Por Samuel Parra
Foto de portada: Annie Spratt en Unsplash
Si pronuncio las palabras mágicas serás mía esta noche, así anuncié la fechoría que habría de cometer cuando Lucía atravesó la puerta del bar aquella fría noche, de esas que nunca se ausentan de la Ciudad de México.
La fémina era de gélido contoneo como agua arremolinándose sobre el hielo, de su vestido holgado al cuerpo sobresalían sus pezones, la punta del iceberg de glaciares hundidos a la deriva del círculo ártico de su pubis.
Mientras le daba pequeños sorbos a la botella de cerveza Indio me preguntaba ¿Dónde estará aquella cálida braza de fuego tuya, aquellas gruesas y pesadas ligas de lencería, aquellos muslos suaves y turgentes? Cuando seas mía voy a alisarte todas las arrugas de tu sexo.

Esta anécdota la cuento tal como sucedió, sin omitir detalles o exagerar, dejé la cerveza por la paz y me fui a la mesa de Lucía, fue evidente su desagrado cuando me senté sin presentarnos e invitándole un trago pero algo chispeó en sus ojos que traduje como victoria. La facilidad de palabra es una virtud, creo que nací con ella porque rápido entablamos una plática donde toda nuestra vida salió a relucir pero sólo un detalle me importó: su fantasía sexual era coger con hombres gordos.
Sabía que esa noche lanzaría dardos ardientes a sus entrañas pero no pensé que fuera tan fácil. Las mesas del bar tenían manteles alusivos a diseños gitanos, esa distracción era ideal para empezar el pre copeo sexual: con una mano separé suavemente sus piernas, comencé a serpentear el viejo camino que tantas veces había recorrido en la oscuridad. Canción tras canción la yema de mis dedos jugueteaba con su clítoris debajo de la tanga que en abrazos cariñosos se iba Lucía para acallar sus inaudibles gemidos. Si hubiera dicho que su abrazo iba más allá del abrazo, tanto que al final se confundían sus contornos, tanto que nuestra carne desaparecía, tanto que perdíamos nuestra respiración devorados ella y yo por la misma boca sangrienta e insaciable. Lucía dejó caer su pelo sedoso sobre mis hombros, abría sus muslos a los fríos y bajos cielos del invierno, el mantel del bar era nuestra colcha y los comensales las gotas de sudor.

Las ganas de intimar sobrepasaron la privacidad del bar y decidimos irnos a un motel cerca de ahí, dicen que el orgasmo es el gran comedor de palabras, sólo permite el gemido, el aullido, la expresión infrahumana pero no la palabra, esos eran los ecos del Motel Mazatlán, famoso punto de reunión para parejas de amplio criterio. Lucía te apellidas lujuria, que tu cuerpo sea siempre un amado espacio de revelaciones, sea tu sangre una con mi sangre, báñame con tu saliva el paladar, tu lengua sometiéndose a mis pecados. Acerco mis labios y rozo la piel de su vientre, me sorbo las gotas de agua que puedo rescatar. ¡Uy! Que delicia, pero no me sirven de nada, mi sed arrecia. Tu néctar es lo que deseo. Miro detenidamente tus piernas entreabiertas y veo que están más mojadas que el resto del cuerpo. No lo pienso más. Comienzo a lamer, sus pies, sus tobillos y piernas desesperadamente, tratando de absorber cada gota de agua que encuentro en el camino. Diviso su vientre y su ombligo que se me presenta como un pequeño pozo donde se ha depositado, como una copa, mililitros del preciado liquido. Me inclino y absorbo lo que se me da, no es mucho, pero descubro que si sigo recorriendo este cuerpo, puedo al fin vencer el deseo de calmar mi sed.
Entre Lucía y mi obesa figura había un vacío de aire que se colmó de euforia, cuando reaccioné me estaba besando y yo la seguía, pronto me fui quitando la ropa, nos fuimos a la cama y empecé a lamer cada centímetro de su cuerpo bajando por su cuello hasta el centro de su pecho ardiente. Divina figura que descubre dos redondas gotas de agua bajo su mentón coronadas por aureolas en tinta canela. Aquellos jeans deshilachados que colgaban caprichosamente de sus caderas estorbaban a nuestro frenesí carnal, los tiré sobre la cama con ella encima mientras mis labios rondaban la cordillera de su Monte Venus primaveral con su jardín vasto de rosas sin espinas de pasados añejos. Lucía se estremecía cuando mis alas palpaban su cúpula celeste mas profundo y mas rápido, parecía juego de gaviotas clavándose en las aguas caudalosas de los mares estrepitosos, picada libre ahogando mi tizón ardiente sobre la espuma de su vagina, una, otra y otra vez, embestida tras embestida, chocaban las carnes como olas contra las rocas. Como una enredadera salvaje se zafó de mi sumisión para complacerme, Lucía era una diva para el sexo oral, tenía mis fluidos en su boca, pronto la agarré y la levanté de tal forma que su vagina quedó en mi cara, y la besaba tan profundo que sus piernas temblaban, casi gritando tras cinco minutos agónicamente placenteros, hago una pausa para ponerla ahora furiosa de placer golpeando nuestras barrigas, éramos gatos de la calle lamiendo un plato de crema sin perderse una sola gota. Agarro sus orejas, tiro de sus mechones rizados, y un extraño ruido animal se escapa de mí. Lucía de espalda pecosa, naciste en los mares de Veracruz, jarocha jariosa, de lujuria moldeada por el oleaje, el viento y la sal. Abandono su sexo para darle un mordisco en la mandíbula, entre nosotros había más que sexo, era rendición y entrega absoluta. Era imposible de clasificar, ella no quería ponerle nombre, yo lo sabía, ella también, era algo sin palabras. Las palabras no eran nada y ninguno quería ser esclavo de un término que definiera y limitara nuestra necesidad de ser correspondidos. Su mente nublada procesó lo sucedido pero la sensación de dolor entre sus piernas no la dejaba pensar con claridad. Desnudo miré al techo, todo estaba oscuro, la luna ofrecía un poco de luz a la habitación y podía ver el contorno de las hélices del ventilador girando perezosamente. Lucía cogió aire para atreverse a preguntar -¿Te gustó?- Escuché que se reía mientras que del bolsillo trasero de sus jeans ella sacaba un pañuelo de seda color beige para humedecerlo en el pozo de su sexo. –Llévatelo, por si no me vuelves a ver-.
Ese sexo fue frío.
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