Por Concha Moreno
(Foto de portada: Billie Eilish at 2019 Pukkelpop Music Festival which take place in Kiewit, Hasselt, Belgium. © Lars Crommelinck Photography. Wikimedia Commons)
Cuando tenía 16 años, el hombre que fue mi primer amor me dijo: «Un día te vas a cansar del rock. Un día vas a dejar de ser fan».
Detesté que la profecía se cumpliera, pero así fue: a partir de que cumplí 30 años casi toda la música pop y rock me parece fea, tonta. Desechable. Me alejé de los conciertos en el Palacio de los Deportes y El Plaza, descubrí la ópera y los himnos divinos de Handel. Aprendí a llorar con Henry Purcell. Bach es el mejor regalo que me ha dado la vida. En fin, el asunto es que empecé a ver mis viejos discos rockeros como reliquias de un tiempo en el que yo era una ingenua.
Siempre he dicho que uno se hace viejo cuando deja de explorar. Bueno, pues con mis otrora adorados pop y rock eso me pasó: envejecí. Fuera de Jack White y algunos artistas de hip hop nada me entusiasmaba.

Corte a 2019. Nadaba yo y de pronto sentí un beat tremendo que hacía retumbar la alberca. Tuve que salir, como hechizada, a escuchar lo que sucedía. En el club habían puesto un playlist de artistas recientes y lo que sonaba (corrí por mi celular y el Shazam) era «Bad Guy» de una tal Billie Eilish. Wow, qué gran obra pop. Cimbrada, volví a la alberca. Nadé con esa canción en la memoria durante varios días. No me animaba a escuchar nada más de la tal Billie por miedo a decepcionarme. ¡Ah, la arrogancia del que se cree mayor a los treinta y tantos!
Finalmente me levanté las enaguas y descubrí esa joya que es el When we all fall asleep, where do we go?, el disco con el que a la cruda edad de 17 años Billie Eilish se hizo dueña de la escena mainstream del año pasado. Qué digo del año pasado: yo creo que es uno de los mejores discos que se han producido en los 20 años que llevamos de este siglo. Quizá exagero, pero poco. Es divertido, intenso, hasta doloroso en algunos tracks. Tiene esos dones tan necesarios en el pop como la exaltación emocional y, al mismo tiempo, la sensación de que la música fluye con la facilidad con la que corre el fuego sobre la gasolina. Infeccioso, pues. Viral.
Me hice fan de Billie Eilish. Otra vez me hice fan. No estoy reseca, no estoy reseca.
Cuando supe que Billie venía al Festival Corona Capital, decidí retirar mi veto a los conciertos de rock y compré un boleto astronómicamente caro para verla a ella y a Jack White, mi otro ídolo pop del año pasado. Y la vi. Y no sucedió nada.
Nada.
Además de que salió tarde y dio un toquín corto, tenía esta actitud de «Yo ya la hice, plebes» y no se esforzó nada. La música en vivo era idéntica al disco: es más, parecía que habían puesto el disco y ella hacía lipsync. No sé ustedes, pero a mí me gustan las versiones en vivo que se arriesgan.
Billie no se arriesgó. No tenía ninguna proyección escénica. Estar en el escenario no es brincotear y hacer caritas. No, la proyección escénica es tomar al público por los pelos y llevarlo por el suelo y de ahí al cielo con un vértigo indescriptible. Es tener duende, como diría García Lorca, esa magia teatral que tienen los grandes bailaores de flamenco. Billie no tiene duende. O al menos no lo tuvo en el Corona.
«Solo tiene 18 años», me dirán. Pues miren, la he visto en diversas apariciones y le noto esa hueva del que está harto. Y luego sacó esa canción horrenda para la próxima cinta de James Bond… Creo que quien le lleva la carrera a Billie la está regando.

Tiene Billie un enorme talento, no lo dudo, pero están sobre ella un montón de expectativas prematuras. Espero que no acabe quemada como Justin Bieber. Y no, no voy a pagar 2000 pesos por irla a ver cagando el escenario en su próximo concierto en la Ciudad de México.
Oh, Billie, no lo sé. Creo que eres demasiado buena para ser de verdad. Saca otro disco y veremos si superas la crisis de demostrar que no eres un one-trick-pony.
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