El jazz bajo la manga para la libreta de Irma
Por Luis Barria
Antes que por las letras, Federico García Lorca fue seducido por la música, «ante todo, soy músico», dijo en una entrevista en 1933. Desde muy pequeño estudió piano en el Centro Artístico de Granada bajo la tutela de Antonio Segura Mesa. Tenía intenciones de trasladarse a París para continuar sus estudios musicales pero su carrera se interrumpió al morir su maestro, a quien tiempo después, en 1918, dedicó su primer libro: Impresiones y paisajes.
Con Segura Mesa se había internado en conocimiento de la música popular, interés que se incrementó a partir de 1919, cuando conoció a Manuel de Falla y juntos emprendieron un viaje por los pueblos de Andalucía en busca de las expresiones más genuinas del folclor gitano. Como resultado de estas indagaciones, en 1922 organizaron un Certamen de Cante Jondo, el primero a nivel nacional, en la Plaza de los Aljibes de la Alhambra, en Granada.

La libertad, la improvisación, la nostalgia y la profundidad expresiva son algunos de los puntos de coincidencia entre el flamenco, el jazz, el cante jondo y el blues. Lorca, habiendo asimilado la música andaluza, antes de viajar a Nueva York ya tenía algo de jazzista. En su ensayo Federico en persona, Jorge Guillén habla de la relación del escritor con la música:
«Todos sabemos que en Federico resaltaba un gran temperamento de músico, acrecentado por la vigilia estudiosa. Habría podido ser compositor si se lo hubiese propuesto. Se contentó con ser de verdad un apasionado muy competente. En música fue tal vez donde el gusto de Federico se refinó con más pureza. De su piano surgían la interpretación fiel o estupendas imitaciones que implicaban conocimiento y crítica. A petición de alguno, que proponía un nombre, tocaba trozos no recordados, sino inventados, con el inconfundible estilo del modelo. ¡Qué inteligencia y qué gracia una vez más! El Lorca músico se sitúa así, bromeando y estudiando, entre Don Manuel de Falla, su dios más vecino, y Adolfo Salazar, de quien el poeta siempre, siempre hablaba con admiración. A Falla le enamoraba también la música popular, que tanto había de asociarse a la producción del lírico y del dramaturgo (…) Dice Federico de Onís, experto en esta materia: ‹Las armonizaciones con las que acompañaba sus canciones eran suyas› y muy felices, ‹porque acertaban a descubrir la armonía y el ritmo implícitos en la canción›. Rafael Alberti, evocando el Pleyel de la Residencia de Estudiantes, resucita aquellas ‹¡tardes y noches de primavera o comienzos del estío pasados alrededor de un teclado, oyéndoles subir de un río profundo toda la millonaria riqueza oculta, toda la voz diversa, onda, triste, ágil y alegre de España!›».

En 1929, el poeta cruzaba por una crisis personal y creativa, por lo que su antiguo profesor, el ideólogo socialista Fernando de los Ríos, le propuso que lo acompañara a Nueva York. Apabullante y contrastante fue el encuentro del andaluz con la modernidad norteamericana, por un lado estaban los rascacielos, la agitación citadina y la efervescencia noctámbula entre espectáculos luminosos, alcohol clandestino y jazz, por el otro, la deshumanización de una sociedad mecanisista y terriblemente injusta.
En la metrópoli norteamericana conoció el cine sonoro, se aproximó al teatro inglés y leyó a Eliot y a Whitman, a quien dedicó, en un poemario del que hablaremos adelante, la Oda a Walt Whitman, poema que rescata la esencia y se aproxima al estilo del autor del Canto a mí mismo.
Su estancia en la ciudad de los rascacielos coincidió con la cúspide del movimiento estético y social que marcaba las nuevas directrices del arte afroamericano: el Renacimiento del Harlem. Conoció a una de las militantes más activas del movimiento, la escritora Nella Larsen y con ella recorrió los cabarets del barrio que era el epicentro de este florecimiento. Eran tiempos de apogeo del jazz y del rhythm & blues, Duke Ellington, Bessie Smith y Billie Holiday, entre otros, aportaban la banda sonora que acompañaba a escritores, teatristas, artistas plásticos e intelectuales en su reivindicación de las posturas estéticas y sociales de los afroamericanos.
