La palabra de Gabriela: Brujas mitológicas, hoy


Por Gabriela Pérez

Tumbada sobre el pasto, acariciando a su hermoso gris gato, Alicia pensaba que entre las numerosas mitologías que estorbaron su infancia, desde Jesús a Batman o Harry Potter, las brujas tienen un papel importante. Le gustaba, sobre todo, la reina mala de Blancanieves y era fan de Maléfica.

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Entre otras mitologías mágicas de su vida adulta, las brujas ocupan, en cambio, un papel secundario. Por ejemplo, en la literatura clásica: las brujas de Eastwick del Macbeth de Shakespeare o de Verdi, ocupadas en preparar pociones mágicas en un caldero, a aquellas de la noche de Walpurgis en el Fausto de Goethe, en un aquelarre en el bosque. Pero ninguna de éstas tiene nada que ver con las brujas “verdaderas”: esos millones de mujeres, que fueron asesinadas entre el año en que Inocencio VIII desató la carnicería, hasta el año de la última hoguera; porque eran consideradas cómplices del diablo y subversoras del orden religioso y moral. Aquella caza de brujas constituye uno de los capítulos más perversos de la nutrida historia de vergüenza del cristianismo en general, y de la Santa Inquisición en particular.

La poblacio?n rural se protegi?a de supuestos conjuros demoníacos mediante amuletos como este de origen alemán. Siglo XVIII.
Amuleto para protección contra las brujas

 

Naturalmente, al estar orquestados por un clero de eunucos reprimidos y pervertidos, los procesos que acusaban a las brujas versaban principalmente sobre crímenes de naturaleza sexual: se les imputaba causar enamoramientos ilícitos, impotencias y esterilidades, a consecuencia de un pacto con el diablo. Este era sancionado mediante una relación sexual con el Maligno, y era sellado con una “marca del diablo” en la piel, a través de la cual los animales que éste asignaba a las brujas como sirvientes (perros, buitres, gatos, sapos, búhos, ratas) podían chupar su sangre.

Lunares, verrugas y cicatrices eran signos sospechosos, sobre todo si estaban situados en las partes íntimas. Los buscaban sobre el cuerpo rasurado y depilado, y una vez encontrados los ponían a prueba mediante una aguja para el pelo: si no sangraban, o eran insensibles al dolor, confirmaban el pacto con el diablo. A veces los especialistas, usaban agujas retráctiles para conseguir la “prueba”.

Un rasgo característico de las brujas eran sus vuelos nocturnos. La Iglesia los atribuía al demonio, y relacionaba con ellos una serie de objetos, como sillas, palos, bastones o mangos de escoba untadas de belladona, acónito, cicuta, grasa hervida de niños no bautizados. Los destinos de estos vuelos eran los aquelarres, reuniones en las cuales se realizaban danzas y orgías salvajes.

Las cuevas de Zugarramurdi- En el proceso contr a las brujas navarras celebrado en Logroño en 1610 se las acusó de celebrar akelarres en un prado junto al pueblo, cerca de unas grutas.
Las cuevas de Zugarramurdi

Para orientarse, había incluso un “manual del buen cazador de brujas”: el Malleus maleficarum, publicado en 1486, escrito por dos dominicos alemanes, Jacob Sprenger y Heinrich Kramer. Entre otras cosas, los dos verdugos declaraban que –la brujería deriva de la lujuria de la carne, que en las mujeres es insaciable-, y recomendaban extraer las confesiones bajo tortura con promesas de clemencia, luego invariablemente desatendidas.

Los fenómenos de brujería eran de dos tipos, según si implicaban a monjas o a otras lunáticas en celo, o a pobres mujeres inocentes. Estas últimas eran a menudo comadronas o niñeras, sospechosas por su cercanía con los niños; o cocineras y curanderas, sospechosas por su uso de recetas y brebajes. En general, se trataba de mujeres solteras o viudas, consideradas particularmente vulnerables a los reclamos de la carne, y presas fáciles del demonio.

Un ejemplo de brujería en un convento está narrado por la potente novela-ensayo Los demonios de Loudun de Aldous Huxley, luego adaptado al teatro por John Whiting, musicalizado en una ópera por Krzysztof Penderecki, y llevado a la pantalla por Ken Russell “Los demonios” y Jerzy Kawalerowicz “Madre Juana de los Angeles”. El episodio ocurrió en 1637. El diablo asumió directamente las facciones del prior del pueblo, que dedicaba sus atenciones a dos monjas del convento, pero no a la abadesa: esta última, celosa, arrastró a las hermanas a un histerismo colectivo, que acabó con la tortura y condena a muerte al cura.

