Por Irma Gallo
A riesgo de sonar intolerante, me dan flojera las historias que tratan de racismo contra afroamericanos en Estados Unidos. Y aún más: las que se sitúan en el sur de ese país. O bueno, me daban. Déjenme explicarme mejor:
Desde pequeña, cuando vi chorrocientas veces Lo que el viento se llevó, la película adaptada de la novela de Margaret Mitchell (porque me encantaba), sentí que ya había tenido mi dosis del tema.
Después llegaron muchas películas en ese tenor, cuyos títulos se me escapan de tan olvidables que me parecieron. Me viene a la mente 12 años de esclavitud, pero sólo la recuerdo porque ganó un Oscar, y ahora no recuerdo en qué (¿guion, dirección, actuación?).
En cambio, la literatura me regaló Beloved, de Toni Morrison, y me reconcilié con el tema. ¿Qué digo? ¡Me emocioné! Ya reconciliada, seguí con Jazz, de la misma Morrison, y luego me leí con fruición y placer Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie y de ahí seguí con Medio sol amarillo, que no tiene lugar en Estados Unidos sino en África, pero tiene mucho que ver en cuanto al asunto de la intolerancia y la estupidez.
Confieso que empecé a leer Luz de agosto, de William Faulkner, y no la terminé. Pero en eso no tuvo que ver el asunto del racismo, sino que el ejemplar que tengo me lo prestó una muy querida amiga que se suicidó antes de que pudiera leerlo y regresárselo. Simplemente el corazón se me rompió. Faulkner tendrá que esperar un poco.
Sí, los afroamericanos han sufrido y siguen sufriendo de discriminación en su propio país. De eso no me cabe la menor duda. Pero quizás el tratamiento dramático que le ha dado Hollywood a este asunto tan grave fue lo que me hartó. Y repito: gracias, siempre, a la literatura, es que entiendo, o mejor dicho, he llegado a sentir en carne propia el trato que muchos blancos le han dado a los negros simplemente por tener otro color de piel.

Hace un par de semanas llegó a mis manos una novela que me ha vuelto a voltear de cabeza, que ha conseguido una vez más romper con los tontos prejuicios que me susurran al oído derecho que el «tema ya está muy masticado». Se trata de La canción de los vivos y los muertos (Sexto Piso, 2018) de Jesmyn Ward, cuyo título en inglés es mucho más sugerente: Sing, Unburied, Sing, y con el cual su autora ganó el National Book Award en 2017.
La novela cuenta la historia de tres generaciones de una familia cuyo patriarca ha sufrido no sólo discriminación, sino cárcel y, por supuesto, violencia, por parte de esa hidra de mil cabezas llamada «los blancos».
Por si fuera poco, el hijo mayor, Given, es asesinado de la manera más estúpida por un miembro de la familia blanca con la que emparentará, por medio del matrimonio, su hermana Leonie. Algo así como un Romeo y Julieta en la parte más racista del sur de Estados Unidos.
Pero la novela va más allá: como bien lo anuncia el título (insisto; en inglés es mucho más claro y revelador: Sing, Unburied, Sing) hay también una historia de fantasmas, de esas presencias que no han encontrado el descanso porque se fueron violentamente de este mundo, y ahora regresan a exigir su cuota, por pequeña, por tarde que sea, de justicia.

¿Será la tercera generación, la del adolescente Jojo y la bebé Kayla, hijos de negra y blanco, la que logre escapar a esta violencia y silenciar los cantos de los muertos?
Léanlo. No se los quiero spoilear. No se van a arrepentir.
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