Por Concha Moreno
Por una razón u otro siempre he sentido una gran atracción por el sur de Estados Unidos. Quizá es por su maldad: si el Diablo vive en algún lugar de la Tierra, sin duda es en algún pueblo del Delta del Misisipi.
Quizá es que me intoxiqué temprano con William Faulkner o que me infatué con la leyenda de Zelda Fitzgerald. Puede ser el jazz, sí. Seguro es el R&B.
O puede ser Nueva Orleáns.

En estos días de encierro uno solo puede soñar con la naturaleza salvaje de un lugar en el sur de Luisiana donde los músicos campan y los bares sirven Jameson con Coca para ir tomando por la calle. Demonios: hasta tienen un sitio que vende daiquiris a los automovilistas.
Nueva Orleáns es el sitio en el que uno quiere estar si ama el caos y el desorden y la laxitud de las normas morales. La ciudad es más que Boubon Streen y el Quartier Francés. Es Tipitina’s, el club que rescató al jazz en los 70 y la fiesta que es Treme, el barrio negro de donde han surgido los grandes artistas creole. Es la magia negra de un cementerio cerrado y el edificio colonial de la Universidad de Tulane. Nueva Orleáns es un lugar en la imaginación del mundo.
Es más que gumbo y sándwiches po’ boys de ostras fritas. Reducirla a eso es como decir que la Ciudad de México solo vive en sus tacos al pastor (bueno, tal vez tengan razón en esto último).
Sin duda la mejor manera de conocer la Crescent City esa través de su música. Nada mejor que caminar sus calles antiguas y terrosas buscando algún trovador nocturno tocando «St. James Infirmary». Eso y un whisky: una forma de la gloria.
Pero también puede conocerse a Nueva Orleáns través de sus escritores, no sólo los que nacieron en ella sino también–y sobre todo– los que gravitaron a ella desde todos los rincones del mundo. Verán: el estado emocional de Nueva Orleáns ha atraído a autores de muchas latitudes. Todos van a ese río a abrevar el agua sagrada del Delta.
Quien mejor ha capturado la naturaleza agreste de Nueva Orleáns es el anglo-griego Lafcadio Hearn, quien a finales de siglo XIX vivió durante una década en la ciudad. Escritor ambiguo, mitad reportero con dos cuartos de mentiroso, Hearn narró la ciudad a partir de un sueño: el de hacerse con un cálido pedazo de la cultura creole que tanto le recordaba su origen como hijo de una mujer griega que se dejó seducir (los dioses sabrán cómo) por un frío médico inglés.

Hearn encontró en Nueva Orleáns su propio rostro: quiero decir que allí halló el modo de narrarse a sí mismo. Aunque no se quedó a vivir allá y el corpus de su obra más reconocida lo realizó en Japón, Hearn dejó su impronta en el mito de la ciudad y salió transmutado de ella. Hay destinos peores.
Inventing New Orleans recoge todos los textos que escribió sobre esa ciudad, su segunda madre. El complejo de Edipo del medio-griego puede obviarse.
¿Saben quién se tragó entera a Nueva Orleáns? John Kennedy Toole, autor genial de una novela deliciosa: La conjura de los necios. Me iré al infierno si no confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes hermanos si no leí esa novela en la pésima traducción de Anagrama y no me gustó nada. Leerla, años después, en la versión original fue cómo aprender de nuevo a leer. Una luz cayó sobre mí y estoy segura que fue la del fuego del Infierno. El New-Orleans-State-o’-Mind invita a la perversión, especialmente en mentes simples como la mía.

Toole, nacido en la Delta del Misisipi (pero no en Nueva Orleáns, ojo con esto, pues aunque se crió en ella siempre mantuvo la perspectiva de un outsider, como quien se enamora de una compañera de escuela y la ve de lejos y la ignora calculadamente), se mató a los 31 años deprimido porque nadie quiso publicarle su novela.
Requirió años de esfuerzo de su madre, Thelma Toole, para que un editor se diera cuenta que las aventuras de Ignatius Reilley, personaje inolvidable, protagonista de La conjura…; que hasta tiene su estatua en afuera de una tienda departamental en la ciudad.
El huracán Katrina arrasó Nueva Orleáns pero no la destruyó. Como les digo, Nueva Orleáns es un modo de ser. Se puede ser bien Nueva Orleáns en China con un disco de Count Basie y un ensueño alcohólico de ser bautizado por el fuego de sus calles en Mardi Grass.
En tiempos tan cínicos como los nuestros, Nueva Orleáns se levanta como la heroína de una ópera romántica: enferma de consunción, todavía tiene la fuerza de cantar un aria a su amado a voz en cuello.
Cuando acabe esta pesadilla colectiva que es la covid quiero emborracharme afuera de la Catedral de San Luis y mostrar mis respetos a la tumba de Marie Laveau con un ritual vudú. Les digo: hay destinos peores.
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