Rezo por vos, Silvina


Por Concha Moreno

Uno no puede evitarlo. Muchas veces la historia de una mujer es la historia de dos mujeres.

Silvina Ocampo era una mujer de perros. Elena Garro prefería a los gatos. Una vez, Elena dejó encargados a sus gatos en casa de Silvina: nunca los volvió a ver.

Silvina era castaña, Elena, rubia. Las dos mujeres tocaron varias aristas de la literatura. Ambas se decantaron por la fantasía y los personajes-esperpentos sembrados en sus pesadillas de niñas ricas latinoamericanas. De muchas maneras Elena y Silvina fueron cercanas, casi se tocaron. Asíntotas totales.

Elena Garro

Tenían, en común, a Adolfo Bioy Casares.

Silvina y Adolfito se casaron allá por la década de los cuarenta, Argentina nunca vio una pareja más dorada. A pesar de la diferencia de edad; Silvina le llevaba diez años a su marido. Sibila, Silvina tenía la fortuna en sus manos, de alguna manera sabía que su vida sería extraña, ficticia. A lado de Bioy se la pasó en un fin de semana eterno.

Además de escribir y jugar tenis, el gran placer de Adolfito eran las mujeres. En París conoció a Elena Garro y quedó prendado de ella. Octavio Paz y Silvina, los cornudos. La relación entre Bioy y Elena, sobre todo epistolar, duró 20 años. En un arranque, Bioy se robó un zapato –de tacón, por supuesto– del clóset de Garro, o eso cuenta la leyenda.

De leyendas no va La hermana menor, la biografía de Silvina Ocampo escrita por Mariana Enríquez. Casi todo lo que acabo de contar es parte del mito de Sur, la revista literaria argentina que reunió a plumas como Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, el propio Aldolfito, Garro, Paz, Silvina. Todos a una voz editados por Victoria Ocampo, la hermana mayor de Ocampo, a quien Enríquez llama la mujer más importante de esa Argentina, a excepción hecha de Eva Perón.

Si Victoria Ocampo era la mujer más importante de Argentina, ¿quién era Silvina?

Mariana Enríquez hace una investigación rigurosa de esos mitos para desnudar a la más etérea, la Silvina de mil caras. Es la niña que trepa árboles en la finca de la familia y también una señorita polvosa que soñó alguna vez con ser pintora impresionista. De casualidad se encontró escribiendo cuentos y poemas. Y ninguno es cursi.

Silvina, de mente brava y ánimo voluble, fue una bendición para la vida de Adolfito y del propio Borges: no es sorpresa que «Pierre Menard, autor de el Quijote», el primer cuento de Borges, la inauguración de los borgeano, fuera dedicado a Silvina. Aunque Enríquez dice que Silvina y Borges nunca fueron íntimos tampoco hay duda de que fueran buenos compañeros y hasta cómplices. Aunque no del tamaño que fueron Adolfito y Borges. «De qué se reirán esos idiotas», dice Silvina al invitado en turno cuando llegan desde el salón las carcajadotas de ese par temible.

Y luego entra en escena Elena Garro, la amante. Cuando Garro y los Bioy-Ocampo se conocen, Garro todavía no escribía (o escribía, pero para sí), era la esposa de un diplomático (adivinen quién) y guapa, brillante. Bioy perdió con ella y la amó con la pasión que no sentía por Silvina: con ella era la diversión, los rompederos de cabeza, las cenas de madrugada; con Garro eran los sueños mojados de lo que no se puede tener.

Por supuesto, La hermana menor va mucho más allá del triángulo Silvina-Elena-Bioy. Hay chismes y hay información fidedigna, o mejor: chismes confirmados. Es un retrato de un tiempo en el que la literatura latinoamericana volaba por aires desconocidos.

La mejor manera de leer La hermana menor es con curiosidad lectora. El texto es entretenido, con la sensación de que se lee una historia oral antes que una biografía literaria llena de fechas y datos meticulosos.

Yo leí de manera paralela los cuentos de Silvina Ocampo y Mariana Enríquez logra la alquimia de transformar sus ritmos y palabras en el cuerpo de La hermana menor. Si nunca han leído a Silvina, les va a dar ganas: se sorprenderán de lo cercana que es, de lo viva que están sus letras. Rezamos por vos, Silvina.

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