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Uno de los peores episodios en perjuicio de pobres mujeres es, en cambio, el de las brujas de Salem, en Massachusetts. En 1690 algunas niñas comenzaron a ponerse cachondas, y sostenían que habían sido embrujadas por unas mujeres del lugar. Éstas demostraron que estaban en otra parte en el momento de los hechos, pero los inquisidores afirmaron que se trataba de imágenes virtuales, creadas por el demonio para procurarles una coartada. Diecinueve personas ¡y un perro! Fueron colgadas en 1692, en una atmósfera de histerismo colectivo. Cuatro años después los jueces del proceso confesaron que «se habían equivocado» y pidieron un inútil perdón, del tipo al que nos tiene acostumbrados la iglesia.

Prácticamente ningún país escapó a esta obsesión, a la que se sacrificaron miles de víctimas condenadas a la hoguera. En España, el episodio más conocido tuvo lugar en un pueblo de los Pirineos navarros, Zugarramurdi, que terminó con el procesamiento en 1610, por parte de la Inquisición, de 53 personas, once de las cuales fueron ejecutadas. Otros episodios relatados, son en realidad, es un pretexto para efectuar una indagación sobre el Maligno: una vacía hipostatización que, a pesar del advenimiento de la psicología del inconsciente, parece aún desarrollar un papel central en las superficiales supersticiones medievales que la Iglesia católica sigue difundiendo institucionalmente a sus máximos niveles.

Por ejemplo, el 15 de noviembre de 1972, en la audiencia general de los miércoles, Pablo VI escandalizó al mundo laico al declarar:

 

«El mal no es sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible verdad, misteriosa y espantosa. Quien se niega a reconocer su existencia, se sitúa fuera de la enseñanza bíblica y de la Iglesia; como quien cree que el mal es un principio autónomo, que no tiene, como toda criatura, su principio en Dios; o quien, por último, lo quiere explicar como una forma de personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desventuras».

 

Análogamente, el 26 de marzo de 1981, Juan Pablo II reafirmó: «El demonio aún está vivo y activo en el mundo. El mal no es sólo la consecuencia del pecado original, sino también el efecto de la acción infestadora y oscura de Satanás». Y el 17 de febrero de 2002 incluso gritó desde su ventana en la plaza de San Pedro, en el discurso del Angelus: «¡Vete,  Satanás!», incitando a los fieles a no ceder, en original asociación, a las fáciles lisonjas de la carne y del maligno.

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Juan Pablo II en Medellín, Colombia, en 1986. Foto: Wikimedia Commons

Hoy el desahogo de la represión sexual de pobres muchachas minusválidas parece ser más apreciado por los medios de comunicación si se manifiesta en mitómanos relatos de apariciones edificantes, como las de Lourdes, Fátima o Medjugorje, que no en episodios del tipo del popularizado por la película El exorcista de William Friedkin, basada en una relación de los jesuitas relativa a un hecho “ocurrido” en 1949 en Maryland y “curado” por ellos.

No puede asombrarnos que esa película, sea mostrada en parroquias y oratorios como testimonio verdadero de hechos reales, si hasta el mismo Juan Pablo II efectuó en persona exorcismos en el Vaticano -la última vez el 6 de septiembre de 2000-, parece que sin éxito): una actividad que el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica sigue proponiendo, en el párrafo 1.673, como el método para “expulsar a los demonios o para liberar de la influencia demoníaca, mediante la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia”.

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Naturalmente, el Vaticano pretendería un monopolio exclusivo sobre lo demoníaco y alrededores, para evitar tener que compartir los notables beneficios de la magia y las artes afines con sus numerosos y aguerridos competidores. La misma Santa Sede, al publicar el 22 de noviembre de 1998 la traducción italiana del De exorcismis, se preocupó por la difusión de “formas de adivinación, sortilegio, maleficio y magia, a menudo mezcladas con un uso supersticioso de la religión”, y por el fenómeno de la multiplicación de las prácticas mágicas. Evidentemente no recuerda, o finge no recordar, dónde hunde sus raíces el moderno ocultismo, sagrado y profano, que hoy repite como farsa la tragedia de la brujería de ayer.

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