Por Concha Moreno
Yo bolañeo, tú bolañeas, ella bolañea, vosotros bolañeáis… Hace 20 años todo era sobre Roberto Bolaño. El escritor favorito de la posmodernidad hispana, Bolaño dejó tras de sí una mezcla de cigarros y chocolate: como ellos, la obra de Bolaño es un poco peligrosa, un poco pesada y muy satisfactoria.
Siempre me acerqué a Bolaño con sospecha. Les ha pasado, estoy segura: de pronto el mundo entero habla de alguien y ustedes piensan que las moditas son despreciables. Pero siempre salí de sus libros transfigurada. Como me dijo una vez mi amigo Santi: Bolaño es a la literatura lo que Picasso es al arte, una especie de maestro brujo que hace alquimia con lo suyo. Del plomo pasa al oro casi sin mediar trámite.
La primera vez que leí Los detectives salvajes transitaba por aquellas páginas con mucho miedo. Me pasa también con Borges: tiendo a pensar que el escritor me está tendiendo una trampa. Pero no, con Bolaño todo es claro, prístino, sobre todo en Los detectives salvajes, su mejor novela (o al menos mi favorita).
Nocturno de Chile es mi segunda candidata. Luego, Estrella distante, los cuentos de Putas asesinas y para completar el top 5 la muy impresionante 2666.
Ahora puedo decirlo sin pena: soy fan de Roberto Bolaño.
Me pegó el rayo bolañizador y ahora no puedo dejar de leerlo. Inclusive disfruto lo que le han publicado posmórtem, material que por lo general y en otros escritores deploro –pienso que si un escritor decidió no publicar en vida algo, los herederos deberían honrar esa diminuta gran decisión, pero claro: las regalías de un imprescindible son una gran tentación– como El espíritu de la ciencia ficción, una especie de apunte para Los detectives salvajes.
El espíritu… es bella por razones propias, pero también fascina porque podemos ver al autor trabajando tras la cortina, la suerte de cuarta pared de la ficción, en cada coma vemos la puerta giratoria del pensamiento, Julio Cortázar dixit.
Creo que ya me he agotado todo Bolaño. Hace unos días, para saciar mi sed bolañesca, me leí El hijo de Míster Playa, el acuciante retrato que de él hace la periodista Mónica Maristain. Ya se los he dicho antes, colecciono biografías de los autores y artistas que me gustan; El hijo de Míster Playa se ha convertido en un infaltable de esa colección. Maristain transita por los lugares habituales de Bolaño, persigue a los infrarrealistas, documenta la relación de Bolaño con el poeta Mario Santiago Papasquiaro.

En fin, el hipoclorito: Maristain hace, también, magia con las palabras y nos trae a un Bolaño cercano, asible. Bolaño tiene cuerpo, no solo mente narrativa, y Maristain nos recuerda que alguna vez fue un chamaco sin mucho rumbo y al que no se le ocurría de qué escribir. Fue un perdido como nosotros, pues.
Quisiera decir más sobre Roberto Bolaño, pero creo que mis palabras no agregarán nada a la experiencia de leerlo.
¿Qué sugiero? Váyanse al Café La Habana, ahí en Bucareli, pidan un café con leche cargado y unos chilaquiles verdes con costilla (les quedan divinos) y piensen en un grupo de adolescentes descubriendo, como si ellos la hubieran inventado, la bohemia de lo cutre. Poeta de mis rumbos, Bolaño me hizo soñar que no todos los escritores mexicanos salen de letras hispánicas, escriben en Letras Libres y son capaces de tragarse completo al inmamable Octavio Paz.

Y si, como yo, tienen hambre de más Bolaño, no dejen de leer el volumen de Mónica Maristain. Se lo van a leer de un sentón, sin albur.
Ay, el rayo bolañizador ya me pegó. Como reencontré mi ejemplar de 2666 (en edición de Anagrama, la cual, según Amazon, se cotiza en más de $1000), me voy a encerrar a leerlo en estos días de plaga. Creo que no hay mejor receta contra la gripa.