En ese contexto de agitación y contrastes escribió Poeta en Nueva York, una obra en la que el flamenco cede su lugar al jazz para cantar similares tragedias. En su ensayo La cultura del blues y del jazz en García Lorca, Juan de Dios García observa:
«El negro nace, como el gitano, con una virtud especialmente guiada hacia la melodía y al ritmo musical. Su forma de cantar es telúrica, representando todo un arte en el que la irracionalidad reclama la potenciación del tono dionisíaco. Pero el negro en Harlem sobrevive a la negación. Lorca, como ya hace con el gitano para un lector próximo o ajeno a nuestra cultura, nos posibilita conocer, con nuestro idioma, otra tragedia equiparable a la ya cantada:
«La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba…
Sangre furiosa por debajo de las pieles…
Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardos. Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos y néctares subterráneos.
Sangre que oxida al alisio descuidado en una huella
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.
Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes».
Poeta en Nueva York es permeado por el blues de manera plenaria, pero enfáticamente en el segundo apartado, cuyo título es, justamente, Los negros y que está constituido por tres poemas: Norma y paraíso de los negros, El rey de Harlem e Iglesia abandonada (Balada de la gran guerra).
En el ensayo citado, Juan de Dios García anota:
«El poeta sustituye la sensibilidad dirigida hacia el gitano andaluz por la que merece en esos momentos el negro de Harlem, cuya cultura del blues está muy arraigada a su color de piel, de forma directa o a través de testimonios de sus antecesores más inmediatos. Ellos sienten esa canción negroamericana que surge de las canciones de trabajo, y de los spirituals, cuando los esclavos de color se emancipan».
Sirvan de ejemplo algunos fragmentos de El rey de Harlem:
El Rey de Harlem
(Fragmentos)
Federico García Lorca
Aquel viejo cubierto de setas
iba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua podrida.
Las rosas huían por los filos
de las últimas curvas del aire,
y en los montones de azafrán
los niños machacaban pequeñas ardillas
con un rubor de frenesí manchado.
Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor negro
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.
Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.
…
Aquella noche el rey de Harlem con una durísima cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Los negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro,
los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,
y el viento empañaba espejos
y quebraba las venas de los bailarines.
Negros, Negros, Negros, Negros.
*
Negros, Negros, Negros, Negros.
Jamás sierpe, ni cebra, ni mula
palidecieron al morir.
El leñador no sabe cuándo expiran
los clamorosos árboles que corta.
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas.
Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.
¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
A principios de 1930, Lorca decidió volver a su patria haciendo una escala en Cuba. El 4 de marzo de ese año tomó un tren que lo trasladó de Nueva York a la Florida y partió de la ciudad de Tampa en un vapor norteamericano cuyo nombre era «Cuba». Desembarcó en La Habana tres días después sin imaginar que su aventura en la isla se prolongaría poco más de tres meses (hasta el 17 de junio) y que esa estancia habría de marcarlo para siempre. El capítulo X del citado poemario se llama El poeta llega a la Habana, está dedicado a Don Fernando Ortiz y consta de un solo poema, Son de negros en Cuba, un texto con una rítmica marcadamente afroantillana en el que retumban las percusiones de las semillas secas que se alivian del sol bajo las palmeras.
Son de negros en Cuba
Federico García Lorca
Cuando llegue la luna llena.
Iré a Santiago de Cuba.
Iré a Santiago.
En un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Cantarán los techos de palmera.
Iré a Santiago.
Cuando la palma quiere ser cigüeña.
Iré a Santiago.
Y cuando quiere ser medusa el plátano.
Iré a Santiago.
Con la rubia cabeza de Fonseca.
Iré a Santiago.
Y con la rosa de Romeo y Julieta.
Iré a Santiago.
Mar de papel y plata de monedas.
Iré a Santiago.
¡Oh Cuba, oh ritmo de semillas secas!
Iré a Santiago.
¡Oh cintura caliente y gota de madera!
Iré a Santiago.
¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!
Iré a Santiago.
Siempre he dicho que yo iría a Santiago.
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Brisa y alcohol en las ruedas.
Iré a Santiago.
Mi coral en la tiniebla.
Iré a Santiago.
El mar ahogado en la arena.
Iré a Santiago.
Calor blanco, fruta muerta.
Iré a Santiago.
¡Oh bovino frescor de calaveras!
¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!
Iré a Santiago.
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