Por Pedro Paunero
Jean Rouch –por cierto, nacido hace exactamente un siglo-, era antropólogo y director, lo que equivale a decir que supo hacerse con una poderosa herramienta visual para ejercer su disciplina científica, al grado de darle un nombre a esta manera de hacer cine y filmar un documento: el Cinéma vérité. En 1954 rodó su primera obra maestra Los amos locos (Les maîtres fous, 1955) que documenta un ritual anual de la tribu africana Hauka de Accra. Los celebrantes caían en un trance que los inducía a canalizar los espíritus de los personajes principales de los colonialistas blancos: el gobernador, el alcalde o el ingeniero.

Rouch había dado cuenta de un fenómeno de alteridad compartida, en la cual el negro oprimido podía, por breves momentos, participar de la experiencia de convertirse en el cruel opresor. En 1958 filma Yo, un negro (Moi, un noir), de poderosa influencia en el cine francés de la Nouvelle Vague, con el que se encarga de seguir, durante seis meses, a un grupo de migrantes de Níger en el suburbio de Treichville, la “Chicago” africana en Abidjan, ciudad de Costa de Marfil. Una vez más los sujetos y protagonistas se apropiaban de las identidades de gente blanca, esta vez de entes cinematográficos como los actores Edward G. Robinson y Eddie Constantine quien, a la vez, en un acto de doblete casi esquizoide, interpretaba a su personaje más célebre, el agente del FBI Lemmy Caution, a actrices como Dorothy Lamour, criaturas de la ficción como Tarzán o meras abstracciones aspiracionales en aquel hombre autonombrado como Élite. Los nigerianos compartían una choza miserable y sus penas en una Fraternidad Nigeriana, así como sus sueños, entre los que, el narrador cuenta, están los de tener una esposa, llegar a ser un boxeador, tomar el nombre de Ray Sugar Robinson y enfrentarse al campeón del mundo. Estos sueños, tan ingenuos como conmovedores, nos son explicados por Rouch como resultado de un acto pasivo de colonialismo cultural, en una disertación que también comprende el cambio de identidades entre estos jóvenes negros, mismos que: han abandonado la escuela y el entorno familiar para intentar entrar en el mundo moderno. No saben hacer nada y hacen de todo. Es una de las enfermedades de las nuevas ciudades africanas, la juventud sin empleo. Esta juventud, enclavada entre la tradición y el maquinismo, entre el Islam y el alcohol, no ha renunciado a sus creencias, pero es seducida por los ídolos modernos del boxeo y del cine.
Si el montubio y el cholo, habitantes de la costa del Ecuador, y en los cuentos que forman el libro Los que se van (1930), escrito por Demetrio Aguilera Malta, Enrique Gil Gilbert y Joaquín Gallegos Lara, habían sido los personajes que vivían, sufrían y morían y, en el intervalo que cuelga como un hilo frágil entre cada vida y cada muerte, también se atrevían a soñar otras posibilidades, y con estas acciones y reacciones se situaban en un contexto universal, en aquél clásico sudamericano, valiéndose de varias formas experimentales al momento de narrar, Marcelino Freire (Sertânia, Pernambuco, 1967) provoca evocaciones no sólo cinematográficas sino atrozmente musicales en las 16 narraciones que forman el breve volumen de sus Cuentos negreros.

Cada cuento se abre con la palabra “Canto”, que funciona tanto como un epígrafe como de una guía de sensaciones en el lector. Freire se vuelve, en la andadura de esta obra, un rapsoda de lo marginal, del ácido y de lo ácido, de la caca, de la carne abierta al sexo como elemento opresor, de la más absoluta corrupción, un cronista del turismo sexual y la pedofilia, de la sangre y el lodo –esos líquidos estados de la materia que no deberían unirse, como bien señalara alguna vez Milan Kundera-, cada uno elementos, materia y viajeros, mezclados en un trip alucinante a través de las capas múltiples de la sociedad brasileña, todos a bordo de un país que ya fue reflejado por los sucesos acontecidos en un autobús, metáfora de la violencia visual y la hipermodernidad, en esa sordidez hecha documental que es Ônibus 174 (2002), de José Padilha y Felipe Lacerda.

Sociedad post esclavista, la brasileña, de la que siempre se recuerda que fue la última en liberar a sus esclavos (en 1888), padece la enfermedad post industrial del ya mencionado colonialismo cultural, que permea sobre toda sociedad post colonial. Como en los documentales de Rouch, los negros que cantan en el libro de Freire quieren ser otra cosa (Cuatro negros y una negra se detienen frente al edificio. El primer mensaje del portero fue: “¡Dios mío!” El segundo: ¿Qué es lo que quieren?” o “¿A qué departamento?” o “¿Por qué no han arreglado el elevador de servicio?” “Estamos haciendo una película”, respondemos), son otra cosa (Mi hombre camina como un modelo. Pero no lo dejo. Así, le pongo su rienda. Para que no me deje temprano. Mi hombre me obedece y me respeta. Por increíble que sea, cuando me da por atrás, me lastima, me amarra al tubo de la cama. Cuando me chicotea. Mi hombre dice que yo seré su esclavo la vida entera), o no quieren ser más que cosas (Mientras el Zombi trabaja cortando caña en la mata pernambucana Oloraqué vende carne de lunes a lunes nadie aquí está echado con el culo negro al aire ¿me estás oyendo bien? ¿Eh, pinche blanco tocado? Aquí nadie es esclavo de nadie).
