Por Concha Moreno
El 20 de abril de 1999 fue un día sereno en la mayor parte del mundo. Excepto en un pequeño pueblo llamado Littleton, Colorado.
Littleton es un lugar de esos que pertenecen a la clase media estadounidense donde los niños se conocen todos ente sí y las familias suelen tener camionetas para salir al súper o a acampar. Si te gusta la vida somnolienta, Littleton puede ser tu lugar.
Excepto que ese 20 de abril lo manchó de sangre. Empezaba el día escolar en la prepa Columbine, el orgullo de Littleton, cuando Eric Harris y Dylan Klebold entraron vestidos, uno de negro y otro de blanco, a su escuela — Harris tenía 18 años, Klebold 17– y mataron a quien se les puso enfrente. El body count: 15 muertos, incluidos los asesinos.
El terror de los sobrevivientes aun hoy puede medirse en toneladas. Y, junto con el 9/11, el caso Columbine precipitó a Estados Unidos al siglo XXI.
Hace unos días México se horrorizó con el caso de un niño de 11 años que disparó en su escuela, el Colegio Cervantes, en Torreón. ¿De dónde sacó las armas? ¿De dónde se «inspiró»? Creo que ese niño armado estaba obsesionado con Columbine. Como yo.
Sé una cantidad absurda de información del caso Columbine. Sé, por ejemplo, que el día de la matanza Harris llevaba una playera con la leyenda «Natural selection» y la de Klebold decía «Wrath» (furia). Sé que Harris le dijo a su amigo Brooks Brown que huyera. Sé que, a pesar de que la creencia popular de que Harris era el líder, Klebold fue el que tuvo más blancos exitosos. Y que Harris se hacía llamar «Rebel» y Klebold «VoDKa» en internet.

¿Por qué sé todas estas cosas? Porque el caso Columbine fue el tiroteo escolar de mi generación. Yo tenía la edad de de las víctimas, los perpetradores eran apenas uno o dos años mayores que yo. Y sucedió algo que me hizo mirar al abismo negro de mi propio ser: me sentía más identificada con los asesinos que con las víctimas.
Era una niña furiosa en aquel tiempo. En una secundaria de monjas de cuyo nombre no me acordaré nunca más, viví el acoso escolar y no sólo por mis compañeros, también por un profesor y por la religiosa que dirigía la escuela. En la prepa yo era un bicho solitario y agresivo. Si hubiera tenido acceso a un pistola… no lo sé, no lo quiero pensar, pero lo voy a decir: es posible que hubiera ido a buscar a «mis enemigos» y me hubiera hecho feliz disparando a gusto.
Es muy difícil lidiar con la rabia cuando eres muy joven. ¿Qué adolescente no tiene un ardor en el estómago, en el corazón, en la cabeza? Yo tuve buena fortuna: en aquella secundaria una maestra me enseñó a luchar contra mis furias con la literatura. Y en la prepa, un taller de periodismo me enseñó que mi hambre de información se podía traducir también en un hambre de conexión con el mundo y con los otros.
Los niños no son ángeles incólumes, bebés grandotes. Dentro de cada uno hay siempre dolor, aunque sea feliz: dice el cliché que crecer duele, pero todos sabemos que así es. La adolescencia es un lugar solitario. Nuestros niños, como dice el periodista Dave Cullen en su libro Columbine, se nos van de las manos cuando se encuentran inmersos en un espacio asfixiante al que ningún adulto tiene acceso. Las brechas generacionales son cada vez más grandes. ¿Cómo acercarse a ellos, como no dejarlos solos con sus dolores?

No lo sé. El niño del Colegio Cervantes vivía prácticamente solo en casa de sus abuelos. Nos impresiona que un niño de 11 años de clase media tenga armas, pero también olvidamos que hay muchos niños de esa edad o un poco mayores que son sicarios para el narco. También: niños solos.
No los dejemos solos. Llenemos su mundo de amor, compasión, empatía. Estemos cerca para saber si necesitan ayuda terapéutica. Sin embargo, la solución no es tan simple. En Tenemos que hablar de Kevin, la novela extraordinaria de Lionel Shriver, la violencia no tiene razón mayor. Sucede que al asesino se le ocurre que sería divertido matar. Y ya.
No hay respuestas fáciles, nunca las hay. Réquiem por los niños furiosos.
