más romántica del mundo. Nikolai lo decía claramente, me había convertido en su patria.”
Yo llevaba tres horas y no sé cuántos cafés buscando en mi memoria aquella patria vestida de blanco y con olivos en las sienes para ahora contarla en mi faceta de escritor, y un ruso había venido a encontrarla en una relación de dos semanas hecha por Tinder. Sentí mis capacidades, más allá de las de escritor, las de ciudadano, mexicano o humano, comprometidas. Fui al baño para intentar despejarme un poco y deshacerme de los tres litros de café que me había bebido mientras fisgoneaba el relato. Cuando salí del baño encontré a la chica de la barra intentando entender a un hombre de aspecto exótico para el café en el que estábamos. Aposté al azar y me acerqué hablándole en ese ruso oxidado que estudié y olvidé hace muchos años cuando mi obsesión con Chéjov era aún mayor. Su cara de sorpresa y susto fue aplacada por el milagro de saberse entendido en su lengua matria. Le pedí un café con leche y le expliqué que era periodista y que me gustaría hablar con él, si tenía tiempo, de sus impresiones sobre México. Echó un vistazo al café como buscando a alguien, me agradeció el cortado y me dijo que podía hablar conmigo, pero que en cualquier momento tendría que apresurar su relato para ir con la amiga que estaba esperando. Pagué su café e intencionalmente lo llevé al otro lado del café de donde estaba su amiga.
Me contó que llevaba ya casi un mes en el país, que había venido con un grupo de jóvenes rusos que hacían un viaje por Latinoamérica, que a él le habían surgido algunos asuntos y que había cancelado su viaje al Perú, pero que pronto se reuniría con el resto del grupo en Argentina. El viaje que tenía planeado no me interesaba y lo fui arrinconando para que me hablara de la historia que yo acababa de escuchar. “¿Qué es lo que más de le ha gustado de México?” “¿Qué le parece la gente?” “Eres joven ¿qué impresión te llevas de las mexicanas?”
Bueno—dijo él—, justamente detuve mi viaje por una mexicana.
¿Cómo es eso? ¿te enamoraste?
Para contestarle eso tendría que contarle todo mi viaje por México, y no quiero aburrirlo con confusiones.
¿Confusiones? Ahora sí que no me parece aburrido. Cuenta todo lo que quieras.
Como ya le dije, vine con un grupo de turistas que ya tenía organizado, minuto a minuto, nuestro viaje: Museo de Antropología, Turibús, Teotihuacán, Templo Mayor, Zócalo, Bellas Artes y todo eso; pero… A ver es algo así: cazadores de mamuts y el Himno Nacional, Benito Juárez y el Himno Nacional, Hidalgo y el Himno Nacional. México tiene una historia interesantísima manchada por los pastiches “patrióticos” del gobierno. Si la televisión a nivel mundial nos presentaba a México con charros gordos de bigote o con el Chavo del Ocho, el gobierno nos presenta a mexicanos sangrientos, en pie de guerra, salvajes preparados para lanzarse con una bandera desde un castillo; interesante y épico cuando estás a miles de kilómetros, pero irreal y mentiroso cuando estás aquí y lo que quieres es descubrir un México de verdad.