Cantos donde también cantan los blancos, como en el último, el Canto XVI, que comienza con una negación:
¿Y los indios?
¿Los indios qué?
¿Qué te parecieron los indios de Brasil?
Que se chinguen los indios de Brasil. Que se pudran en la selva. Que se vayan a la mierda.
¿Qué clase de turista eres? ¿Y la fiebre amarilla?
Se torna de pronto melancólico:
Sólo me acuerdo de Yamami.
Yamami.
Y termina por descubrirse pervertido:
Llegas. Clavas la vista alrededor, el ojo en cada agujero, estopa, saco. Y ves el mercado. Un enorme mercado en el centro de la ciudad. Y la puta que ves tiene apenas once años. O menos. Parece. No crece. Vive semidesnuda, sucia y deliciosa, esperando a la gente de la balsa. Allá vive Yamami. Indiecita típica de unos 13 años. Yamami me vino a dejar al pie del barco. Ella y algunas amiguitas. Yamami, Caua, Jacira, Luanda. Qué cosa tan bonita el llanto de Yamami. El viento agitando sus plumas. De pavo real, en la despedida.
No me gustó Brasil, carajo.
Brasil, se nos revela, y desnudo se nos desvela, como uno de los destinos turísticos paradisíacos preferidos para el turismo del sexo y la prostitución:
Losoñé sueña con un nuevo amor para ganar 1 pase o 2 en la plaza turbulenta del Pelô para tener sexo oral anal con ve tú a saber quién ¿me estás oyendo bien? (Canto I)
Los gringos eran cabrones, nos llevaban para ser sus esclavas. Pero valía la pena. Menos peor que esta puta vida arrepentida de mierda. De poca cosa. ¿Cuál es mi esperanza con este marido panzón y yo embarazada? ¿Y de qué leche nos va a dar? (Canto V)
El cinismo de los asaltantes se hace presente y presencia:
Violencia son esos toquidos y ese humo y el tráfico parado y ese otro carro que no entiende que si por nosotros fuera el asalto no tardaría esta eternidad deteniendo el movimiento de la ciudad.
Violencia es que creas que todo salió bien y nada salió bien porque cuando te das cuenta ya tienes a un tira ahí cerca y otro tira ahí cerca queriendo salvar el patrimonio del cabrón apuntando una 38 en nuestra cabeza y otra 38 sobre la morra. (Canto III)
O la perorata de un ciego orgullo, que sólo podría pertenecer a quien no tiene nada que perder:
¿La mata sabe leer? ¿Escribir? ¿Conoces a algún perro educado, científico? ¿Conoces el juicio de valor? ¿En qué? No quiero saber, paso.
Deja eso para los jóvenes. Gente que aún tenga ganas de ser estudiado. De hablar bonito. De salvar la vida de los pobres. Los pobres sólo necesitan ser pobres. No necesitan nada más. A mí, déjame aquí, en mi rincón. Me quedo cerca de la estufa. Estoy bien. ¿Alguna vez viste al fuego ir detrás de una sílaba?
Que no necesito saber leer, señorita. Tú eres la que debe aprender. El director es el que debe aprender. El licenciado. El presidente es quien necesita saber leer lo que firmó. Soy yo quien nunca va a bajar la cabeza para aprender a escribir.
Que no, nunca. (Canto XI)
Y se alza, con el ritmo de los prejuicios de las relaciones interraciales:
Mi miedo es el prejuicio y que el profesor me pregunte todo el tiempo por qué no pasé por qué no pasé por qué no pasé por qué me le quedé viendo a la güera sabrosa y qué hago si ella me pela eh mamá no sé.
Mi miedo es que la situación empeore y que no consiga trabajo ni de conserje ni de portero ni de ayudante de albañil y la gente dice que el gobierno ya hizo lo que pudo que ya hizo todo por asegurar mi lugar en la universidad eh mamá no sé. (Canto XIV)
Cantos y cuentos en los que tampoco falta el humor, negro, como tenía que ser:
Esto es un asalto, ¿no está usted viendo?
¿Dónde?
Aquí mero, en el camión.
¿Y por qué no haces algo?
¿Yo?
¿Llamar a la policía?
¡Pinche vieja chiflada!
