Por Concha Moreno
Cuando se empieza a leer A propósito de nada se pueden tener dos actitudes: o se quiere leer todo sobre las memorias de cine de Woody Allen o se buscan razones para culpar al autor de la violación de Dylan, su hija adoptiva con Mia Farrow.
Verán, A propósito de nada es uno de los libros más esperados durante décadas. Se trata, ni más ni menos, de las memorias sinceras de Allen, uno de los más grandes directores de la historia del cine. El siglo XX no sería el mismo sin sus películas, todas y cada una la memoria desatada de un genio citadino que está soñando siempre con estar en algún otro lugar, como niño que se va de pinta dos o tres o cuatro veces a la semana. Es una tentación comenzar a leer con la voz que comienza Manhattan, ese monólogo que es una declaración de principios. Así también A propósito de nada es un manifiesto sobre la libertad y la pasión, todo en clave de una comedia muy fina.

Quizá exagero, pero poco. Tengo muy clara la memoria de haber visto mi primera película de Woody. Fue Radio Days, esa joyita subestimada que trata de ser callejero, pobre y judío en el Nueva York de los años 40. Justo pensaba mucho en Radio Days cuando comencé a leer A propósito de nada porque Woody hace un gran despliegue de estilo: palabras de calle, salpicones de yidish y por allá frases cultas. Casi al principio Allen lanza este disclaimer: no soy una intelectual, es culpa de estos lentes que la gente piensa que soy un nerd. Wow, se lee el texto y es ineludible pensar que no puede ser obra de una persona ignorante. ¿Es difícil de leer? No, en modo alguno. Se patina por esa prosa, se baila en ella. Es un gozo.
Woody Allen nació como Allen Stewart Koninsberg en 1935, hijo de una familia pobre de Brooklyn, Nueva York. Como suele ser con todas las almas sensibles que crecen en un suburbio, su anhelo era estar en otra parte. Su otra parte era Manhattan. Creció odiando la escuela, felizmente analfabeto funcional, y adicto al cine. No duró ni un semestre en la universidad, pero se hizo una vida escribiendo comedia desde que tenía 16 años de edad. El resto es historia («Pero también el Holocausto», amorcilla Woody).

A Woody Allen lo han acusado también de cosas terribles, sobre todo, insisto, del abuso sexual de Dylan Farrow cuando era una niña de 7 años. Es una mancha en su carrera que perseguirá su recuerdo. No escurre el bulto: habla de su matrimonio con la actriz Mia Farrow –de la que nunca habla mal–, sin disculparse de más, puesto que las disculpas no pedidas son culpabilidad manifiesta, habla con cariño de su hija adoptiva y niega con simpleza haber abusado de ella. ¿Lo hizo, no lo hizo? Es decisión del público a quién creerle.
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