Terminando los paseos, nos dieron un día libre que aproveché para salir con una chica que había conocido por Tinder. Ella no sabía ruso y mi español es pésimo. No sé cómo nos pusimos de acuerdo, pero esa noche me acompañó a mi hotel. Al día siguiente salimos en un camión hacia Oaxaca con la idea de volver al día siguiente para dormir, despedirnos de México y volar por la mañana hacia Perú. Nuestra noche de despedida estaba planeada en el Tenampa, un bar en Garibaldi lleno de mariachis. Ahí, entre rondas de Corona, mezcal y algunos tequilas, le conté a todos sobre mi encuentro con la chica de Tinder. Nuestro guía, un mexicano con un ruso excelente, me habló de los mariachis y la tradición de las serenatas. Una ronda de tequila después, estábamos en la calle buscando un mariachi para llevar una serenata de despedida. Probamos con varias agrupaciones y buscamos a una que tuviera en su repertorio alguna canción que yo pudiera cantar, que el que lleva la serenata cante al menos una canción es lo más importante, según me dijeron. “Si nos dejan”, “Amanecí en tus brazos” y “Me gustas mucho” fueron algunas de las canciones que intentaron enseñarme, pero a ninguna la alcanzaba a entender por completo o recitar leyendo. Fue entonces que, frente a esos hombres de sombreros enormes y trajes ajustados con detalles dorados, comencé a cantar la única canción que había escuchado desde el avión en el que llegué a México y en todos los lugares, el Himno Nacional. Los mariachis, extrañados, pero sin objetar nada, empezaron a sacar una melodía que funcionara con mi canción, así partimos hacia la casa de Sara. Toqué el timbre del apartamento en donde la había dejado unos días atrás. Apenas y vi la cara de Sara en el balcón, entoné “Mexicanos al grito de guerra…”

Cuando terminé las ocho estrofas que canté entre recuerdos e invenciones, Sara bajó al portal, me plantó un beso apresurado y me jaló a su casa con los instantes exactos para darle dinero a los mariachis. Hicimos el amor como si de una guerra se tratase, cuerpos como palabras entonadas con el bélico acento de la pasión y el tequila. En uno de esos descansos que uno hace para abrazar y recuperar algo de fuerzas para el siguiente asalto, esa pausa que siempre es callada, ella rompió el silencio y mirándome a los ojos me dijo “Tú también eres mi patria”. No entendí muy bien lo que me quiso decir, pero la besé como si lo hubiera hecho. Después…
Nikolai—dijo alguien detrás de mí.
Disculpe, ya llegó mi amiga—dijo el ruso y anotó su correo electrónico en una servilleta antes de irse.
A ojos vistos, Nikolai y Sara se habían enamorado por accidente. Es más, el mismo Nikolai no estaba del todo seguro de estar enamorado. Una noche de pasión con esa joven mexicana lo había hecho pensar su viaje, y en la operación de despedida con serenata habían descubierto que tal vez se querían. Esta vez la despedida parecía definitiva, en la servilleta, además de su correo, Nikolai apuntó también el teléfono de un hotel en Buenos Aires, la siguiente parada de su viaje. El final del cuento parecía estar al terminar esa misma página.
Mientras el relato amoroso llegaba a su fin, mi búsqueda por la patria seguía sin respuesta y todavía más revuelta. De guiarme por la historia de Sara y Nikolai, la patria no era más que una suerte de casualidades y confusiones acomodadas por el azar de las lenguas y el delirio bíblico de la Torre de Babel. Sin embargo, eso no quedaba con el postulado de inicio y para el cual yo buscaba un anécdota que lo validara. La patria tiene que ser ese lugar que nos ve nacer, nos forma y que nos tiene amarrados por un vínculo afectivo, histórico y cultural; la patria está en nosotros como ese ADN que define nuestros rasgos.
Mi concepto de patria era tan contundente y claro como las freses que Sara y Nikolai intercambiaban; en la primera mitad estaban bien, en la otra había “peros” y ramas que se confundían y cruzaban para dejar el concepto principal descalificado. Llamé a la revista para decir que no podría entregarles el artículo argumentando una carga excesiva de trabajo. Días después descubrí que alguien lo había escrito con las mismas ideas de patriotismo panfletario que yo había probado en mis borradores.
Intenté llamarle a Nikolai, escribirle y saber cómo había terminado todo. Él nunca llegó a Argentina y no pude saber nada más. Imagino que juntos, Sara y Nikolai, nacieron en el otro, crearon vínculos afectivos, historias y culturas dentro de su relación, en su intimidad de azares. Imagino que ahora están en cualquier parte del mundo con la patria frente a ellos.
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