Por Concha Moreno
El hombre que se iba a convertir en mi primer amor me regaló un libro: A Contract with God, por Will Eisner. El hombre me dijo: «Ninguno de los cómics que has leído son como éste».
Tenía razón. Cada historia que contaba el breve volumen era hermosa, triste. La melancolía de ese Nueva York de la Gran Depresión se mezclaba bien con la de mis 16 años. Mi amor por Eisner duró más que el que sentí por el hombre aquel.

Los personajes de Will Eisner rezuman soledad, pero también anhelo: son personas luchan con denuedo para prevalecer. ¿No somos todos así? Vivamos en el Bronx, en la Ciudad de México o en un pueblo equino de la Pampa, lo único que nos define es la supervivencia. Somos Sísifo.
En A Contract with God, un niño judío redacta un contrato con Dios: mientras él fuera justo, Dios mantendría su ira lejos de él. Sin embargo, el dedo divino lo marca como marcó a Job. ¿Cuál es la justicia divina?
Serie de cuentos que podrían o no ser de inspiración real, en A Contract… los personajes van de peripecia en peripecia, en una aventura emocionante que define sus vidas. Todos pierden algo: un adolescente pierde la virginidad; un cantante callejero, su oportunidad de ser un rey de los escenarios; un hombre se reconoce en una cucaracha en un cuento con resonancias kafkianas. Eisner fue un cronista de la vida citadina, en un universo que se expande en una sola cuadra. Algo de microhistoria sabía ese genio.

Will Eisner murió en 2005 y dejó una larga cauda de legado. Pergeñó el término «novela gráfica», el premio principal en la industria del cómic tiene su nombre y ha infuido en autores como Alan Moore y Neil Gaiman. Además, escribió el ensayo A Sequential Art, una pieza que explica a cabalidad la naturaleza única del cómic para incluir al lector dentro de su dinámica.
Estaba pensando en la soledad del encierro justo cuando releía a Eisner para escribir este breve texto. A pesar de que muchos estamos en casa con nuestra familia, en realidad nadie sabe bien a bien de lo que sucede en nuestro pecho. Eisner observó a sus vecinos y supo definirlos a pluma y lápiz para escribir sus historias existencialistas.

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