Por Concha Moreno
Ciudad acaso tierna, la Ciudad de México contiene grandes historias de amor. Una de ellas es la del periodista Carlos Denegri con el poder. Denegri se dedicó a enamorar a los políticos encumbrados (y también a lo menores, informantes ansiosos de figurar) de la primera mitad del siglo pasado y su retórica cursi y engarrotada convenció a la clase media conservadora de locuras como que Gustavo Diaz Ordaz era un patriota o que Maximino Ávila Camacho fue el mejor gobernador de la historia de Puebla.
Denegri, desde su columna en Excélsior, daba matirili a carreras enteras o encumbraba a los mediocres. Esa columna era su púlpito y Denegri, el sacerdote supremo dispuesto a convertir el vino en sangre. Recibía de de varios frentes poderosos «embutes», es decir pagos por su opinión. Se prostituyó a su modo, y ello le costó pasar a la historia como el rey del chayote, ese soborno que muchos periodistas desprecian pero también anhelan.

De la vida de tan corrupto personaje va El vendedor de silencio, la extraordinaria nueva novela de Enrique Serna. Serna tiene una prosa deliciosa, llena de humor mala leche, con una capacidad para la ironía que ya hubiera querido Octavio Paz, por ejemplo. Ese humor le sirve para eviscerar a sus personajes, los muestra en toda su hipocresía y con ello, también la de quien lee. No tiene compasión, Serna. Y qué bueno. No pierde nunca su capacidad de romper madres.
Denegri, borrachín, ojo alegre y sin un pelo de estúpido se encuentra en la cumbre de su carrera. Díaz Ordaz lo tiene en nómina. Están a punto de suceder los Juego Olímpicos y un grupo de jipis anda haciendo pequeñas revueltas por ahí. Denegri se enamora una vez más, en esta ocasión de una joven madre que es su vecina de la Nápoles, la colonia chic mediolera del momento. Ese romance lo hace verse frente al espejo: sesentón, rico, quizá hasta guapo. Y también alcohólico y en perpetuo cinismo respecto a todo. Como buen misógino dizque romántico, Denegri busca la redención en la entrepierna de las mujeres.

El mejor momento de la novela es cuando Serna pone a su personaje a tomar el trago en una cantina de bajos fondos con un amigo que lo detesta. Jorge Piñó Sandoval, un escritor íntegro, lo confronta jaibol en mano: «¿En qué momento perdiste la integridad, Carlitos?». Y Denegri pasará a contarnos, a Piñó y a los lectores, la suma máxima de sus descalabros morales.
Denegri es un pícaro, pero no uno simpático, como los de otras novelas de Serna. Inspira compasión y una buena dosis de burla. Ay, Carlitos, te sacaron en calzones.
Novela ajena a las soluciones fáciles y a los juicios en blanco y negro, El vendedor de silencio es la mejor novela de Enrique Serna (créanme, yo las he leído todas). Estilo limpio, sin cabriolas retóricas. Al contrario, cada imagen es bien usada, cada metáfora o comparación tiene sentido. Y tan divertida; les digo, el humor de Serna es muy sabroso.

Comencé este texto pensando en escribir sobre el uso de la Ciudad de México como póster de fondo de la tragedia de Carlos Denegri. La ciudad es el continente de este relato, su paso por las primeras seis décadas del siglo XX. Yo disfruté mucho reconociendo lugares que el autor mienta. Serna ama odiar la Ciudad de México y la destruye y con eso la evanece. Es un efecto narrativo sublime, de gran escritor.
Sin duda una de las mejores novela mexicanas de estos accidentados primeros 20 años de nuestro siglo. El vendedor de silencio no se cae nunca de las manos, como suele suceder con muchas novelas mexicanas. Se siente corta, el lector quiere más y más. No la podrán dejar hasta que la terminen, se los garantizo.