Por Concha Moreno
Cuando Edward Bunker tenía 5 años cayó por primera vez en el laberinto del sistema carcelario y de asistencia social de Estado Unidos. Huérfano, no tenía a nadie en el mundo. Solo se tenía a sí mismo, así que se dedicó a vivir como un forajido. En algún momento de su adolescencia decidió que para él no había otra que ser un proscrito. Cumplió con el honor de ser el inquilino más joven de la cárcel de San Quintín a los 17 años.
Bunker no era estúpido ni estaba loco (como alguna vez pensaron sus cuidadores, sobre todo en su infancia), pero su problema era que no podía lidiar con la autoridad. Terribles ataques de furia le sobrevenían cada vez que un carcelero u otro preso se sintiera con la prerrogativa de darle órdenes. Se volvía un demonio: no estaba hecho para estar encerrado. Como un tigre en un zoológico, Bunker era un espectáculo triste.
Al niño encerrado le gustaba leer. Era lo único que lo sacaba de su miseria. Leer era casi lo único que le importaba. Un día, en San Quintín, oyó a alguien usando una máquina de escribir. Se acercó y vio a Chessman, el famoso asesino serial de los 50, escribiendo. «Si él podía hacer esa mierda, yo también», se dijo. Escribió y se lo enseñó a Chessman. El Asesino de la luz roja le dio el mejor consejo de su vida: deja de hacerte el idiota en la cárcel y dedícate a escribir.

Le tomó su tiempo decidirse a dejar la vida de crimen y cárcel. Finalmente, en los 70 se puso a escribir de tiempo completo. Y qué manera de escribir: con la misma furia con la que vivió llenó cuadernos del tema que mejor conocía: el crimen.
Cuando leo a Edward Bunker me viene a la cabeza un lugar común: los malos también tienen su corazoncito. Los personajes de Bunker se ven orillados por un entramado fuera de su alcance que decide su destino. En Little Boy Blue, su mejor novela, una autobiografía apenas velada, el protagonista es un niño de 11 años que va de mano en mano sin saber cuál será su destino. Lo único que sabe es que no permitirá que el sistema lo destruya. Con esa determinación heroica vive. Hace amigos con los chicanos de California y con los afroestadounidenses, pues como ellos también es un paria, un niño sin dueño.
Aunque un poco más fresa que sus otras novelas –Stark, La fábrica de animales, entre otras–, Little Boy Blue ilustra a mano la existencia de aquel que anhela la libertad y lucha con las garras para obtenerla. Y no me refiero a la libertad fuera de la rejas, o no solo a ella, sino a algo más espiritual, casi existencialista. El tipo de libertad que alcanzan únicamente las almas elevadas.

Edward Bunker murió en 2005. Dejó una herencia de grandes novelas, algunos guiones cinematográficos y una que otra actuación. Si quieren verle la cara, es Mr. Blue en Perros de reserva, de Quentin Tarantino, su gran fan.
«El blues del niño carcelario» se podría llamar en español Little Boy Blue. Con su uniforme de presidiario, pegado a los barrotes gritando a todo pulmón. Así lo pienso, como una bestia que tenía el corazón de oro puro.
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