¿Quién está chiflada?
¡Loca! Deme la bolsa.
¿Qué no le dije?
El dinero, señora.
No quiero.
¿Eh?
Ya le dije que no quiero.
¿Qué?
Chocolate.
¿Chocolate?
Me quiere vender un chocolate, ¿no?
¿Qué chocolate, señora?
¿Dulces o chicles?
No, carajo. (Canto VI)
Cuentos negreros (Contos Negreiros) fue publicado en Brasil por Editora Record, en 2005, y ganó el Premio Jabuti al mejor Libro de Cuentos del año. Desde que Freire comenzó su carrera se involucró en movimientos culturales de su país, en la música, en el teatro y en el cine. En la brevedad de este libro está su poder, que es antiguo, originario, como en la de aquel rapsoda que atendía no a las voces de las musas, sino a las furiosas quejas de las Erinias, y que se instala, definitivamente, en las sentencias condenatorias de las Moiras, divinidades del Destino.
La edición mexicana se acompaña por el prólogo de un entusiasta Élmer Mendoza:
Estos dieciséis son lenguaje vivo que es sonido e historias para pensar y calificar a un autor como excelente y a una literatura como necesaria.
Armando Escobar Gómez traduce al español de México estas historias (como antes hiciera Lucía Tennina al español de Argentina), y nos las presenta siendo las mismas y siendo otras, brasileñas y mexicanas, hecho que se trasluce en el discurso de aquél alemán que pretende convencer a un amigo, vía telefónica, de irse de turistas sexuales:
(…) Nuestrro dinero salvarría, porr ejemplo, a las negrritas de Haití. Barratas como las negras de Burundi. Me trraje una parra acá, ¿te acuerdas? Hace tiempo que me traje una parra acá. (…) Qué serría de ella sin mí, Johann, dime. Fui yo quien no quiso más de aquella infeliz. (…) ¿De qué te rríes. Johann, de qué? Es la verdad. Antes de que ella me mandara a la Chingada. Ni sé si hay negras en la Chingada. Johann, Aló, Aló, Johann. Si las hay, yo voy. (Canto IV)
Luchino Visconti dirigió Bellísima (Bellissima) en 1951, película en la que Maddalena Cecconi (Anna Magnani), tiene la obsesión de convertir a su hijita María (Tina Apicella), en actriz infantil. Maddalena hace lo imposible por convencer al director Alessandro Blassetti que escoja a su niña en el casting.

Madre ingenua y deslumbrada por el cine, Maddalena se deja llevar por el inescrupuloso Alberto Annovazzi (Walter Chiari), típico personaje explotador que la convence de dejar el asunto en sus manos, al presumir de tener los contactos necesarios para el caso. Freire se ocupa de contárnoslo otra vez en Nuestra reina (Canto X), pero al encanto de la niña brasileña, desnutrida y tonta, se opone el desencanto de la madre:
Mamá quiero ser Xuxa. Pero mija. Yo quiero ser Xuxa. La niña no pasa ni de los nueve años, se la pasa cuchicheando con las muñecas. Con las piedras del cerro. Yo quiero ser Xuxa. Pero mija.
La madre ya vivía de la ayuda de la gente. Pero tenía que llevar a la niña al cine. Nada más aparecía una película nueva. ¿Qué se piensa la tal Xuxa? ¿Qué se cree el Padre Marcelo? Tanto disco a la venta, tanto muñeco, tanto rezo. Un poco de paciencia.
Yo quiero ser Xuxa. Yo quiero ser Xuxa. Yo quiero ser Xuxa. Un día ahorco a esta condenada. Dios me perdone. Esa pinche Xuxa. Cómo quisiera madrearla para que aprenda. Hacerle esto a una niña pobre. ¡Qué horror!
Si la población negra de los Estados Unidos cantó el Blues, ese canto melancólico cuyos orígenes pueden rastrearse hasta aquellos esclavos recién liberados que se hacían acompañar por una guitarra, los individuos de Freire se acompañan de las luces, los ruidos, la pestilencia de las ciudades de Brasil y hasta por el lamento del hombre que no pudo vender su riñón. En este mundo donde la esclavitud está prohibida, pero existe, en la portada del libro que contiene estas historias sugeridas por la multiplicidad de voces, improvisadas vertiginosamente, insinuadas y traslapadas por un coro griego que se resuelve tropical, aparece la fotografía de un esclavo que nos da la espalda y cuyo rostro descubrimos en la contraportada. El negro nos da la espalda. Al voltear el libro le vemos la cara y el código de barras. Así, nosotros asistimos, cual voyeurs, a la escucha de sus gritos. De sus desgarramientos pánicos. De la venta. De su precio. De su suerte y desesperanza que no acaba.
Cuentos Negreros
Marcelino Freire (Armando Escobar Gómez, trad.)
México, Librosampleados, año 2016, 76 p.
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